Como no paraba de llover, la señora Featherstone Hogg optó por mandar al chófer a la casa con un mensaje para Dorothea. No tenía sentido salir al barro y a la lluvia y echar a perder los zapatos si Dorothea no estaba en casa y no podía recibirla. Estaba explicándoselo al chófer cuando los hombres del hoyo entraron súbitamente en acción. Cogieron picos y palas y se pusieron a romper el suelo con fiereza. El que estaba en el hoyo dejó de escuchar, porque ya no había nada que oír, claro está, y empezó a lanzar paladas de tierra desde las profundidades de la fosa.
La señora Featherstone Hogg se preguntó a qué venía tan repentino ataque de laboriosidad; entonces vio que el coronel Weatherhead salía de la casa y se acercaba a ellos. Llevaba una gabardina Burberry muy sucia y una gorra escocesa. Se detuvo, habló con el capataz y escudriñó el hoyo. La señora Featherstone Hogg no oyó lo que decía, pero al parecer estaba dándoles instrucciones. ¿Qué pintaba allí el coronel Weatherhead? No era su casa. El desagüe, porque, desafortunadamente, no había duda de que se trataba de la tubería del desagüe, tampoco era suyo, sino de Dorothea. Pero, bueno, ¿es que no podía hacerse cargo ella sola de sus desagües?
El coronel terminó de hablar con el capataz, levantó la cabeza y vio el coche; la señora Featherstone Hogg lo saludó por la ventanilla. No le hizo ninguna gracia ver a quien vio, pero esta vez no tenía escapatoria: no tenía a mano ningún cobertizo en el que esconderse. Así pues, se acercó al coche y saludó a la ocupante con una particular falta de entusiasmo.
—¿Ha leído el libro? —preguntó la señora Featherstone Hogg con impaciencia—. Entre un momento en el coche… Hace mucho frío con la puerta abierta.
—Estoy muy mojado —objetó el coronel.
—No se preocupe. Entre. Quiero hablar con usted.
El coronel Weatherhead entró a regañadientes y la puerta se cerró.
—Bueno, ¿lo ha leído? —insistió la señora Featherstone Hogg en tono exigente—. ¿Y qué opina?
—Es delicioso —contestó el coronel—; hacía mucho tiempo que no leía algo tan entretenido.
—¿Delicioso? ¿Entretenido?
—Y real como la vida misma —añadió el coronel—. Ese sujeto, el soldado… Rivers, o algo así… es el vivo retrato de un tipo al que conocí en la India… ¡Ja, ja!… ¡Qué gracia me hizo cuando lo leí! Hacía años que no me reía tanto con un libro.
—Pero ¡si es usted! —exclamó, atónita, la señora Featherstone Hogg—. ¿Es que no ve que es usted? ¿No ve que lo calumnia, que lo deja en ridículo? ¡Es su caricatura!
—¿Mi caricatura?
—Sí, por supuesto —dijo la señora Featherstone. ¡Dios mío, qué corto era el pobre!
—Pero ¿por qué voy a ser yo? —preguntó el coronel Weatherhead—. Es decir, no conozco al autor que lo escribió…
—Aunque usted no sepa quién es, él lo conoce muy bien… ¿No se da cuenta de que todo el libro trata de Silverstream?… Es una caricatura infame de nuestro pueblo, un ataque indignante contra gente inocente.
—¡Qué bobada! —dijo el coronel.
—¿Es que no se ha dado cuenta? —insistió la señora airadamente.
—No, no me he dado cuenta. De todos modos, ¿quién es cada personaje? ¿Quién es la señora Thingumbob… la mujer con la que se compromete el soldado?
—Dorothea Bold, por supuesto —contestó desdeñosamente la señora Featherstone Hogg.
El coronel Weatherhead enmudeció.
—Ahí tiene la horrenda perversidad del caso —dijo la señora Featherstone Hogg—. Por eso estoy tan… por eso estoy tan enfadada. Estábamos aquí tan tranquilos, conviviendo todos como… como una familia feliz —dijo, y le pareció una comparación idónea de la que debía tomar nota para el discurso de la reunión—, y de pronto llega ese hombre despreciable y lo echa todo a perder. Nada volverá a ser como antes —añadió patéticamente, pensando en la rebelión de Edwin.
Edwin, que siempre había sido tan afable y razonable, quería ahora imponerse e insinuaba amenazas extrañas y siniestras en relación con el testamento.
El coronel Weatherhead seguía callado, sus procesos mentales eran lentos; se preguntaba si por ventura sería cierto, en cuyo caso sería una cosa muy extraña, extrañísima. Él había actuado tal como se decía en el libro o, al menos, de una forma muy parecida, de modo que, para los efectos, daba igual. ¿Qué diría Dorothea cuando se enterase? ¿Cómo afectaría a su nueva relación con esa personita encantadora y deliciosa en general? ¡Qué horror si pensara que se le había declarado porque lo había leído en un libro! Sería difícil explicarle que la novela no tenía nada que ver porque, en cierta forma, todo estaba estrechamente relacionado. Dorothea podría enojarse. Si resultara que su unión la había pronosticado un libro, harían un poco el ridículo en el pueblo. La gente diría que, después de cuatro años de vivir uno enfrente del otro, no habían sabido decidirse hasta que lo leyeron en una novela. Sería incómodo que todo Silverstream lo comentara, incomodísimo.
—Tenemos que encontrar a ese hombre —decía la señora Featherstone Hogg, que no había dejado de hablar de Edwin y de sí misma.
Entre otras muchas cosas, había dicho que el personaje de la señora Horsley Downs no se parecía a ella en absoluto y que no comprendía cómo había podido un desconocido averiguar tantos detalles de su vida privada, y que, evidentemente, no la conocía lo más mínimo, porque, de lo contrario, nunca la habría vilipendiado de esa forma tan ultrajante.
Sin embargo, el coronel Weatherhead no le prestaba atención. Volvió a la realidad a tiempo de oírle decir que tenían que encontrar a ese hombre.
—¿A qué hombre? —preguntó el coronel.
—A John Smith, claro… aunque en realidad no se llama así.
—¿Por qué?
—Porque solo puede ser alguien de Silverstream, alguien que nos conoce a todos. De lo contrario, no habría podido escribir un libro sobre nosotros.
—Ah, comprendo… Bueno, supongo que será ese tal Bulmer. Escribe libros, habrá sido él.
—¿Cree usted que sería capaz de escribir una novela en la que su mujer se fuga con Harry Carter? —dijo la señora Featherstone Hogg con impaciencia—. ¿Cree usted que sería posible que un hombre hiciera tal cosa?
—¡Se fuga con Harry Carter! —repitió el coronel.
—¿Le parece posible? —repitió la señora Featherstone Hogg, cada vez más enfadada por la estupidez del coronel.
—A menudo me he dicho por qué no huía con alguien —dijo el coronel distraídamente—. Es una mujercita demasiado adorable para una fiera irascible como Bulmer…
—Bien, ¿qué le parece que tenemos que hacer? —preguntó ella intentando volver a la cuestión principal. A ese paso no llegarían a ninguna parte, pero había que encontrar a John Smith.
—¿Hacer? —preguntó el coronel.
—Sí, ¿no cree que merece ser fustigado?
—Bueno, la verdad es que Carter no me parece culpable. Ella debía de ser muy desgraciada, con ese marido tan avinagrado. No es lo mismo que largarse con la mujer de un compañero oficial. ¡Sería el colmo, vamos! Además, Carter se ha ido a la India con la decimoquinta. Supongo que la ha llevado consigo…
—¿De qué está usted hablando? —dijo a voces la señora Featherstone Hogg—. Todavía no se ha escapado con él…
—En ese caso, mande una carta anónima a Bulmer —propuso el coronel Weatherhead en un súbito arranque de inspiración—. Así pondrá fin al asunto.
—Ella no va a fugarse… al menos que yo sepa… El señor Bulmer la ha mandado a pasar las Navidades a Devonshire, con su familia…
—Ah, disfrutará mucho.
—Puede que sí o puede que no, pero eso no viene al caso. No estamos hablando de los Bulmer.
—Ah… creía que sí —respondió, desconcertado, el coronel Weatherhead—. Creía que había dicho que la señora Bulmer se había fugado con Harry Carter.
—En el libro, sí; todo está en el libro, ¿no lo ha leído? —preguntó la señora Featherstone Hogg, enojada.
¡Qué ganas de sacudir a ese hombre! ¡Qué cerril sin remedio! A decir verdad, estaba a punto de propinarle un buen tirón de orejas.
—¡Dios mío! —exclamó el coronel Weatherhead.
Hizo un esfuerzo por acordarse de los pormenores del libro, pero Dorothea lo tenía ofuscado y, después de una sola lectura rápida, no se acordaba bien de las peripecias de los personajes, apenas le quedaba en la memoria un difuso conglomerado de ideas. Recordaba detalladamente su propia reacción y la escena amorosa en el jardín de la señora Mildmay, pero poco más.
—¿No cree que John Smith debería ser fustigado? —dijo la señora Featherstone Hogg despiadadamente.
—¿Qué ha hecho ese sujeto?
—Lo escribió, es el autor —respondió la señora Featherstone Hogg.
Intentaba por todos los medios no perder los estribos. Era muy importante seguir en buena relación con el coronel Weatherhead, porque no podía imaginarse a nadie más capaz de fustigar a John Smith. Ya estaba convencida de que el castigo que merecía ese rufián era ser fustigado. El libro había afectado a mucha gente. De no ser por ese John Smith, en esos momentos ella estaría en casa al lado de un buen fuego, leyendo o cosiendo cómodamente, en vez de encajonada en un coche lleno de corrientes de aire, oyendo la lluvia en el techo e intentando hablar con un imbécil. Sin duda debía ser fustigado, y eso solo podía hacerlo el coronel: por lo tanto, tenía que ganárselo para la causa; no quedaba más remedio que tolerar su estupidez con una paciencia sobrehumana, había que provocarlo, halagarlo, engatusarlo, enfurecerlo y, finalmente, lograr que se pusiera en acción.
—Escúcheme bien —dijo la señora Featherstone Hogg poniéndole la mano en el brazo—, haga el favor de leer el libro otra vez, detenidamente; después hablaremos de todo con calma y tomaremos una decisión sobre lo que se debe hacer. El jueves a las tres y media nos reuniremos en mi casa y luego tomaremos el té. Diga a Dorothea que la espero también a ella. Pasaré por todo el pueblo en el coche e invitaré a todo el mundo. Tienen que venir todos.
—De acuerdo —dijo el coronel.
Comprendió que la conversación había terminado y se alegró. Tenía ganas de irse y ordenar sus pensamientos. Lo mismo le daba que la señora Featherstone Hogg encontrase a John Smith o que el mencionado caballero recibiera el castigo que esa mujer deseaba administrarle con tanta vehemencia. Lo único que le preocupaba eran las posibles consecuencias de tan extraordinarias revelaciones en su relación con Dorothea. Por otra parte, era contraproducente para el reumatismo estar tanto rato en un coche frío, con los zapatos mojados y las perneras de los pantalones completamente empapadas y pegadas a las piernas con lo que chorreaba el impermeable…
Se despidió de la señora Featherstone Hogg, se apeó del coche con presteza y se fue a casa a darse un baño y a cambiarse de ropa. Dorothea iba a cenar con él.
Hasta el momento, nadie sabía que se habían prometido. Preferían guardar el secreto, pero no podrían hacerlo mucho tiempo. Los criados enseguida descubrirían lo que tramaban y, en unos días, la noticia correría por todo Silverstream. Si lo que decía la señora Featherstone Hogg era cierto, entonces al coronel se le complicaba todo por culpa de ese libro. No dejó de dar vueltas a la cuestión en la bañera y todo el tiempo que tardó en vestirse.
Cuando bajó al comedor, Dorothea ya había llegado y estaba de puntillas arreglándose el pelo delante del espejo de la repisa de la chimenea. ¡Con cuánta feminidad y dulzura se atusaba los bucles! Entró sigilosamente y la besó en la punta de la oreja… pulcramente. Ni el propio comandante Waterfoot lo habría hecho mejor.
Dorothea soltó un grito, se ruborizó y le dijo que era malo, muy malo, sin duda.
—¿Y si te hubiera visto Simmons? —le dijo—. ¿Qué habría pensado, eh?
—Simmons no piensa —contestó el coronel Weatherhead—, de eso se encarga su mujer. ¡Ah, no es mala idea! —añadió riéndose.
—¡Ay, ay, ay! —lo amenazó Dorothea.
Fueron muy prudentes durante la cena y Simmons no vio nada que no debiera. Hablaron de los desagües y de ahí llegaron a los crisantemos. A Dorothea ya se le habían helado, pero al coronel todavía le quedaban algunos que se había preocupado de proteger de las heladas nocturnas con un complicado armazón de arpillera.
—A la señora Carter también le quedan unos cuantos todavía —dijo Dorothea—. El otro día estábamos tomando el té y sucedió algo muy curioso. La señora Featherstone Hogg irrumpió de pronto en la sala; estaba hecha una furia por culpa de un libro… Casi nos lo tiró en la cabeza. Dijo que era basura y que hablaba de todas nosotras.
—¿Lo has leído? —preguntó ansiosamente el coronel.
—No. Se lo dejó a la señora Carter para que lo leyera, pero tengo que hacerme con uno. Lo pediré en la biblioteca.
—No es necesario —dijo el coronel Weatherhead tomándola de la mano, posada a una distancia conveniente encima de la mesa—. No lo leas, Dorothea. ¿Para qué vas a perder el tiempo y… y a mancillar esa hermosa cabecita tuya leyendo basura?
Se quedaron embelesados mirándose a los ojos; después, Dorothea retiró la mano y suspiró… Entró Simmons con el postre.
—Tengo curiosidad por saber lo que dice el libro de mí —puntualizó Dorothea, que estaba un tanto intrigada—. La verdad es que no parece que haya mucho material para una novela en un sitio como Silverstream. La señora Featherstone Hogg se lo toma de una forma muy rara. Dijo a la señora Carter que llevaba peluca, es decir, que la señora Carter llevaba peluca. Siempre he tenido la impresión de que conservaba el pelo muy bien, tanto que no parecía posible. A la señora Carter no le hizo ninguna gracia.
El coronel Weatherhead no sabía si confesarlo todo o fingir que no sabía nada. Prefería la segunda opción, era mucho más fácil, pero temía que Dorothea llegara a oír la versión de la señora Featherstone Hogg y entonces comprendiera que él no había sido sincero del todo. Eso sería un desastre. Encontró una tercera posibilidad: contarle algo y quitarle importancia. Era un movimiento plagado de obstáculos pero, en conjunto, parecía el mejor.
—La señora Featherstone Hogg está completamente trastocada con ese maldito libro —dijo el coronel Weatherhead, y procuró reírse de forma convincente—. Estuvo aquí esta tarde, me obligó a sentarme en el coche con ella y me puso la cabeza como un bombo porque no paró de hablar. ¡Qué mujer tan desagradable!
—¿Y tú, lo has leído? —preguntó Dorothea.
—Le he echado un vistazo —contestó el coronel con despreocupación—. Me lo mandó ella, pero después no paraba de llamarme para saber mi opinión. No me pareció una gran obra… más bien, una novela corriente.