El león, la bruja y el ropero (10 page)

—¿Por qué, señor? —preguntó Lucía—. Yo pienso..., no lo sé..., pero creo que puedo ser suficientemente valiente.

—Ese no es el punto —le contestó Santa Claus—. Las batallas son horribles cuando luchan las mujeres. Ahora —de pronto su aspecto se vio menos grave—, aquí tienen algo para este momento y para todos.

Sacó (yo supongo que de una bolsa que guardaba detrás de él, pero nadie vio bien lo que él hacía) una gran bandeja que contenía cinco tazas con sus platillos, un azucarero, un jarro de crema y una enorme tetera silbante e hirviente. Entonces gritó:

—¡Feliz Navidad! ¡Viva el verdadero Rey!

Hizo chasquear su látigo en el aire, y él y los renos desaparecieron de la vista de todos antes que nadie se diera cuenta de su partida.

Pedro había desenvainado su espada para mostrársela al Castor, cuando la señora Castora dijo:

—Ahora, pues..., no se queden ahí parados, mientras el té se enfría. ¡Todos los hombres son iguales! Vengan y ayuden a traer la bandeja, aquí, abajo, y tomaremos desayuno. ¡Qué acertada fui al acordarme de traer el cuchillo del pan!

Descendieron por la húmeda ribera y volvieron a la cueva; el Castor cortó el pan y el jamón para unos emparedados y la señora Castora sirvió el té. Todos se sintieron realmente contentos. Pero demasiado pronto, mucho antes de lo que hubieran deseado, el Castor dijo:

—Ya es tiempo para que nos pongamos en marcha. Ahora.

Aslan está cerca

Mientras tanto, Edmundo vivía momentos de gran desilusión. Cuando el Enano salió para preparar el trineo, creyó que la Bruja se comportaría amablemente con él, igual que en su primer encuentro. Pero ella no habló. Por fin Edmundo se armó de valor y le dijo:

—Por favor, su Majestad, ¿podría darme algunas
Delicias turcas
? Usted..., usted..., dijo...

—¡Silencio, mentecato!

Luego ella pareció cambiar de idea y dijo como para sí misma:

—Tampoco me servirá de mucho que este rapaz desfallezca en el camino...

Golpeó una vez más las manos y otro Enano apareció.

—Tráele algo de comer y de beber a esta criatura humana —ordenó.

El Enano se fue y volvió rápidamente. Traía un tazón de hierro con un poco de agua y un plato, también de hierro, con una gruesa rebanada de pan duro. Sonrió de un modo repulsivo, puso todo en el suelo al lado de Edmundo, y dijo:

—Delicias turcas
para el Principito. ¡Ja, ja, ja!

—Lléveselo —dijo Edmundo, malhumorado—. No quiero pan duro.

Pero repentinamente la Bruja se volvió hacia él con una expresión tan fiera en su rostro que Edmundo comenzó a disculparse y a comer pedacitos de pan, aunque estaba tan añejo que casi no lo podía tragar.

—Deberías estar muy contento con esto, pues pasará mucho tiempo antes que pruebes el pan nuevamente —dijo la Bruja.

Mientras todavía masticaba, volvió el primer enano y anunció que el trineo estaba preparado. La Bruja se levantó y, junto con ordenar a Edmundo que la siguiera, salió. Nuevamente nevaba cuando llegaron al patio, pero ella, sin fijarse siquiera, indicó a Edmundo que se sentara a su lado en el trineo. Antes de partir, llamó a Fenris Ulf, quien acudió dando saltos como un perro y se detuvo junto al trineo.

—¡Tú! Reúne a tus lobos más rápidos y anda de inmediato hasta la casa del Castor —dijo la Bruja—. Mata a quien encuentres allí. Si ellos se han ido, vayan a toda velocidad a la Mesa de Piedra, pero no deben ser vistos. Espérenme allí, escondidos. Mientras tanto yo debo ir muchas millas hacia el oeste antes de encontrar un paso para cruzar el río. Pueden alcanzar a estos humanos antes que lleguen a la Mesa de Piedra. ¡Ya saben qué hacer con ellos si los encuentran!

—Escucho y obedezco, ¡oh, Reina! —gruñó el Lobo.

Inmediatamente salió disparado, tan rápido como galopa un caballo. En pocos minutos había llamado a otro lobo y momentos después ambos estaban en el dique y husmeaban en la casa del Castor. Por supuesto, la encontraron vacía. Para el Castor, su mujer y los niños habría sido horroroso si la noche se hubiera mantenido clara, porque los lobos podrían haber seguido sus huellas..., con todas las posibilidades de alcanzarlos antes que ellos llegaran a la cueva. Pero ahora había comenzado nuevamente a nevar y todos los rastros y pisadas habían desaparecido.

Mientras tanto el Enano azotaba a los renos y el trineo salía llevando a la Bruja y a Edmundo. Pasaron bajo el arco y luego siguieron adelante en medio del frío y de la oscuridad. Para Edmundo, que no tenía abrigo, fue un viaje horrible. Antes de un cuarto de hora de camino estaba cubierto de nieve... Muy pronto dejó de sacudírsela de encima, pues en cuanto lo hacía, se acumulaba nuevamente sobre él. Era en vano y estaba tan cansado... En poco rato estuvo mojado hasta los huesos. ¡Oh, qué desdichado era! Ya no creía, en absoluto, que la Reina tuviera intención de hacerlo Rey. Todo lo que ella le había dicho para hacerle creer que era buena y generosa y que su lado era realmente el lado bueno, le parecía estúpido. En ese momento habría dado cualquier cosa por juntarse con los demás..., ¡incluso con Pedro! Su único consuelo consistía en pensar que todo esto era sólo un mal sueño del que despertaría en cualquier momento. Y como siguieron adelante hora tras hora, todo llegó a parecerle como si efectivamente fuera un sueño.

Esto se prolongó mucho más de lo que yo podría describir, aunque utilizara páginas y páginas para relatarlo. Pero aun así, pasaría por alto el momento en que dejó de nevar cuando llegó la mañana, y ellos corrían velozmente a la luz del día. Los viajeros fueron aún más y más adelante, sin hacer ningún ruido, excepto el perpetuo silbido de la nieve y el crujido de los arneses de los renos. Y entonces, al fin, la Bruja dijo:

—¿Qué tenemos aquí? ¡Alto!

Y se detuvieron.

Edmundo esperaba con ansias que ella dijera algo sobre la necesidad de desayunar. Pero eran muy diferentes las razones que la habían hecho detenerse. Un poco más allá, a los pies de un árbol, se desarrollaba una alegre fiesta. Una pareja de ardillas con sus niños, dos sátiros, un enano y un viejo zorro estaban sentados en sus pisos alrededor de una mesa. Edmundo no alcanzaba a ver lo que comían, pero el aroma era muy tentador. Le parecía divisar algo como un
plum pudding
y también decoraciones de acebo. Cuando el trineo se detuvo, el Zorro, que era evidentemente el más anciano, se estaba levantando con un vaso en la mano como si fuera a pronunciar unas palabras. Pero cuando todos los que se encontraban en la fiesta vieron el trineo y a la persona que viajaba en él, la alegría desapareció de sus rostros. El papá ardilla se quedó con el tenedor en el aire y los pequeños dieron alaridos de terror.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó la Reina.

Nadie contestó.

—¡Hablen, bichos asquerosos! ¿O desean que mi enano les busque la lengua con su látigo? ¿Qué significa toda esta glotonería, este despilfarro, este desenfreno? ¿De dónde sacaron todo esto?

—Por favor, su Majestad —dijo el Zorro—, nos lo dieron. Y si yo me atreviera a ser tan audaz como para beber a la salud de su Majestad...

—¿Quién les dio todo esto? —interrumpió la Bruja.

—S-S-Santa Claus —tartamudeó el Zorro.

—¿Qué? —gruñó la Bruja. Saltó del trineo y dio grandes trancos hacia los aterrados animales—. ¡Él no ha estado aquí! ¡No puede haber estado aquí! ¡Cómo se atreven...! ¡Digan que han mentido y los perdonaré ahora mismo!

En ese momento, uno de los pequeños hijos de la pareja de ardillas perdió la cabeza por completo.

—¡Ha venido! ¡Ha venido! —gritaba golpeando su cucharita contra la mesa.

Edmundo vio que la Bruja se mordía el labio hasta que una gota de sangre apareció en su blanco rostro. Entonces levantó su vara.

—¡Oh! ¡No lo haga! ¡Por favor, no lo haga! —gritó Edmundo; pero mientras suplicaba, ella agitó su vara y, en un instante, en el lugar donde se desarrollaba la alegre fiesta había sólo estatuas de criaturas (una con el tenedor a medio camino hacia su boca de piedra) sentadas alrededor de una mesa de piedra, con platos de piedra y un
plum pudding
de piedra.

—En cuanto a ti —dijo la Bruja a Edmundo, dándole un brutal golpe en la cara cuando volvió a subir al trineo—, ¡que esto te enseñe a no interceder en favor de espías y traidores! ¡Continuemos!

Edmundo, por primera vez en el transcurso de esta historia, tuvo piedad por alguien que no era él. Era tan lamentable pensar en esas pequeñas figuras de piedra, sentadas allí durante días silenciosos y oscuras noches, año tras año, hasta que se desmoronaran o sus rostros se borraran.

Ahora avanzaban constantemente otra vez. Pronto Edmundo observó que la nieve que salpicaba el trineo en su veloz carrera estaba más deshecha que la de la noche anterior. Al mismo tiempo advirtió que sentía mucho menos frío y que se acercaba una espesa niebla. En efecto, minuto a minuto aumentaba la neblina y también el calor. El trineo ya no se deslizaba tan bien como unos momentos antes. Al principio pensó que quizás los renos estaban cansados, pero pronto se dio cuenta que no era ésa la verdadera razón. El trineo avanzaba a tirones, se arrastraba y se bamboleaba como si hubiera chocado con una piedra. A pesar de los latigazos que el Enano propinaba a los renos, el trineo iba más y más lentamente. También parecía oírse un curioso ruido, pero el estrépito del trineo con sus tirones y bamboleos, y los gritos del enano para apurar a los renos, impidieron que Edmundo pudiera distinguir qué clase de sonido era, hasta que, de pronto, el trineo se atascó tan fuertemente que no hubo forma de seguir. Entonces sobrevino un momento de silencio. Y en ese silencio, Edmundo, por fin, pudo escuchar claramente. Era un ruido extraño, suave, susurrante y continuo..., y, sin embargo, no tan extraño, porque él lo había escuchado antes. Rápidamente, recordó. Era el sonido del agua que corre. Alrededor de ellos, por todas partes aunque fuera de su vista, los riachuelos cantaban, murmuraban, burbujeaban, chapoteaban y aun (en la distancia) rugían. Su corazón dio un gran salto (a pesar que él no supo por qué) cuando se dio cuenta que el hielo se había deshecho. Y mucho más cerca había un
drip-drip-drip
desde las ramas de todos los árboles. Entonces miró hacia uno de ellos y vio que una gran carga de nieve se deslizaba y caía y, por primera vez desde que había llegado a Narnia, contempló el color verde oscuro de un abeto.

Pero no tuvo tiempo de escuchar ni de observar nada más porque la Bruja gritó:

—¡No te quedes ahí sentado con la mirada fija, tonto! ¡Ven a ayudar!

Por supuesto, Edmundo tuvo que obedecer. Descendió del trineo y caminó sobre la nieve —aunque realmente ésta era algo muy blando y muy mojado— y ayudó al Enano a tirar del trineo para sacarlo del fangoso hoyo en que había caído. Lo lograron por fin. El Enano golpeó con su látigo a los renos con gran crueldad y así consiguió poner el trineo de nuevo en movimiento. Avanzaron un poco más. Ahora la nieve estaba deshecha de veras y en todas direcciones comenzaban a aparecer terrenos cubiertos de pasto verde. A menos que uno haya contemplado un mundo de nieve durante tanto tiempo como Edmundo, difícilmente sería capaz de imaginar el alivio que significan esas manchas verdes después del interminable blanco.

Pero entonces el trineo se detuvo una vez más.

—Es imposible continuar, su Majestad —dijo el Enano—. No podemos deslizamos con este deshielo.

—Entonces, caminaremos —dijo la Bruja.

—Nunca los alcanzaremos si caminamos —rezongó el Enano—. No con la ventaja que nos llevan.

—¿Eres mi consejero o mi esclavo? —preguntó la Bruja—. Haz lo que te digo. Amarra las manos de la criatura humana a su espalda y sujeta tú la cuerda por el otro extremo. Toma tu látigo y quita los arneses a los renos. Ellos encontrarán fácilmente el camino de regreso a casa.

El Enano obedeció. Minutos más tarde, Edmundo se veía forzado a caminar tan rápido como podía, con las manos atadas a la espalda. Resbalaba a menudo en la nieve derretida, en el lodo o en el pasto mojado. Cada vez que esto sucedía, el Enano echaba una maldición sobre él y, a veces, le daba un latigazo. La Bruja, que caminaba detrás del Enano, ordenaba constantemente:

—¡Más rápido! ¡Más rápido!

A cada minuto las áreas verdes eran más y más grandes, y los espacios cubiertos de nieve disminuían y disminuían. A cada momento los árboles se sacudían más y más de sus mantos blancos. Pronto, hacia cualquier lugar que mirara, en vez de formas blancas uno veía el verde oscuro de los abetos o el negro de las espinudas ramas de los desnudos robles, de las hayas y de los olmos. Entonces la niebla, de blanca se tornó dorada y luego desapareció por completo. Cual flechas, deliciosos rayos de sol atravesaron de un golpe el bosque, y en lo alto, entre las copas de los árboles, se veía el cielo azul.

Así se sucedieron más y más acontecimientos maravillosos. Repentinamente, a la vuelta de una esquina, en un claro entre un conjunto de plateados abedules, Edmundo vio el suelo cubierto, en todas direcciones, de pequeñas flores amarillas... El sonido del agua se escuchaba cada vez más fuerte. Poco después cruzaron un arroyo. Más allá encontraron un lugar donde crecían miles de campanitas blancas.

—¡Preocúpate de tus propios asuntos! —dijo el Enano cuando vio que Edmundo volvía la cabeza para mirar las flores, y con gesto maligno dio un tirón a la cuerda.

Pero, por supuesto, esto no impidió que Edmundo pudiera ver. Sólo cinco minutos más tarde observó una docena de azafranes que crecían alrededor de un viejo árbol..., dorado, rojo y blanco. Después llegó un sonido aún más hermoso que el ruido del agua. De pronto, muy cerca del sendero que ellos seguían, un pájaro gorjeó desde la rama de un árbol. Algo más lejos, otro le respondió con sus trinos. Entonces, como si esta hubiera sido una señal, se escucharon gorjeos y trinos desde todas partes y en el espacio de cinco minutos el bosque entero estaba lleno de la música de las aves. Hacia dondequiera que Edmundo mirara, las veía aletear en las ramas, volar en el cielo y aun disputar ligeramente entre ellas.

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