Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—Le contaré lo que sé hasta ahora de ese octógono de tela.
—Bien. La escucho.
Antes de comenzar su relato, Afdera extrajo de uno de sus bolsillos el octógono de tela que llevaba encima el asesino que intentó estrangular a Rezek Badani y lo colocó sobre la mesa. Al mismo tiempo, Grüber sacó una fotografía en blanco y negro de la carpeta y la dejó también sobre la mesa. En ella aparecía la imagen de un octógono de tela de las mismas características que el de Afdera. Durante varias horas, la joven relató al veterano policía la muerte de Liliana Ransom, atada a su cama y sodomizada con un obelisco decorativo; la muerte de Boutros Reyko, el antiguo socio de Badani; el asesinato de Abdel Gabriel Sayed, estrangulado en una solitaria carretera del sur de Egipto, tras llevar a dos extranjeros en su coche y, por último, el intento de asesinato de Rezek Badani en su casa de El Cairo.
—¿Tenían todos un octógono de tela como éste?
—Sí. Todos. Liliana lo tenía justo al lado de su cama; Reyko, introducido en la boca; Abdel, en el interior del vehículo, y este que tiene aquí se lo extraje yo misma del bolsillo al tipo que intentó asesinar a Rezek.
—¿Habría alguna forma de interrogar al tipo?
—Lo dudo. Está muerto. Lo atamos a una silla, y aunque Rezek intentó hacerle hablar, no consiguió que nos dijera nada. Aun estando atado a la silla, consiguió levantarse y arrojarse contra una ventana. Voló desde una quinta planta.
—¿Se inmoló?
—Puede decirlo así. Pero la palabra «inmolación» tiene una vertiente más religiosa —precisó Afdera.
—Puede ser, pero ¿no le parece que este octógono de tela, con esta frase en latín, puede tener más relación con un asesinato ritual o religioso que con un asesinato común?
—Tal vez tenga razón. Usted es el policía.
—¿Cuál cree que puede ser la conexión entre todos ellos?
—Mi libro.
—¿De qué libro habla?
—Del libro de Judas.
—¿Es que Judas Iscariote escribió un libro? —preguntó Grüber con cierto tono de incredulidad.
—Parece ser que sí, y si no fue él, quizá fuese un discípulo suyo. Un hombre llamado Eliezer.
—Pero ¿no se suicidó tras entregar a Jesucristo?
—Puede ser, pero no está tan claro que se suicidase. Tal vez pudo huir de Jerusalén y refugiarse en Alejandría. Mi libro podría ayudar a comprender no sólo el origen del cristianismo y su acto más sagrado, como es la Pasión de Cristo, sino también el origen de la Iglesia católica tal y como hoy la conocemos.
—¿Me está diciendo que Ransom, Sayed, Reyko, su amigo Badani y Hoffman pudieron ser asesinados por haber estado demasiado cerca de su libro?
—No se lo estoy diciendo, lo estoy afirmando. Liliana, Reyko, Abdel y Hoffman tal vez fueran asesinados por la misma mano por haberse acercado demasiado a la palabra de Judas.
—Lo que sí me queda claro es que esa mano debe de ser muy larga y bastante poderosa como para extender sus tentáculos en Egipto y Suiza.
—¿Por qué lo dice?
—Le aseguro, señorita Brooks, que no es tan fácil conseguir un asesino con cierta habilidad para enviarlo a matar a una mujer en Alejandría, a un tipo en el sur de Egipto, a un científico en Thun y a otro en El Cairo. Para eso se necesita poder, dinero y unos amplios conocimientos en materia de información y logística. Me está diciendo que alguien ha enviado asesinos a Egipto y a Suiza para matar a todos aquellos que han accedido a su libro. El que ordena esas ejecuciones está claro que debe ser lo suficientemente poderoso como para no importarle que sus asesinos dejen una pista tan clara como un octógono de tela. O se trata de un asesino en serie bastante estúpido, o de un grupo de asesinos bajo una misma dirección, según su octógono de tela. Pueden incluso ser una secta como aquella de los
ashashin
de las montañas de Alamut.
—¿Me está diciendo que puede existir una secta como la de los
ashashin
en pleno siglo XX?
—¿Y por qué no? ¿Por qué cree que hoy día no podría existir una secta como la de los
ashashin
, liderada por un hombre poderoso que envía asesinos para liquidar a todos aquellos que estén relacionados con su libro de Judas? Cada día vemos en las noticias de televisión actos como los de esos tipos iraníes y palestinos que se arrojan con un camión cargado de explosivos contra un cuartel o contra una embajada. Ellos lo hacen creyendo en que Dios o Alá, o como quiera llamarlo, los premiará una vez que lleguen al paraíso, así que, ¿por qué cree que no puede existir un grupo así formado por católicos? ¿Es que piensa que todos los católicos creen en la inviolabilidad del quinto mandamiento? Si fuese así, yo ya no tendría trabajo y podría dedicarme a mis orquídeas y a mi jardín.
—Perdone, inspector, pero me cuesta creer que en pleno siglo XX actúe una secta como la que apareció en el siglo XII en Asia. Y, según su teoría, ¿quién puede ser Hassan Sabah, el Viejo de la Montaña de Alamut?
—Tal vez el Papa, o algún otro miembro de la alta jerarquía de la Iglesia católica.
—¿Está hablando en serio? No puedo creer que el Sumo Pontífice de Roma envíe por todo el mundo a sus guardias suizos vestidos con sus ridículos uniformes multicolores a matar a científicos relacionados con mi libro. De verdad, no puedo ni siquiera imaginarlo.
—Dígame una cosa, señorita Brooks, ¿qué sucedería si se descubre en su libro que Jesús no murió en la cruz como dice la Iglesia?
¿Qué ocurriría si se descubriese que tal vez Judas no delató a Jesús y que incluso sobrevivió y se hizo viejo junto a su mujer, sus hijos y sus nietos? ¿Y si se descubriese que el crucificado no fue Jesucristo, sino una mujer, o Pedro, o Juan? ¿Quién sería el principal perjudicado?
—La Iglesia católica. Aun así, inspector, me cuesta mucho imaginar al Papa de Roma enviando a tipos vestidos de soldados suizos o vestidos de curas para matar a gente por varias ciudades del mundo.
—Pues yo llevo más de treinta años como policía y le aseguro que he visto de todo y mi teoría no es nada descabellada viendo su octógono de tela con esa frase en latín. Le aseguro que un asesino en serie no se toma tantas molestias para matar a alguien. Un asesino en serie mata en ambientes sociales que él puede controlar y además intenta que la policía conozca sus crímenes para aumentar su vanidad. A ningún asesino en serie se le ocurriría coger un avión a Egipto para eliminar a una mujer en Alejandría, coger después otro avión a Suiza y asesinar a un hombre en Thun —replicó Grüber.
—¿Investigará usted todo lo que le he contado?
—Sí. Incluso solicitaré a un juez de Berna que pida los informes de las muertes de su amiga y del excavador a la policía de El Cairo, pero no le prometo nada. Lo que sí me preocupa ahora es que si esa secta se encargó de Hoffman, ¿qué le impedirá ir a por el resto de miembros del equipo de científicos que restauraron su libro?
—¿Cree usted que debería poner escolta a John Fessner, Burt Herman, Efraim Shemel y Sabine Hubert? —propuso Afdera.
—Ya me gustaría, pero esto no es Estados Unidos. Aquí no tenemos agentes suficientes como para poder escoltar durante meses a cuatro personas.
—A cuatro científicos en peligro de muerte...
—Como quiera usted llamarlo. El hecho es que no tengo tantos agentes disponibles. Aunque no lo crea, necesitaría policías que hasta esta misma mañana estaban dirigiendo el tráfico en el centro de Berna y no quiero ponerlos en peligro si deben enfrentarse a esos asesinos del octógono. Estoy seguro de que esos tipos están más preparados para matar que cualquiera de mis agentes. Lo máximo que harían ellos ante uno de esos asesinos sería ponerle una multa de tráfico.
—¿Qué cree que puede hacer? Herman, Shemel y Fessner regresan mañana a sus países, pero Sabine Hubert vive aquí.
—En ese caso estarán bajo vigilancia hasta que se vayan. Después informaremos a las autoridades de sus respectivos países para que oficialmente se ocupen ellos. El caso de Sabine Hubert es diferente, ya que ella es ciudadana suiza y reside aquí. Desde esta misma noche, tendrá una patrulla de la policía en la puerta de su casa. La protegeremos. No se preocupe.
—De acuerdo, inspector. Le agradezco mucho todo lo que está haciendo. Ahora debo irme. Si me necesita, estaré en mi casa de Venecia a partir de pasado mañana. Mañana viajaré a Ginebra, porque tengo una reunión allí. Sólo le pido que me tenga informada de todo y que cuide de Sabine y del resto del equipo.
—Yo le pido lo mismo a usted. Cualquier cosa que descubra, le ruego que la comparta conmigo. Usted no tiene a nadie que la ayude en este asunto, y por mi parte, dudo mucho que en mi entorno haya alguien que dé crédito a esta historia de asesinos que actúan por el mundo en el nombre de Dios por orden del Papa —dijo Grüber con una sonrisa sarcástica.
—Muy bien, le llamaré.
Mientras se dirigía en taxi hasta su hotel, Afdera sacó el diario de su abuela y escribió un «sí» al lado del nombre de Werner Hoffman. Con él eran ya cuatro las víctimas de ese misterioso grupo del octógono. En ese momento miró su reloj. Aún le quedaban algunas llamadas por hacer antes de su cita para cenar con Sabine. Necesitaba hablar con su hermana Assal.
—Rosa, soy Afdera. Tengo que hablar con mi hermana. Es urgente.
—De acuerdo, señorita Afdera, ahora mismo la llamo.
Tras unos segundos de espera, Afdera escuchó los pasos de su hermana Assal corriendo en dirección al teléfono.
—Hola, hermanita, ¿cómo estás? —la saludó Assal.
—Muy bien. Necesito tu ayuda.
—Perfecto. Dime lo que quieres.
—Cuando la abuela te pidió que catalogaras las piezas de la Ca' d'Oro, tuviste que investigar en los archivos de Venecia, ¿no?
—Sí, me hice toda una experta. ¿Qué necesitas?
—¿Te ha dicho algo Sampson sobre el asunto en el que estoy metida?
—Ya sabes que Sampson es de pocas palabras, y si encima es algo que tú le has encargado, todo se rodea de misterio y no me comenta absolutamente nada. Todavía no me ha llamado para decirme dónde anda metido. Lo único que sé es que le enviaste a Londres para arreglar unos papeles, claro que yo no me lo creo. Espero que cuando nos casemos te busques otro abogado, hermanita. Lo quiero sólo para mí.
—Te lo prometo.
—Bueno, ahora dime, ¿qué quieres?
—¿Conoces algún vestigio del paso de tropas o soldados varegos por Venecia?
—¿Los escandinavos?
—Sí, eso es. Necesito que busques en el Archivo de Estado de la Serenísima o en la Biblioteca Marciana del Palacio de los Dogos algún indicio del paso de tropas varegas por Venecia. Es muy importante.
—¿Tienes alguna pista en particular?
—Al parecer, después de la séptima cruzada, Luis de Francia, acompañado de varios caballeros, se retiró de Egipto llevando consigo nuestro libro de Judas y un documento firmado por un tal Eliezer. El rey dividió a sus caballeros. Unos se dirigieron al sur de Egipto con el libro, mientras que otros continuaron con el documento de Eliezer hacia San Juan de Acre. Después se pierde la pista. Según parece, dos de los caballeros, que eran hermanos, se separaron. Uno se quedó en Acre mientras el otro, posiblemente con el documento de Eliezer, se dirigió hacia una ciudad que denominan el Laberinto de Agua, la Ciudad de las Siete Puertas de los Siete Guardianes...
—¿Y qué tienen que ver los varegos con esta historia y con Venecia?
—Parece ser que ese caballero iba fuertemente escoltado por unidades varegas a su paso por Antioquía y el Pireo y posiblemente con alguno de ellos llegó hasta Venecia, si es que ese Laberinto de Agua es realmente Venecia.
—¿Es segura esta información?
—He hablado con Leonardo Colaiani...
—¿El medievalista?
—Sí, ¿lo conoces?
—Sólo de nombre. Algunos de sus libros me ayudaron a catalogar ciertas piezas de la Ca' d'Oro, como los bustos de la Masacre de los Inocentes. Es uno de los grandes especialistas en la Edad Media. ¿Lo conoces tú?
—Sí, estuve con él.
—Me han dicho que es muy atractivo.
—Sí que lo es, pero también es una serpiente que puede morderte en cualquier momento —aclaró Afdera.
—¿Y qué pinta Colaiani en todo esto?
—Te lo explicaré. Colaiani y un tipo llamado Charles Eolande trabajaron para un griego, Vasilis Kalamatiano. Estuvieron durante años siguiendo el rastro del libro de Judas e intentando localizar el documento de Eliezer, el supuesto ayudante o escriba de Judas. Consiguieron trazar la ruta de los caballeros y los varegos desde Damietta a Acre, de Acre a Antioquía y de Antioquía al Pireo, y allí perdieron la pista histórica. Con el paso del tiempo, Kalamatiano se puso nervioso a causa de los escasos progresos en la investigación y los despidió a los dos. Allí acabó toda la aventura para intentar localizar el rastro de los cruzados. Colaiani me habló de los varegos que acompañaban a uno de los caballeros del rey Luis de Francia y, tal vez, si pasaron por Venecia, dejasen algún rastro. Por eso necesito que te sumerjas en los archivos de Venecia y busques si hay algo semejante. Es muy importante.
—¿Qué pasa si encuentro algo?
—Me lo dices sólo a mí y a nadie más. Nadie debe saber lo que estás buscando. ¿Me has entendido?
—Sí, hermanita. Sólo debo decírtelo a ti y a nadie más. Por cierto, ¿cuándo vuelves a Venecia?
—Estoy en Berna y mañana tengo una reunión importante en Ginebra. Volveré a Venecia pasado mañana. Te dejo, tengo que arreglarme. Esta noche voy a cenar a casa de Sabine Hubert, la restauradora del libro.
—¿Sabes cuándo regresa Sampson de Londres?
—¿Por qué debería saberlo?
—Porque sólo realiza viajes misteriosos después de hablar contigo.
—Pues no lo sé, pero se lo puedes preguntar a él. Tenía que ir a Londres a revisar unos papeles de la abuela y después irá a Venecia. Estoy segura de que volverá en pocos días junto a ti. Ahora, hermanita, tengo que colgar. Te quiero mucho.
—Yo también a ti. Cuídate mucho —le advirtió Assal.
—Tú también, y acuérdate de que no debes decirle a nadie lo que estás buscando.
A pocos kilómetros de allí y a esa misma hora, un desconocido, disfrazado de técnico de la compañía telefónica y con una pequeña maleta negra de herramientas, entraba en el edificio de una céntrica calle de Berna. Sin hacer el menor ruido, subió las escaleras hasta la segunda planta. Cuando el único sonido que podía oírse era el de su respiración, se dispuso a sacar de su bolsillo una ganzúa que introdujo en la cerradura del piso C.