Read El laberinto de agua Online
Authors: Eric Frattini
—Buenos días. Creí que iba a haber aquí un buen número de abogados suizos dispuestos a negociar cualquier punto del acuerdo —dijo Sampson.
—¡Oh, no! En la Fundación Helsing solemos evitar cualquier contacto con los abogados. Espero que no le moleste.
—No se preocupe, a mí tampoco me gustan los abogados, a pesar de pertenecer a su gremio —respondió Sampson con una falsa sonrisa—. Pasemos al asunto que nos ocupa. Le traigo tres copias del contrato que hemos dispuesto para la transferencia del evangelio de Judas a su mecenas a través de la Fundación Helsing, que actuará como intermediaria de la operación
—Me gustaría leerlo tranquilamente, si no le parece mal.
—En absoluto. ¿Podrá hacerlo en una hora?
—Perfecto, así lo haré. Mi secretaria le acompañará hasta una sala en donde podrá esperar. Si desea algo, no dude en pedírselo a ella —dijo Aguilar.
Justo sesenta minutos más tarde, la secretaria apareció en el salón en donde Hamilton leía los periódicos del día.
—¿Señor Hamilton? ¿Puede usted acompañarme?
—Por supuesto.
De nuevo en la gran sala de juntas, Aguilar se dirigió al abogado de Afdera Brooks.
—He leído el documento con suma atención. Estoy de acuerdo con todos los puntos expuestos y así se lo haré saber al comprador. Una vez que estemos todas las partes de acuerdo, yo firmaré en nombre del comprador y usted en nombre del vendedor. A continuación, informaré al comprador que ya es formal y oficialmente el propietario del libro, dando orden automática de depositar en la cuenta en Suiza que usted reseña en el documento la cantidad de ocho millones de dólares. Una copia del material utilizado para su restauración será depositada en los archivos de la Fundación Helsing y una segunda copia será enviada a la señorita Afdera Brooks en Venecia. Ni la Fundación Helsing ni la señorita Brooks podrán hacer uso de este material sin permiso expreso del nuevo propietario del libro. Este acuerdo quedará bajo la jurisdicción de los tribunales de Suiza, Estados Unidos y Gran Bretaña.
—Perfecto. Si ha quedado todo claro, firmemos —propuso Sampson Hamilton.
Los dos hombres extrajeron de sus bolsillos sendas plumas Montblanc y rubricaron la veintena de páginas que conformaban el acuerdo.
—Brindemos por el buen fin de nuestro acuerdo —propuso Aguilar, descorchando ruidosamente una botella del mejor champán francés.
—Lo siento, no bebo. Sólo espero que tanto su misterioso comprador como usted y su fundación cumplan con su palabra. Le aseguro que no deseará encontrarse conmigo ante un tribunal.
—No se ponga así, amigo Hamilton. El comprador cumplirá con lo estipulado. Y ahora, ¿qué tiene previsto hacer? ¿Quiere cenar conmigo esta noche? —preguntó Aguilar.
—Lo siento, mañana debo viajar temprano a Estados Unidos, a Colorado exactamente, a arreglar varios asuntos de mi clienta.
—Es una zona maravillosa, sobre todo si tiene usted tiempo de practicar el esquí.
—Es un viaje de trabajo. No creo que tenga mucho tiempo. De cualquier forma, muchas gracias por el consejo. Intentaré hacerle caso —dijo el abogado, poniéndose en pie para despedirse del director. Antes de salir de la sala, Hamilton se giró hacia Aguilar y añadió—: Por cierto, mi clienta, la señorita Brooks, tiene previsto venir a Berna para despedirse personalmente del equipo que ha llevado a cabo la restauración del libro. ¿Cuándo cree que dejarán Suiza?
—Su dienta tiene al menos una semana para despedirse de ellos antes de que regresen a sus países.
—De acuerdo, dígales que se reunirá con ellos esta misma semana.
Ya en la soledad de su despacho, Aguilar pidió a su secretaria que no le pasase ninguna llamada ni le molestase. Tras meterse en la boca un caramelo de menta, marcó los prefijos de Hong Kong.
—¿Dígame?
—Buenas tardes, deseo hablar con el señor Delmer Wu.
—¿Quién pregunta por él?
—Soy Renard Aguilar, de la Fundación Helsing. Dígale al señor Wu que tengo su pedido. Él lo entenderá.
Dicho esto, colgó el aparato.
Le quedaba todavía la llamada más difícil de hacer. Debía informar sobre el libro de Judas a monseñor Mahoney, el secretario del poderoso cardenal Lienart.
—Secretaría de Estado Vaticana, dígame.
—Por favor, deseo hablar con monseñor Mahoney, secretario de su eminencia el cardenal Lienart. Es urgente. Dígale que le llaman desde Berna, de la Fundación Helsing.
—De acuerdo, espere un momento —dijo el diplomático de guardia.
Una música con coros de voces angelicales inundó la línea. De repente se interrumpió.
—¿Señor? Un momento. Le paso con monseñor Mahoney.
La voz de Emery Mahoney parecía severa al otro lado de la línea. Aquel tipo no le caía demasiado bien a Aguilar. «Parece la voz de su amo», pensó.
—¿Qué desea, señor Aguilar?
—Buenos días, monseñor. Tan sólo le llamaba para informarle de que estamos intentando cerrar las negociaciones con el abogado de la señorita Brooks. Estoy seguro de que en pocos días podré decirle algo más sobre ese libro hereje. Le llamaré para indicarle que envíe usted a alguien a buscarlo. Ya sabe que estoy totalmente de acuerdo con su eminencia, el cardenal Lienart, de que ese texto debería estar bajo el control de Nuestra Santa Madre Iglesia.
—Le comunicaré a su eminencia lo que usted me ha transmitido. Espero que todo siga su curso sin el menor problema. Ya sabe usted, querido Aguilar, que a su eminencia le disgusta cualquier traba o intromisión en los intereses de la Iglesia —le advirtió Mahoney.
—Lo sé, monseñor. No habrá problemas por ninguna de las partes y en pocos días estoy seguro de que el Vaticano tendrá bajo su control el libro hereje. No se preocupe, se lo prometo.
—Que así sea. ¿Desea informar de algún asunto más?
—No sé si tendrá importancia para usted o para su eminencia el cardenal Lienart... —dijo Aguilar.
—Deje que sea yo quien lo decida. ¿De qué se trata?
—Hamilton, el abogado de la señorita Brooks, me ha comentado que tiene previsto viajar a Colorado para arreglar unos asuntos de su dienta. No sé si esta información será importante, y si lo es, creo que debería ser recompensado por ello.
—Nunca sabemos cuál es en realidad el camino correcto que debemos seguir, querido Aguilar, pero lo único que sabemos es seguir adelante aun cuando no estamos seguros de lo que sucederá. Buscamos respuestas, le damos vueltas en nuestra mente en busca de una cierta luz y decidimos: «Esto es lo que debo hacer y lo hago». Pero de repente aparece un nuevo problema al preguntarnos si hicimos lo correcto o no. Ésta es la cuestión. Usted no sabrá si lo ha hecho bien, y nunca lo descubrirá aun cuando le paguemos por ello —respondió el obispo Mahoney justo antes de colgar el teléfono.
* * *
Ciudad del Vaticano
La llamada de Renard Aguilar había dejado intranquilo a monseñor Mahoney. Tal vez ese Hamilton pretendía meter sus narices en asuntos que no eran de su incumbencia. Quizá ese viaje fuese para intentar cerrar algún capítulo que el Círculo Octogonus había dejado abierto hacía casi veinte años. Aquello podría ser peligroso, así que el obispo Mahoney decidió consultar con el cardenal Lienart.
Se dirigió hasta el despacho del secretario de Estado. Monseñor Mahoney golpeó la puerta tres veces antes de escuchar la voz de Lienart.
—Adelante, pase, monseñor Mahoney —le invitó Lienart—. Pase y cierre la puerta, por favor.
—
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
—respondió el cardenal, tocando levemente la cabeza de su secretario.
—Deseo hacerle una consulta, eminencia.
—¿Es tan urgente como para sacarme de una reunión con los responsables de la Primera y Segunda Sección?
—Puede que no sea nada, pero también puede que sea algo peligroso para nuestro Círculo.
—¿De qué se trata?
—Acabo de hablar con Aguilar, el director de la Fundación Helsing de Berna.........
—Sí, sí, ya sé quién es, pero, dígame, ¿cuál es el problema?
—Me dijo que el abogado que está negociando la venta del libro de Judas va a viajar a Colorado para arreglar varios asuntos de su clienta, Afdera Brooks. Usted sabe que el Círculo estuvo implicado en la muerte de los padres de esa joven, y si el abogado llega a descubrirlo, pueden ponerse las cosas difíciles para nosotros.
—¿Y qué propone usted?
—Enviar a Colorado a los hermanos Osmund y Ferrell para vigilar de cerca a ese Sampson Hamilton. Si el abogado se acerca demasiado a algún secreto que ponga en peligro el Círculo Octogonus, les ordenaré que actúen para impedirlo.
—¿Quiere preguntarme algo más o, por el contrario, puede usted solucionarlo solo? —dijo Lienart.
—Los cuatro científicos han terminado de restaurar y traducir el libro de Judas. ¿Qué quiere que hagamos con ellos? —preguntó el obispo.
—Cuando los tres abandonen Berna, que el hermano Alvarado se ocupe de esa mujer de la que ahora no recuerdo su nombre... —ordenó el cardenal August Lienart.
—Sabine, Sabine Hubert.
—Que así sea, querido Mahoney, y después ocúpese usted de que el resto del equipo quede silenciado para siempre.
—¿Y Renard Aguilar?
—Mientras pueda seguir siéndonos de utilidad, le utilizaremos. El día en que ya no nos sirva para nuestra sagrada labor, será el momento de enviar su alma con Dios Nuestro Señor.
—A sus órdenes, eminencia. Lo prepararé todo y convocaré a los miembros del Círculo que deben asumir sus nuevas misiones.
—Puede retirarse. Por cierto, deberá usted comenzar a asumir mayores responsabilidades dentro de nuestro Círculo. Según parece, Su Santidad no goza de tan buena salud como cabría esperar de un campesino del Este. ¡Quién sabe si se convocará un nuevo cónclave en fechas no muy lejanas! Si eso ocurriera, tendré que estar preparado, y si usted no es capaz de controlar el Círculo, tal vez debería pensar en el padre Alvarado o en el padre Ferrell para sustituirle en tan difícil y delicada misión. Podría sopesar incluso la posibilidad de enviarle a usted a un monasterio en Polonia para que pueda dedicarse a la oración y a la vida contemplativa.
—Pero, eminencia, yo...
—Si usted no está preparado, puede irse ahora mismo y abandonar nuestra sagrada misión, encomendada a los miembros del Círculo Octogonus. Si está dispuesto a continuar desempeñando su trabajo, deje de quejarse, abandone sus miedos y actúe por sí solo, querido Mahoney. El hombre que más ha vivido, monseñor, no es aquel que más años ha cumplido, sino aquel que más ha experimentado en la vida. Ya es hora de que acepte tomar decisiones y no esperar que sean otros quienes lo hagan por usted.
—No creo estar capacitado para asumir esa responsabilidad, eminencia.
—Querido Mahoney, las suposiciones siempre son malas para el espíritu. El hombre pasa su vida razonando sobre el pasado, quejándose del presente y temblando por lo venidero, y usted es un perfecto ejemplo de ello. Actúe sin remordimientos, ya que cada hombre puede mejorar su vida mejorando su actitud. El mejor ejemplo de nuestra misión, la del Círculo Octogonus, es esa frase que dice que la guerra es una masacre entre personas que no se conocen para beneficio de otras que sí se conocen, pero que no desean masacrarse. Estos últimos somos, querido Mahoney, usted y yo. A partir de aquí es donde usted debe elegir en qué lado quiere estar. Píenselo y comuníqueme su decisión cuanto antes. No me gustaría tener otro padre Reyes con dudas entre nosotros. Si sucede eso, tal vez tendría que ordenar acabar con esa plaga que genera tantas dudas en algunos de los miembros de nuestro Círculo. Buenos días, monseñor.
Fructum pro fructo
—dijo el cardenal, señalando a Mahoney la puerta de salida de su despacho. —
Silentium pro silentio,
eminencia.
Ya en su despacho, monseñor Emery Mahoney descolgó el teléfono rojo que había sobre su mesa y conectó el sistema de antiescucha. Seguidamente marcó el número del Casino degli Spiriti, en Venecia.
—
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
—respondieron al otro lado de la línea.
—Soy el hermano Mahoney.
—Soy el hermano Ferrell. Dígame, hermano.
—Tengo nuevas órdenes. Usted y el hermano Osmund partirán mañana mismo a Aspen, en Colorado, e intentarán localizar a un abogado llamado Sampson Hamilton.
—¿Tiene alguna orden concreta, hermano Mahoney?
—Por ahora lo único que deseo es que ustedes sigan de cerca a ese tal Hamilton. Deberán informarme antes de tomar cualquier decisión. No adopten ninguna medida sin consulta previa. Sólo yo podré ordenar una acción concreta contra ese abogada Nadie más que yo. Mañana mismo les haré llegar una fotografía reciente de ése hombre.
—¿Y si recibimos una orden concreta del gran maestre? —preguntó Ferrell.
—No creo que eso llegue a suceder.
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
—respondió Ferrell.
Mahoney debía hacer una nueva llamada. Esta vez a un pequeño piso en el casco histórico de Berna regentado por monjas.
—Hermana, soy el obispo Mahoney y deseo hablar con el padre Septimus Alvarado.
—Un momento, monseñor, ahora mismo le aviso —dijo la religiosa.
Unos instantes después, Mahoney oyó la respiración de Alvarado al otro lado de la línea.
—
Fructum pro fructo
.
—
Silentium pro silentio
—respondió Alvarado.
—Tengo instrucciones concretas para usted, hermano Alvarado.
—Dígame, le escucho atentamente.
—Su nuevo objetivo será una mujer llamada Sabine Hubert. Es la persona que ha dirigido la restauración y traducción del libro hereje de Judas. Debe pagar por ello. Sabe demasiado sobre ese libro y el gran maestre no desea que siga siendo así.
—¿Cuándo debo dar el golpe?
—Sólo cuando los otros tres miembros del equipo hayan abandonado el país. No deseamos que la policía pueda relacionar nuestro Círculo con Hoffman, Hubert y el resto. ¿Cree que el padre Pontius podría ocuparse de Fessner? —preguntó Mahoney, refiriéndose al científico canadiense experto en análisis por radiocarbono.
—Creo que sí está preparado. De cualquier forma, no se preocupe, hermano Mahoney, yo le ayudaré en su tarea.
—De acuerdo, pero no puede quedar ninguna pista de Fessner. La policía no debe encontrarlo. Si lo hacen y relacionan al Círculo con Hoffman, Hubert y Fessner, podrían llegar hasta nosotros y deseamos que eso no suceda, ¿no es así, hermano Alvarado?