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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (36 page)

BOOK: El jardín de los perfumes
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«La gran Rosa Montez, musa de Lorca, la mejor bailaora de Andalucía —pensó—. ¿Quién soy ahora? Nadie. Una sombra.»

Recortado contra la luz del pasillo, mientras se sujetaba con horquillas el pelo, vio la forma familiar de su perfil, sus brazos, sus pechos, el oscuro lustre de su vestido rojo; pero su corazón, su alma no estaban. Cerró los ojos deseando irse, deseando estar con Jordi.

—¡Rosa! —la llamó Macu desde la planta baja—. ¡Vamos! ¡Llegarás tarde! —Luego oyó sus pasos subiendo la escalera.

Cuando su amiga llegó a la puerta, parpadeó dos veces.

—¿Todavía no estás lista? —Tenía la voz tensa de miedo. Entró en la habitación—. Vámonos —le insistió—. Sospechará si llegas tarde. Déjame ayudarte. —Cogió la peineta de carey y se la puso en el pelo. Las púas se le clavaron en el cuero cabelludo, tensándole el pelo. De perfil parecía una reina—. ¿Estás bien?

Rosa asintió en silencio, temiendo que, si hablaba, la amabilidad de Macu soltaría las lágrimas que intentaba contener.

—Recuerda que esto es por Jordi. Bailas por todos nosotros —le dijo en voz baja, y dio un respingo cuando oyó la puerta de un coche cerrarse fuera.

Rosa escuchó, con el corazón acelerado, oyendo la grava que crujía bajo unas botas que se acercaban a la casa.

—¡Macu! —gritó Vicente desde abajo—. ¿Dónde estás?

Rosa se envaró. El momento había llegado. Todavía tenía tiempo de escapar. Buscó el guardapelo. No estaba.

—Dile que ahora voy. —Le apretó la mano—. Todo irá bien.

—¡Macu…! —bramó Vicente—. Ignacio te espera.

De nuevo sola, Rosa abrió las persianas de para en par y miró el jardín que había llegado a amar. Se sacó del bolsillo del viejo vestido negro la fotografía de Jordi y la suya. Había mirado a la cámara con una pasión de la que ya nada quedaba, retadora. Era la única foto que tenía de él. Jordi sonreía, con chispas en los ojos, enamorado.

Alisó la foto con el pulgar, recordando cómo se había sentido pasándole los dedos por los rizos oscuros y cálidos que le llegaban a los hombros la última vez que lo había visto, cómo sus pestañas le acariciaban la barbilla cuando Jordi le besaba el cuello.

«Te quiero —pensó—. Siempre te querré.» no sabía qué hacer con las fotografías ahora que no las llevaba protegidas en el guardapelo. Vicente las destruiría. Se agachó, buscando una rendija entre las tablas del suelo. Luego se acordó de la que estaba suelta en su habitación y corrió por la casa sin hacer ruido. Se detuvo al lado de la cama y las metió por la rendija, dejándolas caer en la oscuridad. Ya las recuperaría luego.

Cuando oyó el sonido de sus tacones en la escalera, Vicente se volvió. Su irritación desapareció cuando se le acercó, con el deseo latiéndole en las venas, líquido e imparable.

—Rosa, Rosa… —susurró, acariciándole el vientre hinchado bajo la falda larga del vestido rojo—. Así que mi palomita ha vuelto a casa. Llegas justo a tiempo. El general ha mandado su coche —dijo orgulloso—. ¿Dónde has estado esta vez? Llevas días fuera.

—No es asunto tuyo.

—Me parece que le has llevado la niña a la inglesa, ¿no es así, Rosa? A quién le importa. No tardaremos en tener a nuestro propio hijo. —Retrocedió—. Bueno, ¿qué te parece? Se pasó la mano por el uniforme nuevo.

—Tienes pinta de cerdo fascista.

Él titubeó. Ya no era el héroe, solo el hijo mayor de un campesino valenciano. Pero como todos los depredadores, olía el miedo, y cuando vio inseguridad en los ojos de ella, la miró con avidez. Estaba al mando. Su mano firme en los riñones la dirigió hacia la puerta donde esperaba Macu y abrió los dedos, tanteándole la cadera mientras ella caminaba. Las mujeres intercambiaron una última mirada, llena de todo lo que no se habían dicho, de todos los sueños que habían quedado en nada. Rosa alzó la barbilla y caminó en la oscuridad nocturna.

Mientras iban en coche hacia la ciudad, Rosa se preguntó: «¿Es así como se siente una en su último viaje?» Pensó en todos los hombres que habían llevado por ese camino a «dar un paseo». Pasaron junto a casas oscuras en las que estaba habituada a ver luz cálida y oír el sonido de música y voces. Todo había desaparecido. La gente había huido o había desaparecido. Cuanto más se acercaban a la ciudad, más fuerte era el olor de los incendios, de la carnicería.

—Cierra la ventanilla, Rosa, no es…

—No. Quiero recordar esto.

En el primer control, el coche se detuvo. Unos soldados comprobaron sus documentos y miraron a los pasajeros. Vicente se asomó.

—Rápido —ladró—. Sacad a esa gente de la carretera. El general nos está esperando.

Rosa vio que el soldado abría unos ojos como platos, sorprendido.

—Sí, señor.

Tocó el cristal frío cuando pasaron la riada de gente pálida de agotamiento y de miedo. El corazón le martilleaba en el pecho. ¿Y si lo veía entre aquellas personas? ¿Y si Jordi no había llegado a tiempo a la costa?

Las hermosas cúpulas azules de la ciudad brillaban a la luz tenue como siempre y el Turia seguía fluyendo, pero todo era distinto. Se unieron a un convoy de vehículos militares y Rosa vio a un hombre al que arrastraban a un edificio de apartamentos, con su mujer agarrada, gritando, a sus piernas. Los soldados la metieron a empujones en el patio e hicieron retroceder a los aterrorizados niños hacia la oscuridad del portal. Cuando pasaban, Rosa estiró el cuello, oyó los gritos de la mujer, «¡no, no, no!» y vio un soldado de uniforme levantar la culata del fusil y descargarla contra la cabeza del hombre, que cayó en la alcantarilla.

Rosa juró entre dientes.

—Esto es solo el principio —dijo Vicente—. Van a arrancar todo lo podrido.

—¿Me estás amenazando?

—¿A ti, querida? —Le cogió la cara—. No. Tú eres mía. ¿Y Macu? Bueno, si tu amiguita baja la cabeza, entonces estará segura con los Santangel también. —Se palmeó el bolsillo y sacó una funda de piel—. ¿No puede conducir más rápido? —le dijo irritado al conductor, encendiendo el puro.

—Lo siento. —El conductor le señaló los camiones y los tanques que los precedían.

Vicente consultó la hora.

—Iremos caminando desde aquí.

—¿Está seguro de que no hay peligro, señor?

—¿Está poniendo en duda mi criterio?

—No, señor.

El conductor miró hacia delante y se acercó despacio a la cuneta.

Vicente rodeó el coche hasta la puerta de Rosa. Mientras él comprobaba la calle, Rosa miró la pistolera que llevaba a la cintura.

«Podría dispararle.» Se imaginó a ambos caminando por las calles de detrás del palacio, besándolo y metiéndose en la oscuridad de un patio. Luego, un solo disparo. Se vio corriendo descalza por la calle, cogiendo una sencilla enagua de algodón de algún tendedero. Se imaginó caminando de noche, escondiéndose de las patrullas hasta llegar a la costa al amanecer, justo cuando llegaban las barcas, corriendo por la playa hacia Jordi, abrazándolo, riendo entre la espuma.

Vicente abrió la puerta y ella parpadeó y se apeó mecánicamente del coche. Miró a su alrededor: cuatro soldados se bajaron del coche que los seguía. Por supuesto, llevaban escolta. Vicente miró calle abajo y se sacó ostentosamente la pistola de la funda y la llevó del brazo, guiándola por las familiares calles y callejones de la parte trasera del palacio del marqués de Dos Aguas. A esa hora de la noche, pensó Rosa, los cafés estarían abiertos, los niños jugando en la calle con los perritos que corrían y saltaban mientras los padres estaban sentados bajo las estrellas, comiendo tapas y bebiendo. Pero las calles estaban horriblemente silenciosas. El olor de los incendios impregnaba el aire. Las tiendas y los cafés estaban cerrados a cal y canto. Lo único que oía Rosa era a los soldados caminando detrás de ella y su propia respiración. Tenía un nudo en la garganta.

—¿Está a salvo? —dijo en voz baja.

—Ahora no…

Ella apartó el brazo.

—¿Está a salvo Jordi?

La mirada de Vicente se endureció.

—Hice un trato, ¿no?

—Si alguna vez me entero de que lo has traicionado…

—¿Qué harás?

Rosa tropezó a propósito y se agachó a mirarse el zapato. Él se agachó despacio a su lado, con el cañón de la pistola rozando los adoquines. Sin mirarlo, le dijo en un susurro:

—Te lo haré pagar. —Levantó los ojos hacia él—. Me tienes ahora. Tienes mi palabra. Estoy comprando su libertad con mi cuerpo. Pero nunca jamás tendrás mi alma.

Vicente la agarró fuertemente por la muñeca.

—Mujer estúpida. —Se le acercó y ella notó su aliento en la oreja, olió el tabaco—. No es tu alma, ni tu corazón, ni tu amor… sea lo que sea que tanto valoras… lo que siempre he querido. —Ella quiso soltarse, pero la mantuvo firmemente sujeta—. Esta noche y todas las noches estarás en mi cama. Te haré olvidar la existencia de mi hermano.

A Rosa se le revolvió el estómago cuando su diente de oro le mordió el lóbulo de la oreja y con la lengua le recorrió el cuello.

—Te tengo y tú llevas a nuestro hijo. —La soltó y ella se apartó, temblando—. ¿Tienes frío? —le preguntó, lo bastante alto para que lo oyeran los soldados.

Rosa se volvió para mirarlos y negó con la cabeza. De camino, pasaron por un patio iluminado por las llamas. Las pesadas puertas estaban abiertas y Rosa vio a unos soldados nacionales riendo y fumando alrededor de un fuego y, detrás de ellos, un cuerpo en el suelo, con los pies desnudos y sucios saliendo de la sombra de un muro lleno de impactos de bala. Tragó con esfuerzo mientras Vicente le pasaba un brazo por la cintura y la guiaba hacia la calle.

—Eres una mujer sensible, Rosa. Puede que creas que estás haciendo esto por amor, pero mi hermano era un idiota. Tú eres más inteligente que él. Eres una superviviente.

—No. —Negó con la cabeza.

—Sí que lo eres. —Le clavó los dedos en la cadera, atrayéndola hacia sí—. Es una nueva época, Rosa, y merece la pena estar en el bando ganador. —Hizo un gesto con el brazo, abarcando la ciudad—. Todo esto será nuestro. Nuestra gran ciudad se levantará de nuevo y esta vez nosotros estaremos al mando. Tendremos posición y dinero.

Rosa contempló las tallas de la puerta del palacio, los cuerpos retorcidos y la yesería como la cobertura de un pastel de boda de locos… Se le encogió el estómago de miedo.

—¿Qué es esto, Del Valle? —Un oficial se rio—. ¿A pie?

—Hace una noche hermosa para pasear con mi mujer.

—¿Tu mujer? —La miró con una mezcla de curiosidad y lujuria—. Felicidades. ¿Dónde tenías escondida esta belleza? —Se inclinó para besarle la mano.

—Un hombre sabio guarda su tesoro en casa —dijo Vicente.

Rosa parpadeó cuando las puertas se abrieron y dejaron a sus espaldas la oscuridad de la calle. La luz era mareante. Relucía en los candelabros, chispeaba en la fuente cuando cruzaron el patio enlosado. Se levantó los bajos de la falda mientras subían la escalera hacia las habitaciones principales, pasando en sucesión al lado de varios soldados.

—El general está en el
fumoir
—dijo el que los hizo pasar a una antesala—. Pasen a presentarle sus respetos.

Rosa oyó voces masculinas y una risa áspera en el aire cargado de humo de puro. Se llevó el dorso de la mano a los labios e inhaló el aroma fresco de azahar.

—No digas nada a menos que se dirijan a ti —le siseó Vicente mientras el ruido aumentaba.

La habitación le recordó a Rosa un tablero de ajedrez; todo era blanco y negro: el suelo de baldosas, el mobiliario de ébano con incrustaciones de marfil, los uniformes de los soldados. En el centro de la habitación estaba sentada la corte del general conquistador, que observó cómo Vicente guiaba a Rosa hacia él.

—General. —El oficial taconeó—. Permítame presentarle a Vicente del Valle y a su esposa. Contribuyeron mucho al esfuerzo de guerra detrás de las líneas enemigas.

Rosa se estremeció. Le resultaba insoportable que la incluyeran en el doble juego de Vicente.

El general la repasó con los ojos, echando la ceniza de su puro en el cenicero de mármol que tenía junto a así.

—Me estaba preguntando qué le había sucedido a nuestra bailaora.

Rosa lo fulminó con la mirada. Veía que la evaluaba fríamente. Sabía que lo había captado. Había captado que era de estirpe gitana, que era republicana. Se lo imaginó arrastrando a Jordi desde una habitación contigua y arrojándolo al suelo delante de ella, ensangrentado y malherido. Se vio a sí misma aferrándose a él, besándole la cara, sin temor a morir siempre y cuando estuvieran juntos.

Levantó la barbilla, retadora.

—Mi mujer es una bailaora famosa, general. —Vicente le hizo una reverencia—. Por supuesto, Rosa bailará encantada para usted.

—Debo felicitarle, Del Valle. Por lo visto ha domado a una criatura salvaje. Muy hermosa, pero a lo mejor debería cortarle las alas o arrancarle las garras… —Los hombres que había a su alrededor soltaron una carcajada indulgente. Rosa notó su ambición y su deseo fluir hacia ella como petróleo sobre agua.

—Gracias, general. —Vicente se ruborizó de placer.

El general exhaló lentamente una pluma de humo gris.

—Bailará para nosotros esta noche.

—Bailaré —dijo Rosa—, pero lo haré por España.

El general achicó los ojos al oír el desaire. A Vicente se le humedecieron las palmas de sudor. Se sabía derrotado antes de empezar. Podría haber ascendido de rango, obtenido incalculables riquezas; pero aquello… lo leyó en la expresión del rostro de aquellos hombres, aquello no lo olvidarían.

Tendrían suerte si no se los llevaban a «dar un paseo» dentro de nada.

Rosa salió con aire majestuoso al salón de baile, donde las mujeres ya ocupaban las sillas colocadas alrededor de la pista de baile. Mientras cruzaba decidida la habitación, se hizo el silencio. Sus tacones resonaban en el entarimado. Repasó los rostros y reconoció muchos. Esposas de terratenientes, esposas de banqueros, mujeres a las que conocía de la iglesia y del mercado. Mujeres corrientes del lugar que ahora enseñaban a qué bando pertenecían realmente, se dijo. ¿O estaban simplemente asustadas, como todos?

La siguieron con la mirada, algunas tristes y temerosas, otras celosas y malintencionadas. Estas últimas eran las capaces de traicionar a sus vecinos, incluso de incriminar a un inocente por una vieja deuda o una afrenta. Y al final del círculo vio a Macu. Don Ignacio de Santangel la ayudaba a ocupar su asiento. Ignacio no había colaborado con el general, como sabía Rosa, ni se había unido a los nacionales como Vicente, pero había mantenido la cabeza gacha y conservaría buena parte de su fortuna. Los hombres y los soldados entraron detrás de Rosa como un torrente negro fluyendo, para unirse a las mujeres, hasta que la habitación se llenó. Cuando el general se sentó, Rosa notó que Vicente había sido apartado y guiado hacia una silla distante.

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