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Authors: Kate Lord Brown

Tags: #Intriga, #Drama

El jardín de los perfumes (31 page)

El fuego de artillería va en aumento. Es casi el final. Hemos llegado al combate cuerpo a cuerpo. Freya, he matado a un hombre. Nunca olvidaré sus ojos de furia. Era mayor que yo, de unos cuarenta años quizá, pero ¡Dios, cómo luchaba! Nunca más estaré solo. Lo llevaré conmigo. La horrenda presión y los gritos… el brillo espantoso de la bayoneta. ¡Oh! Había disparado contra otros hombres, desde la seguridad de las trincheras, porque creo que hay mucho en juego en esta guerra. Pero esto… ¡Dios mío! Lo llevaré sobre la conciencia toda la eternidad. Intento conservar la verdad en mí, las cualidades que sabes que tengo. He cambiado, pero no permitiré que esto me cambie, si esto tiene algún sentido. Quiero seguir viendo la belleza del mundo, Freya. Lo necesito. No soy Capa, que escribe la poesía de la guerra con sus fotos, una poesía trágica. Me considero un aficionado en comparación. Él está obsesionado, es apasionado, impulsivo: todo lo que yo no soy. Ojalá me pareciera más a él, Frey. Ojalá no supiera lo que es matar a un hombre. Nunca volveré a mencionarlo.

Feliz Año Nuevo. Tu hermano que te quiere,

Charles

Charles dobló la carta y se sentó un rato con la cabeza en las manos. Abandonó gateando el tanque, con el metal frío bajo los dedos ensangrentados. Saltó a la nieve y abrió el encendedor. Con la llama encendió el último cigarrillo y luego una esquina de la carta. La levantó al viento y observó cómo la llama dorada lamía los bordes del papel, que se rizó, se carbonizó y se deshizo, con la ciudad congelada como telón de fondo.

40

VALENCIA, enero de 2002

Caía la nieve tras la ventana. Emma, sentada a su mesa de trabajo, tenía frente a sí el cuaderno de Liberty. Se había pasado horas desembalando los viales de fragancias que su madre había reunido y ordenado por familias aromáticas: cítricos, especiados, herbales, florales, de madera, de piel.

Las otras cajas de mudanza de Londres seguían sin abrir por toda la casa. Lo único que le había apetecido era montar el «órgano», conjurar el espíritu de su madre para tenerla consigo allí.

Con cuidado, desenvolvió el último frasco; era de esencia absoluta de boronia. Lo puso con los otros centenares de viales. En un estante, colocó las botellas vacías y las etiquetas y, en otro, sus ingredientes. Por último centró la escala en el corazón de las gradas de estantes y puso allí una jarra de cristal vacía, lista para empezar a trabajar, aunque no sabía por dónde empezar, a pesar de que tenía clara la fragancia que deseaba obtener: como una melodía apenas recordada que no podía entonar pero que reconocería instintivamente en cuanto la oyera.

Estaba inquieta. Abrió de un manotazo la libreta y se paseó por delante de la ventana, pisando con los calcetines calientes el suelo de madera recién pulido.

Leyó el escrito que acababa de redactar:

España. Algo maravilloso.

La seducción de las flores blancas.

Humo de leña y azafrán.

Montañas de lavanda, atardeceres teñidos de color arándano.

Cúpulas azules.

Limoneros.

Puentes colgantes.

Inmensos cielos nocturnos punteados de estrellas…

«Las muñecas de Luca —pensó—. La hendidura en la base de su cuello. Su cabello al viento.»

Con el ceño fruncido, escogió unos cuantos viales de los estantes. Quería transformar lo que sentía en un perfume. Cerró los ojos, pensó en flores, en cedro… Cuando pensó en él, la fragancia se intensificó, se mezcló con la tierra. Con una pipeta, midió unas cuantas gotas de cada vial y devolvió estos a los estantes, anotando en qué proporciones usaba su contenido. Los recuerdos y las asociaciones bailaron en su mente cuando inhaló la mezcla: colores, olores, texturas.

Puesto que se había formado en Grasse, Emma era capaz de imaginar en tres dimensiones el modo en que las moléculas de la fragancia se combinaban a nivel microscópico, conectándose y transformándose. Se imaginaba siempre el aroma en movimiento, como un móvil de un laboratorio de química.

Le hacía falta algo más.

Escogió otros tres frascos: azahar, naranja amarga y
petit-grain
. Los olió consecutivamente, aclarándose la nariz oliendo granos de café entre uno y otro. Tomó nota. El aroma la relajó. Recordó que Olivier decía que el olor de la flor de azahar tenía que ver con la meditación, con el estado zen.

«Le sigue faltando algo.»

Emma se acordó del paseo por los naranjales con Luca aquella tarde, de cómo había pasado él la mano por la tierra.

Se puso las botas y salió a la nieve. El aire nocturno parecía vivo, renovado, chispeante. Pateó el suelo. «Esta es mi tierra —recordó que había dicho Luca—, me ha hecho tal como soy.»

Se puso en cuclillas y arañó el suelo con los dedos, aspiró su aroma. ¿Qué le faltaba? Tocó el guardapelo que llevaba al cuello. ¿Qué necesitaba? Las montañas le habían parecido muy cercanas aquella tarde, cubiertas de nieve fresca bajo un cielo azul cobalto. Era como si pudiera estirar el brazo y tocarlas. Luca le había ofrecido la mano. Una ráfaga de viento frío la asaltó cuando se metió en el sembrado desde el camino.

—Menudo día.

Notaba el código Morse de su corazón, latiendo fuerte. Luca había silbado llamando a
Sasha
. Olivier y Paloma paseaban del brazo más adelante y los niños se tiraban bolas de nieve.

—Este perro tiene ideas propias —había dicho Luca—. Es español hasta la médula. No soporta levantarse por las mañanas y no come casi nada antes del almuerzo, pero cuando sale a dar su paseo por las tardes es otro animal.

—Nunca había visto un perro que pudiera parecer tan agotado. —Emma había enterrado la nariz helada en la bufanda rosa.

—Es como si tuviera resaca todas las mañanas. —Luca se había reído—. Cuando se despierta tiene bolsas bajo los ojos.

—Me lo imagino frotándose el hocico delante del espejo, dispuesto a afeitarse.

—O pidiendo un café solo cargado todos los días en el mismo café para despejarse por la mañana.

Ajeno a lo que decían, el perro iba corriendo en zigzag entre los árboles, con el hocico pegado al suelo y la cola levantada, siguiendo la pista de algo.

—¿Estás bien? ¿No estás demasiado cansada?

—No. Estoy bien. —Le dolían espantosamente las caderas, pero no iba a permitir que nada le estropeara aquella tarde tan maravillosa—. En casa sentada me aburro esperando a que llegue el bebé. Estar fuera explorando es fantástico. —Había mirado a Luca—. ¿Nunca has querido marcharte de aquí y viajar?

—He viajado por todo el mundo. Al menos lo bastante para saber que siempre quiero volver. —Sonriendo, se había acuclillado para hacer un hoyo en la nieve hasta llegar al suelo color ocre—. Esta es mi tierra. Me ha hecho tal como soy. Cuando muera, quiero que sea aquí.
—Sasha
se había acercado corriendo y le había olido la cara a Luca que, riéndose, había lanzado una bola de nieve al sembrado para que el perro la recogiera—. Nosotros pertenecemos a este lugar.

—Eres afortunado. —Emma había apartado una rama que le impedía continuar el camino—. Ojalá yo sintiera lo mismo. A veces no sé quién soy, sobre todo desde que murió mamá.

—¿Tu padre vive?

—¿Papá? Sí, pero tiene otra familia. Pasé una temporada con él hace poco, aunque no estamos demasiado unidos. Él… dejó de mandarme tarjetas de cumpleaños cuando tenía unos nueve años.

—Es posible que haya llegado la hora de que escojas tu propia vida.

Emma lo había mirado.

—¿Borrón y cuenta nueva? Puede que tengas razón.

—¿Has conseguido enterarte de algo más acerca de la casa? —le había preguntado Luca mientras caminaban.

Emma había negado con la cabeza.

—Freya no quiere decírmelo y no quiero presionar demasiado a Macu. —Había hundido las manos en los bolsillos—. ¡Cómo me gustaría saber lo que pasó realmente!

—¿La verdad? —Luca había sonreído, cabeceando—. A veces la verdad no es solo una y depende de cómo se mire un hecho. —Había rascado la nieve con una bota—. ¿Eres feliz aquí? —le había preguntado al cabo de un momento.

—¿En Valencia? Sí, soy feliz.

—Me alegro. Quiero decir que… a lo mejor no quieres quedarte mucho tiempo.

—Te refieres a si estaré aquí temporalmente —había dicho Emma sin alterarse. Tenía la impresión de que él intentaba decirle algo importante.

—Lo sentiría si te marcharas. Emma, sé… —había dicho tras dudar brevemente.
Sasha
se había puesto a ladrar de pronto, con un gruñido profundo más parecido al aullido de un lobo, y el ladrido de otro perro había rasgado el aire helado.

—¡Sasha!
—lo había llamado Luca, adentrándose corriendo en el sembrado.

Emma lo había seguido a distancia con cierta dificultad a causa de la nieve y porque las ramas verdes de los árboles la golpeaban.

Los ladridos de los perros habían ido en incremento. En un claro, Emma los había alcanzado. Un fornido alsaciano negro acosaba a
Sasha
, enseñando los dientes y con las orejas tiesas.
Sasha
, con el pelaje plateado del cuello erizado, había bajado los cuartos traseros y derribado con las patas delanteras al otro perro. Se habían enzarzado en una pelea, gruñendo.

Luca había saltado sobre ellos para apartar a
Sasha
. El alsaciano lo había atacado y le había mordido la mano. Luca, dando un grito, le había asestado una patada al animal, que se había alejado corriendo entre los árboles.

—Déjame ver —le había dicho Emma, cogiéndole la mano y sentándose en un saliente.

Luca se había sacado un pañuelo blanco del bolsillo mientras ella valoraba la mordedura.

—No es nada —le había dicho, restañándose la sangre con el pañuelo.

—Deberías ir a que te echen un vistazo —le había recomendado ella.

Luca había resoplado, cabeceando.

—Puede que ese perro tenga la rabia. —Cuando Emma le había atado el pañuelo alrededor de la mano, Luca había hecho un gesto de dolor.

—No. Ese lleva placa de identificación. Siempre están peleándose los dos. —Había mirado a
Sasha
, que estaba tumbado con la cabeza en el suelo, esperando a ver qué pasaría—. Eres un… —le había espetado, y el perro se había puesto panza arriba.

—¡Hombres! —había suspirado Emma—. No sabéis cuándo parar, ¿eh? —Había hecho un gesto de dolor y contenido la respiración porque el vientre le ardía con una contracción.

—¿Emma? —Le había tocado el brazo y ella había dejado escapar el aire, sonriendo.

—No te preocupes. No es más que una contracción de Braxton Hicks. El bebé no nacerá hasta dentro de dos semanas. Falsa alarma.

Emma se levantó con gesto de dolor por una nueva contracción. Exhaló despacio y su aliento formó una nubecilla blanca. Miró el jardín dormido. Se imaginó el verano que vendría y todos los veranos después de que el jardín volviera a la vida. Conjuró mentalmente el perfume de las flores, la sombra moteada de los árboles en la hierba, el sonido del agua de la fuente. «Puede que haya llegado el momento de que escojas tu propia vida», recordó que le había dicho Luca. Miró la luna y dio gracias en silencio a su madre.

«Elijo esto —pensó—. Elijo este lugar y esta vida.»

41

VALENCIA, julio de 1938

Rosa se columpiaba en una hamaca, en el jardín. El sol de julio caía entre las hojas mientras yacía con su hija dormida en brazos. El pueblo estaba silencioso porque era la hora de la siesta y no se oía más que el agua que manaba de la fuente.

Parecía casi imposible que la guerra estuviera tan cerca, ya a orillas del río Ebro. Cerró los ojos y notó cómo la caja torácica de la criatura subía y bajaba acompasadamente bajo su mano. Le apartó los rizos húmedos de la frente caliente. Estaba asustada, no por sí misma sino por la niña.

Se sobresaltó cuando el pestillo de la puerta chasqueó. Se protegió los ojos del sol con una mano.

—¿Quién está ahí? —preguntó. Oyó la grava bajo unas botas y se levantó a duras penas, dejando a la pequeña en la hamaca, durmiendo. Cuando se volvió, un hombre la cogió y la atrajo hacia sí. Rosa luchó, apartándolo. Mientras forcejeaba, vio su barba mugrienta, percibió el hedor de su ropa andrajosa.

—Rosa —le dijo él—. ¿No me reconoces?

Cuando oyó su voz se quedó inmóvil, con el corazón martilleándole en el pecho.

—¿Jordi? —gritó—. ¿Jordi? —Se puso a temblar, a llorar. Le cogió la cara y lo miró a los ojos—. ¡Oh, Dios mío! Estás vivo. ¡Sabía que lo estabas!

Se abrazaron fuertemente a la luz moteada mientras su hija dormía a su lado. Macu salió de detrás de la casa con una cesta de melocotones. Cuando los vio, se le cayó la cesta y la fruta rodó por el suelo.

—Parece que hayas visto un fantasma, Macu. —Jordi se volvió hacia el bebé dormido.

Rosa miró la cara que ponía.

—Es tu hija —le dijo. Una lágrima le resbalaba por la mejilla.

Jordi se aproximó y acercó la mano morena a la pálida mejilla y el vestidito blanco de Lulú. Dudó, con los dedos temblorosos.

—No puedo… —susurró, con la voz ahogada por las lágrimas—. Es demasiado perfecta.

Rosa le puso en los brazos a la pequeña.

—Es tuya, nuestra.

Jordi aproximó su rostro y lo hundió en el pelo de la niña.

—¡Qué guapa! —dijo, y le besó la coronilla a Rosa—. No has cambiado.

—Tú sí. —Le mesó la barba y le dio un golpe en el pecho—. ¿Dónde has estado? Me dijeron que habías muerto. Me enseñaron tus documentos.

Jordi recordaba los meses de combate; recuerdos confusos que se solapaban.

—Perdí la documentación. Le di la chaqueta a un camarada gravemente herido.

—Estás vivo. Eso es lo único que importa. —Pensó en Vicente—. Jordi, hay algo que tienes que saber… —Se abrieron de golpe las persianas del primer piso y Vicente salió al balcón con su albornoz rosa, desperezándose y bostezando tras la siesta.

—¡Rosa! —bramó—. ¡Rosa!

Jordi llevó la mirada desde la cara angustiada de Rosa a su hermano y lo comprendió.

—Me dijeron que habías muerto —dijo ella, agarrándolo por la camisa.

Jordi le entregó a la niña y la apartó.

—¿Tú y… él? ¿Cómo has podido?

—Por favor… Me dijo que sería lo mejor para nuestra hija, para Lulú.

Vicente, apoyado en la barandilla del balcón, miraba hacia el jardín.

—¿Quién anda ahí?

Jordi levantó hacia él los ojos, cargados de rabia y dolor.

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