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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (7 page)

—Comprendo —repuso el príncipe—. Y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por traición?

—Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.

—¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad, pueda ayudar a los amigos que intentaren salvarlo?

Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con ímpetu, que reveló el ardor de su sangre:

—Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué tendría yo amigos, cuando no hay quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?

—Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real —dijo Aramis.

—No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el esplendor, y nos ocultamos en las tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me hacéis vislumbrar la omnipotencia, y oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen temblar a vos más que no a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.

—Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?

—No he acabado todavía —repuso el joven—. Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en todas las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo clavaréis los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos y los rastrillos?

—¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida, monseñor?

—Para un billete basta sobornar a un carcelero.

—Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre preso, que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al desventurado en un asilo incógnito.

—¡Ah! monseñor —repuso Aramis sonriéndose.

—Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo, como decís, príncipe, hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza que mi madre y mi hermano me han ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea invulnerable a mis enemigos? ¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una montaña: proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi amigo.

—Monseñor —repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente—, admiro el firme y recto criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros guiar por mí, sí consintierais en ser el príncipe más poderoso de la tierra, serviríais los intereses de los muchos amigos que están dispuestos a sacrificarse por el triunfo de vuestra causa.

—¿Muchos decís?

—Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío que no por el número.

—Explicaos.

—No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el día mismo en que os vea sentado en el trono de Francia.

—Pero ¿y mi hermano?

—Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?

—¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo? ¡Nunca!

—¡Enhorabuena!

—Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la mano, me hubiese dicho: «Hermano mío, Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos. Vengo a vos, hermano mío. Un perjuicio bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres, privado de todos los goces, y yo quiero que os sentéis junto a mí, y ceñiros la espada de mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para destruir mi poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada para derramar mi sangre?…», le hubiera respondido yo «¡Oh! no, os miro como a mi salvador, y os respetaré como a rey mío. Me dais mucho más que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos tengo el derecho de amar y ser amado en este mundo».

—¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?

—Sí. Mas, ¿qué me decís del admirable parecido que Dios me ha dado con mi hermano?

—Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no haber despreciado: que vuestra madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna a aquellos que la naturaleza creara tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.

—¿Lo cual significa?…

—Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano tomará aquí el vuestro.

—¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando se ha bebido con abundancia en la copa de la vida!

—Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca; perdone si bien le parece, una vez haya castigado.

—Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos sino fuera de la Bastilla.

—Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de veros una vez más.

—¿Cuándo?

—El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.

—Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?

—Vendré por vos.

—¿Vos mismo?

—No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en mi ausencia os compelen a ello, recordad que no será de mi parte.

—¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más que a vos?

—Unicamente a mí —respondió Aramis inclinándose y asiendo la mano que le tendió el preso.

—Caballero —dijo el cautivo afectuosamente—. Si habéis venido para devolverme el sitio que dios me había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra mediación, me es dado vivir en la memoria de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya hecho a mis pueblos, si, desde la tristísima situación en que languidezco, subo a la cumbre de los honores, sostenido por vuestra generosa mano, compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo, a quien doy de todo corazón las gracias. Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra parte, porque nunca conseguiré compartir con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.

—Monseñor —dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del preso—, la nobleza de vuestra alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las gracias, sino a los pueblos de los cuales labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a quienes haréis ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis más que la vida, pues os habré dado la inmortalidad.

El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba de rodillas, lanzó una exclamación de seductiva modestia.

—Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey —dijo el prelado—. Cuando vuelva a veros, os diré: «Buenos días, Sire».

—Hasta aquel momento no más ilusiones, no más luchas, porque mi vida se quebrantaría —exclamó el joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos—. ¡Oh! ¡qué pequeño es este calabozo, qué baja esa ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede haber pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí tanto orgullo, tanta felicidad, tanto esplendor?

—Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído cuanto acaba de manifestar.

Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a ella con los nudillos.

Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado del gobernador, quien, devorado por la inquietud y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.

Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar la voz, aun en los más impetuosos arranques de la pasión.

—¡Qué confesión tan larga! —dijo Baisemeaux haciendo un esfuerzo para reírse—. ¿Quién dijera que un recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan largos pecados?

Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla, de la que aumentaba en tercio y quinto el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.

—Hablemos de negocios, mi querido gobernador —dijo Aramis así que hubo llegado al aposento de Baisemeaux.

—¡Ay! —exclamó por toda respuesta el gobernador.

—¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras? —dijo el prelado.

—Y pagar el primer tercio de ellas —añadió el pobre gobernador exhalando un suspiro y adelantando tres pasos hacia su armario de hierro.

—Aquí está el recibo —dijo Aramis.

—Y aquí está el dinero —repuso Baisemeaux lanzando una sarta de suspiros.

—La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil libras —dijo Herblay—, no que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.

Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa y la alegría, en presencia de aquel regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de la Bastilla.

La colmena, las abejas y la miel

Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San Mandé el obispo de Vannes.

Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos más célebres de París y al los más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas en sus alvéolos, en producir una miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a Su Majestad durante las fiestas.

Pelissón, meditaba el prólogo de los “Importunos”, comedia en tres actos que debía hacer representar Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas de Vaux; La Fontaine iba de uno en otro, como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable, zumbando y susurrando a la espalda de cada uno mil impertinencias poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón, que éste levantó la cabeza y le dijo con voz destemplada:

—A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por los jardines del Parnaso.

—¿Qué consonante deseáis? —preguntó el fabulista, como le llamaba la Sevigné.

—Un consonante a “luz”.

—“Capuz” —respondió La Fontaine.

—¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias de Vaux —dijo Loret.

—Además de que “luz y capuz” no consuenan —repuso Pelissón.

—¡Cómo que no consuenan! —exclamó La Fontaine con ademán de sorpresa.

—No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala, que a ella deberéis el no llegar nunca a ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.

—¿De veras opináis así, Pelissón? —dijo La Fontaine.

—De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede hallarse otro mejor.

—Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero —dijo La Fontaine exhalando un profundo suspiro—. Por lo que se ve, rimo desastrosamente.

—Hacéis mal.

—¿Lo veis? soy un faquín.

—¿Quién dice tal?

—Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín, Pelissón? —Pelissón absorto otra vez en la composición de su prólogo, se guardó de contestar.

—Si Pelissón ha dicho que erais un faquín —repuso Moliére—, os ha inferido una ofensa grave.

—¿De veras?

—Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.

—¡Ay! —exclamó La Fontaine.

—¿Os habéis batido alguna vez?

—Una, con un teniente de caballería ligera.

—¿Qué os hizo?

—Parece que sedujo a mi mujer.

—¡Ah! —repuso Moliére palideciendo ligeramente.

Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás habían vuelto el rostro. Moliére conservó en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar al fabulista, a quien preguntó:

—¿Qué resultó del duelo?

—Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después de darme toda clase de satisfacciones, me prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.

—¿Y vos os disteis por satisfecho? —preguntó Moliére.

—Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había batido con él porque fuese el amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme: y que como nunca había sido yo tan dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced de continuar frecuentando mi casa, como antes, so pena de reanudar el duelo. De modo que el teniente se vio obligado a seguir galanteando a mi mujer, y yo continué siendo el marido más feliz de la tierra.

Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.

En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos debajo del brazo.

Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras imaginaciones, todo quedó repentinamente envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró su impasibilidad y su pluma.

Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet. Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo, solicitaba de aquellos que le enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él la fatiga de su trabajo nocturno.

Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó a una mesa y empezó a escribir velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó cincuenta versos calentitos, Loret, su artículo sobre las maravillosas fiestas de que el se hiciera profeta, y Aramis encargado de recoger el botín como el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado, después de haber dicho a los circunstantes que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente por la tarde.

—En este caso tengo que avisar a los de mi casa —dijo Moliere.

—¡Ah! es verdad —repuso Loret sonriéndose—. El pobre Moliere “ama” a su mujer.

—“Amo”, sí —replicó Moliere sonriéndose de manera suave y triste—. “Amo”, pero esto no quiere decir que “me amen”.

—Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau-Thierry —dijo La Fontaine.

En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:

—¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor Fouquet, y dentro de un cuarto de hora salgo para París. Ofrezco mi carroza.

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