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Authors: Alexandre Dumas

Tags: #Aventuras, Clásico

El hombre de la máscara de hierro (10 page)

—Deseo conservarla —respondió el gobernador—. Si la encontraran en mi casa sería señal cierta de mi perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.

—¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? —repuso Aramis encogiendo los hombros—. ¡Bah! Adiós, Baisemeaux.

Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.

El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata, subió a la carroza después de haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta única palabra:

—¡Adelante!

La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida de un individuo que alumbraba el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar libre el paso.

Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos, y tal era el estado de su ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.

El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales de vida.

Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. A uno y otro lado se veía el cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme, marcharon al paso hasta el centro del barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora porque se enardecían, ya porque les aguijaban, fueron aumentando su velocidad hasta que, una vez en Bercy, la carroza, más que por los caballos, parecía arrastrada por el huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de San Jorge, donde estaba preparado el relevo. Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza hacia Melún, no sin hacer un alto en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a órdenes dadas de antemano por Aramis.

—¿Qué pasa? —preguntó el preso al detenerse la carroza y cual si despertara de largo sueño.

—Pasa, monseñor —respondió Herblay—, que antes de seguir adelante es preciso que Vuestra Alteza y yo conversemos un poco.

—Tan pronto se presente ocasión —repuso el joven príncipe.

—No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos en el corazón del bosque, y por lo tanto nadie puede oírnos.

—¿Y el postillón?

—El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.

—A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.

—¿Os place quedaros aquí en la carroza?

—Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza esta; es la que me ha restituido a la liberta.

—Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.

—¿Cuál?

—Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas que viajan como nosotros, y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance. Evitemos ofertas que nos incomodarían.

—Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas laterales.

—Tal era mi intención, monseñor.

Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las malezas, a una alameda sinuosa, en lo último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el mudo se tendió en un talud, junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los retoños de las encinas.

—Os escucho —dijo el joven príncipe a Aramis—. Pero ¿qué hacéis?

—Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.

El tentador

—Príncipe mío —dijo Aramis volviéndose en la carroza, hacia su compañero—. Por muy poco que yo valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el lugar que ocupo en la escala de los seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de quien no haya leído en su imaginación al través de la máscara viviente echada sobre nuestra inteligencia para reprimir sus manifestaciones. Pero esta noche, en medio de la oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me será dable leer en vuestras facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra sincera. Os suplico, pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la balanza de los príncipes, sino por amor a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras y las inflexiones de mi voz, que en las graves circunstancias en que estamos metidos, tendrán cada una de ellas su significado y su valor, como jamás lo habrán tenido en el mundo otras palabras.

—Escucho —repitió con decisión el príncipe— sin ambicionar ni temer cuanto vais a decirme. —Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones de la carroza, no sólo para sustraerse fisicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste aun la suposición de su presencia. Estaban completamente a oscuras.

—Monseñor —continuó Aramis—, os es conocida la historia del gobierno que hoy rige los destinos de Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la vuestra, con la diferencia, sin embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión, la oscuridad de la soledad y la estrechez de la vida oculta, ha pasado su infortunio, sus humillaciones y estrecheces en plena luz del implacable sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso fango, en que toda gloria parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores, y se vengará, lo cual significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI o Carlos IX, pues no tiene que lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de sus vasallos, porque ha padecido injurias de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente los méritos y los defectos de ese príncipe, lo primero que hago es poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.

Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras que acababa de pronunciar se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.

—Dios todo lo hace bien —prosiguió el obispo de Vannes—; y de esto estoy tan persuadido, que desde un principio me felicité de que me hubiese escogido por depositario del secreto que os he ayudado a descubrir. Dios, justiciero y previsor, para consumar una grande obra necesitaba un instrumento inteligente, perseverante, convencido; y ese instrumento soy yo, que estoy dotado de clara inteligencia, soy perseverante y estoy convencido, yo, que gobierno un pueblo misterioso que ha tomado por divisa la de Dios: «Patiens quia aeternus!»

El príncipe hizo un movimiento.

—Conozco que habéis levantado la cabeza, monseñor —prosiguió Aramis—, y que os admira que yo gobierne un pueblo. No pudisteis imaginar que tratabais con un rey. ¡Ah! monseñor, soy rey, es verdad, pero rey de un pueblo humildísimo y desheredado: humilde, porque sólo tiene fuerza arrastrándose; desheredado, porque en este mundo casi nunca cosecha el trigo que siembra, no come el fruto que cultiva. Trabaja por una abstracción, reune todas las moléculas de su poder para formar con ellas un hombre, y con las gotas de su sudor forma una nube alrededor de ese hombre, que a su vez y con su ingenio debe convertirla en una aureola abrillantada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad. Este es el hombre que está a vuestro lado, monseñor; lo cual equivale a deciros que os he sacado del abismo a impulsos de un gran designio, y que en mi esplendoroso designio quiero haceros superior a las potestades de la tierra y a mí.

—Me habláis de la secta religiosa de la cual sois la cabeza —dijo el príncipe tocando ligeramente en el brazo de Aramis—. Ahora bien, de lo que me habéis dicho resulta, a mi modo de ver, que el día que os propongáis precipitar a aquel a quien habréis encumbrado, lo precipitaréis, y tendréis bajo vuestro dominio a vuestro dios de la víspera.

—No, monseñor —replicó el obispo—. Si yo no tuviese dos miras, no habría arriesgado una partida tan terrible con vuestra alteza real. El día que seréis encumbrado, lo estaréis para siempre; al poner el pie en el estribo, todo lo derribaréis, todo lo arrojaréis tan lejos de vos, que nunca jamás su vista os recordará ni siquiera su derecho a vuestra gratitud.

—¡Oh! caballero.

—Vuestra exclamación, monseñor, es hija de la nobleza de vuestro corazón. Gracias. Tened por seguro que aspiro a más que a la gratitud; tengo la certidumbre de que, al llegar vos a la cima, me juzgaréis todavía más digno de vuestra amistad, y que ambos obraremos tales portentos, que serán recordados de siglo en siglo.

—Decidme sin reticencias lo que soy actualmente y qué os proponéis que sea en el día de mañana —repuso el príncipe.

—Sois el hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, y heredero natural y legítimo del trono de Francia. Conservándoos junto a él, como ha hecho con su hermano menor Felipe, el rey se reservaba el derecho de ser soberano legítimo. Sólo Dios y los médicos podían disputarle la legitimidad. Los médicos prefieren siempre al rey que reina al que no reina, y Dios no obraría bien perjudicando a un príncipe digno. Pero Dios ha permitido que os persiguieran, y esa persecución os consagra hoy rey de Francia. ¿Os lo disputan? prueba que tenéis derecho a reinar; ¿os secuestran? señal que teníais derecho a ser proclamado; ¿no se han atrevido a derramar vuestra sangre como la de vuestros servidores? es que vuestra sangre es divina. Ved ahora lo que ha hecho en vuestro provecho Dios, a quien tantas veces habéis acusado de haberos perseguido sin descanso. Mañana, o pasado mañana, a la primera ocasión, vos, fantasma real, retrato viviente de Luis XIV, os sentaréis en su trono, del que la voluntad de Dios, confiada a la ejecución del brazo de un hombre, lo habrá precipitado sin remisión.

—Comprendo, no derramarán la sangre de mi hermano.

—Sólo vos seréis el árbitro de su destino.

—El secreto que han abusado respecto de mí…

—Lo usaréis vos para con él. ¿Qué hacía él para ocultarlo? Os escondía. Vivo retrato suyo, descubriríais la trama urdida por Mazarino y Ana de Austria. Vos tendréis el mismo interés en guardar bajo llave al que, preso, se os parecerá, como vos os parecíais a él siendo rey.

—Vuelvo a lo que os decía. ¿Quién lo custodiará?

—El mismo que os custodiaba a vos.

—Y decidme, ¿quién está en ese secreto, aparte de vos que lo habéis vuelto en mi provecho?

—La reina madre y la señora de Chevreuse.

—¿Qué harán?

—Nada, si vos queréis.

—No entiendo.

—¿Cómo van a conoceros si vos obráis de modo que no os conozcan?

—Es verdad; pero hay otras dificultades más graves todavía.

—¿Cuáles?

—Mi hermano está casado, y yo no puedo quitarle su mujer.

—Haré que España consienta en un repudio, está bien con vuestra nueva política y con la moral humana. Así saldrá beneficiado todo lo noble y útil.

—El rey, secuestrado, hablará.

—¿A quién? ¿A las paredes?

—¿Llamáis paredes a los hombres en quienes tendréis vos depositada vuestra confianza?

—En caso necesario, sí. Por otra parte, los designios de Dios no se detienen en tan buen camino. Un plan de tal magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico. El rey, secuestrado, no constituirá para vos el obstáculo que vos para el soberano reinante. Dios ha dotado de un alma orgullosa e impaciente a vuestro hermano, a quien, además, ha enervado, desarmado con el goce de los honores y el hábito del poder soberano. Dios, que tenía dispuesto que el resultado del cálculo geométrico de que os he hablado fuese vuestro advenimiento al trono y la destrucción de cuanto os es perjudicial, ha decidido que el vencido acabe sus sufrimientos a poco de haber vos acabado con los vuestros. Dios ha preparado, pues, el alma y el cuerpo del rey para la brevedad de la agonía. Vos, aprisionado como un particular, secuestrado con vuestras dudas, privado de todo, con el hábito de una vida solitaria, habéis resistido; pero vuestro hermano, cautivo, olvidado, restricto, no soportará su desventura y Dios llamará a sí su alma en el tiempo prefijado, esto es, pronto.

—Desterraré al rey destronado —repuso con voz nerviosa Felipe—. Será más humano.

—Vos resolveréis, monseñor —dijo Aramis—. Ahora decidme, ¿he planteado claramente el problema? ¿lo he resuelto conforme a los deseos o a las previsiones de Vuestra Alteza Real?

—Excepto dos cosas, nada habéis olvidado.

—¿La primera?

—Hablemos de ella sin tardanza y con la misma franqueza que ha informado hasta ahora nuestra conversación, hablemos de las causas que pueden echar por tierra las esperanzas que hemos concebido; de los peligros que corremos.

—Estos serían inmensos, infinitos, espantosos, insuperables, si, como os he manifestado, no concurriese todo a anularlos en absoluto. Ni vos ni yo corremos peligro alguno si la constancia y la intrepidez de vuestra Alteza Real corren parejas con el milagroso parecido que la naturaleza os ha dado con el rey. Repito, pues, que no hay peligro alguno, pero sí obstáculos, por más que este vocablo común a todos los idiomas, tenga para mí un significado tan obscuro, que de ser yo rey lo haría suprimir por absurdo e inútil.

—Pues hay un obstáculo gravísimo, un peligro insuperable que vos olvidáis —replicó el príncipe.

—¿Cuál?

—La conciencia que grita, el remordimiento que desgarra.

—Es verdad —dijo Herblay—; hay tal encogimiento de ánimo, vos me lo recordáis. Tenéis razón, es un obstáculo poderosísimo. El caballo que tiene miedo a la zanja, cae en ella y se mata; el hombre que cruza su acero temblando, deja a la espada enemiga huecos por los cuales pasa la muerte. Es verdad, es verdad.

—¿Tenéis hermanos? —preguntó el joven.

—Estoy solo en el mundo —respondió Aramis con voz nerviosa y estridente como el amartillar de una pistola.

—Pero a lo menos amáis a alguien —repuso Felipe.

—¡A nadie! Pero digo mal, monseñor, os amo a vos.

El joven se abismó en un silencio tan profundo, que para el obispo se convirtió en ruido insufrible el que producía su aliento.

—Monseñor —continuó Aramis—, todavía no he manifestado a Vuestra Alteza Real cuanto tenía que manifestarle; todavía no he ofrecido a mi príncipe todo el caudal de saludables consejos y de útiles expedientes que para él he acumulado. No se trata de hacer brillar un rayo a los ojos del que se complace en la obscuridad; no de hacer retumbar las magnificencias del cañón en los oídos del hombre pacífico que se recrea en el sosiego y en la vista de los campos. No, monseñor; en mi mente tengo preparada vuestra dicha, mis labios van a verterla, tomadla cuidadosamente para vos, que tanto habéis amado el firmamento, los verdes prados y el aire puro. Conozco una tierra de delicias, un paraíso ignorado, un rincón del mundo en el que solo, libre, desconocido, entre bosques, flores y aguas bullidoras, olvidaréis todas las miserias de que la locura humana, tentadora de Dios, os ha hablado hace poco. Escuchadme, príncipe mío, y atended, que no me burlo. Mi alma me tengo, monseñor, y leo en las profundidades de la vuestra. No os tomaré incompleto para arrojaros en el crisol de mi voluntad, de mi capricho, o de mi ambición. O todo o nada. Estáis atropellado, enfermo, casi muerto por el exceso de aire que habéis respirado durante la hora que hace gozáis de libertad; y es ésta, para mí, señal evidente de que querréis continuar respirando con tal ansia. Limitémonos, pues, a una vida más humilde, más adecuada a nuestras fuerzas. A Dios pongo por testigo de que quiero que surja vuestra felicidad de la prueba en que os he puesto.

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