—¿Qué ocurre? —le preguntaron.
—Todavía no puedo creerlo...
—¿Qué no puedes creer?
Tomomi se derrumbó en una silla del recibidor.
—No hay reunión.
Emilian recibió aquellas palabras como un mazazo físico que le produjo un repentino mareo.
—¿Cómo?
—La han cancelado.
—¿Qué es eso de que la han cancelado? ¿Con quién has hablado?
—Con el responsable del Departamento de Medio Ambiente.
—¿Etsuda?
—Sí.
—¿Cuándo nos volverán a citar?
—Ya sabes cómo somos los japoneses —balbució ella—, las formas son diferentes, tenemos que respetar nuestros tiempos...
Emilian supo que le estaba ocultando algo.
—Dime ya qué te ha dicho, por favor.
—Que no te van a dar las licencias —soltó por fin Tomomi.
—¿Qué?
—Que los has engañado —terminó de rematar—. Eso es lo que ha dicho textualmente Etsuda.
Emilian se quedó rígido, notando cómo un frío helador paralizaba cada célula de su cuerpo. Todos los integrantes del estudio parecían también congelados en sus puestos de trabajo, estirando el cuello con gesto de desconcierto para mirar lo que ocurría.
—Que los he engañado... ¿Qué ha querido decir con eso?
—No me lo ha explicado. Al final incluso me ha colgado el teléfono.
—No te desesperes, ya nos enteraremos de lo que ha ocurrido —intervino Yozo tratando de mantener la calma.
—Pero si no ha podido ocurrir nada, si estaba todo hablado cien veces. Que los he engañado... —repetía incrédulo.
—Además, siempre podemos trasladar el prototipo a otro lugar.
—¿Cómo puedes decir eso? —estalló Emilian—. ¡Ningún político querrá apostar por un proyecto que ya ha sido rechazado una vez, y los promotores mucho menos! Además, ¿de dónde quieres que saque el dinero para rehacer toda la memoria? ¡Me he gastado todo lo que tenía!
—Cálmate, Emilian.
—¿Cómo quieres que me calme? ¡Si no se me conceden esas licencias estoy acabado! No es sólo el dinero, Yozo, he invertido todo en esto, todo.
Yozo caviló unos segundos.
—Quizá deberíamos encontrar la forma de hablar personalmente con el gobernador —comentó—. Puede que Etsuda se haya pasado de la raya diciendo de forma tan tajante que no...
—Voy a verle ahora mismo —le cortó Emilian.
—¿A quién?
—Al gobernador. Es él quien me metió en esto.
—No digas estupideces. Esto es Japón, no puedes presentarte así como así en el Gobierno Metropolitano.
—¿Y él sí que puede mandarme de vuelta a Suiza con una mano delante y otra detrás?
—Intentaré conseguir una cita para otro día —resolvió Yozo—. Confía en mí, hoy es mejor no tocar nada.
Emilian respiraba con los ojos cerrados. De repente echó a andar hacia la salida.
—¿Adónde vas? —le frenó Tomomi.
—¡Dejadme en paz! —gritó con toda su alma, lanzando el brazo hacia atrás y casi alcanzando a su amiga. Se llevó las manos a la cara en gesto de arrepentimiento—. Estoy perdiendo la cabeza, perdóname —se disculpó al instante.
—No te preocupes, todo se arreglará.
—Sólo necesito estar solo y pensar.
Salió al distribuidor. Yozo y Tomomi se limitaron a observar callados cómo desaparecía tras el eco de la campanilla digital del ascensor.
Se había propuesto volver al hotel para tratar de relajarse y meditar sobre lo que había ocurrido, pero cuando puso un pie en la calle comenzó a bullir de nuevo como una olla exprés. Los neones, la megafonía publicitaria que inundaba el barrio, las delirantes imágenes de jóvenes riendo y eslóganes en kanji que estallaban en las enormes pantallas de las fachadas... Todo le agredía como las visiones cambiantes de una pesadilla. Sintió ganas de liarse a patadas con una papelera. Golpeó con saña una columna de cemento hasta que se hirió la mano. No estaba dispuesto a esperar ni un solo día para hablar con el gobernador. Fue él quien le animó a seguir adelante y su futuro dependía de la concesión de aquellas licencias. Miró hacia arriba.
—¿Dónde demonios estás? —murmuró mientras intentaba localizar por encima de los edificios circundantes las torres del Tokio City Hall que acogían la sede del Gobierno Metropolitano.
Primero echó a andar a grandes zancadas, atravesó calzadas sorteando los coches para no perder tiempo buscando las pasarelas y terminó corriendo a través de las plazas que servían de zona de paseo entre los rascacielos hasta que se plantó en las puertas del que estaba buscando. La zona de acceso estaba anegada por las hordas de turistas que querían subir a la Torre 1 para contemplar las vistas. Se abrió paso a empujones entre la masa. Los guardias de seguridad, viéndole tan agitado, le dieron el alto.
—Tengo una acreditación especial —se defendió Emilian mostrándoles la tarjeta que le habían dejado en el hotel la noche anterior—. Puedo acceder incluso a las zonas restringidas de la quinta planta.
Se refería al piso donde estaba ubicado el despacho del gobernador. Los guardias cuchichearon entre sí, pasaron la tarjeta por el control y parecieron alegrarse cuando vieron que la máquina denegaba el acceso una y otra vez: no autorizado, no autorizado, no autorizado. La indignación de Emilian crecía por momentos. Sacó su móvil y marcó el número directo de la secretaria del gobernador, pero sólo recibió una serie de excusas repetidas que le sonaron de lo más artificiosas. Ni siquiera llegó a decirle si se encontraba o no en el edificio. Pidió a los guardias que conectasen por línea interna con los departamentos de Urbanismo o Medio Ambiente en los que trabajaban las personas vinculadas al proyecto. Sólo necesitaba localizar a algún conocido que diese el visto bueno para que le dejasen subir, pero nadie quería asumir una responsabilidad que no le correspondía. Los guardias, cada vez con menos paciencia, insistían con su inglés precario que lo que debía hacer era dirigirse a la oficina de atención a extranjeros. Emilian comenzó a murmurar y a dar vueltas alrededor de sí mismo frente al mostrador de seguridad, llevándose las manos a la cabeza y repitiendo que no tenía sentido que todo se viniera abajo cuando el gobernador en persona había dado la cara por su proyecto, habiendo puesto a su disposición la isla y toda la documentación necesaria para que, durante dos años, ¡dos años!, tomase los datos que precisaba la adaptación de la memoria inicial al diseño definitivo... No era lógico. Había hecho todas las correcciones que los técnicos municipales le habían requerido. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era eso de que los había engañado?
De repente se dio cuenta de que los guardias estaban concentrados en revisar la bolsa de una anciana. Sin pensarlo dos veces echó a correr hacia uno de los ascensores reservados a los funcionarios. Para cuando se dieron cuenta y salieron tras él dando gritos agudos por sus intercomunicadores, la puerta ya se había cerrado. En el interior, un par de empleados se apartaron como si se tratase de un terrorista suicida. Miró el pulsador. Estaba iluminado el piso 17. Estuvo a punto de accionar el 5, pero se le ocurrió que allí estaría esperándole toda una legión de guardias. No tenía tiempo para pensar... Pulsó el 4. El aparato tardó apenas dos segundos en detenerse. Salió dejando tras de sí los comentarios atropellados de sus dos acompañantes mientras la puerta volvía a cerrarse. El guarda de la planta percibió algo fuera de lo común y se levantó de su mesa. Emilian celebró comprobar que sólo debía sortearle a él. En los edificios públicos de Japón no se respiraba la atmósfera de psicosis que inundaba otros países desarrollados. Le saludó intentando parecer sosegado y le mostró la acreditación desde lejos como si formase parte del personal de la torre. En un primer momento el guardia pareció conformarse, pero justo entonces recibió una llamada de sus compañeros de recepción. Emilian lanzó una mirada rápida al plano colgado en la pared que marcaba las salidas para caso de incendio, dobló una esquina y corrió hasta una escalera de servicio. Subió a grandes zancadas y fue a salir al ala regia del quinto piso: madera por los cuatro costados, techos altos —dado que estaban unidas dos plantas—, largos corredores... y milagrosamente sin vigilancia. Miró a ambos lados. ¿Hacia dónde debía seguir? En unos segundos aparecería el guardia que le había sorprendido abajo. Al fondo reconoció una zona de despachos por la que había pasado en las reuniones previas. Fue hacia ella acelerando el paso. Otro agente de seguridad apareció a pocos metros de donde se encontraba. Echó a correr y enlazó un pasillo tras otro hasta que reconoció la puerta de la secretaria. La abrió de golpe. La mujer, sobresaltada, se levantó de su silla con los ojos como platos.
—¡Sólo quiero hablar un minuto con el señor gobernador!
—¡No está! —chilló ella, asustada—. ¡No está!
—¡Sé que está mintiéndome! ¡Llámele y acabemos esto de una vez!
—¡Seguridad!
El guardia apareció a su espalda.
—¡Arrójese al suelo! —ordenó blandiendo un arma.
—¡Él me conoce! —gritó tomando conciencia de la magnitud de lo que había hecho—. ¡Me llamo Emilian Zách!
—¡Que se arroje al suelo!
—¡Pregúntenle! —insistió Emilian mientras obedecía.
—Déjenlo —sonó una voz escueta que provenía de una puerta interior.
Era el gobernador en persona, apareciendo en escena con parsimonia.
—Señor gobernador, menos mal...
—Pase, señor Zách.
Abrió más aún la puerta por la que se había asomado, tranquilizando con un gesto a su secretaria y al guardia, que de inmediato se llevó el intercomunicador a la boca para poner al corriente a sus compañeros.
—Lamento haberme presentado así.
Cruzaron el amplio despacho.
—Siéntese.
—Gracias —aceptó, apoyándose apenas en el borde de una butaca para recuperar el resuello—. Ha debido de haber un malentendido. El señor Etsuda ha llamado hace un rato diciendo...
—Que no le voy a aprobar las licencias —completó el gobernador mientras tomaba posesión de su sillón.
Emilian se quedó de piedra. Su máxima esperanza pasaba por que el gobernador no estuviera al tanto y se pusiera de su lado.
—Entonces usted sabía que...
—¿Y usted? ¿De verdad quiere hacerme creer que no conoce el motivo de mi cambio de parecer? Por favor, señor Zách, no simule sorprenderse.
—No estoy simulando nada —objetó muy serio—. Se suponía que estaba todo listo, he cumplido cada uno de los requerimientos que han venido imponiéndome sus técnicos y hoy habíamos quedado para protocolizar la concesión de las licencias.
—¿Y?
—Señor gobernador, tengo a una docena de promotores esperando mi llamada para comprarme el proyecto y empezar a construir.
—¿Por qué no me dijo que podía haber problemas?
—¿Qué?
—Problemas de sellado en caso de avería. No ha sido sincero conmigo.
—¿Se refiere al reactor de abastecimiento? —supuso sin salir de su asombro.
—No se puede jugar con la sensibilidad de los japoneses en temas nucleares.
—Pero ¿qué está diciendo? ¡Yo no he jugado con la sensibilidad de nadie! ¡El reactor es perfectamente estanco! En mi primera reunión ya le expliqué que se trataba de un prototipo revolucionario que...
—No me grite.
No podía creer que se encontrara en aquella situación. Por su mente pasaron cien mil imágenes. Se trasladó mentalmente al día que consideró la posibilidad de abastecer la isla con un pequeño reactor nuclear. Unos meses antes hubiera resultado utópico, pero unos ingenieros franceses acababan de dar un histórico paso adelante proyectando una central submarina portátil a partir de su experiencia como constructores de submarinos atómicos. Consistía en un cilindro de unos quince metros de diámetro provisto de un reactor que aprovechaba el agua de mar como fuente de enfriamiento. Era un diseño perfecto que además superaba los estándares habituales de seguridad, dado que su localización en el lecho marino evitaba agresiones humanas, como atentados con aviones, e incluso climatológicas o sísmicas. Y, como había previsto Emilian, su movilidad permitiría aprovecharlo en otra ubicación el día que el Carbon Neutral Japan Project llegase a su culminación, una vez la isla estuviera en disposición de autoabastecerse con futuras fuentes energéticas cien por cien ecológicas que por el momento eran meras entelequias.
—Terminemos ya con este juego —resolvió el gobernador arrancándole de sus cavilaciones—. Ustedes mismos suscitaron las dudas a mis técnicos.
Emilian le miró a los ojos.
—¿Qué ha querido decir con eso?
—Pregúntele a su compañero, el arquitecto japonés.
—¿Yozo? —saltó. El gobernador esbozó una sonrisa cansina. Emilian sintió un escalofrío—. ¿Qué debo preguntarle?
—¿Acaso no está al tanto?
—Le aseguro que no sé de qué me habla.
—Su compañero se reunió hace unos días con el asesor técnico del señor Etsuda y le confesó el riesgo ecológico que lleva aparejado un reactor como el que usted incluyó en su proyecto. Al parecer estuvo explicándole con todo detalle lo difícil que resultaría sellar una posible fuga, además de otras muchas cosas aún peores que no tengo por qué reproducirle. Usted lo sabe perfectamente.
—Está mintiéndome.
—Ya es suficiente —dijo con enojo—. Hemos terminado.
—Pero...
Emilian no se movía pero tampoco sabía qué decir.
—Lo hemos investigado todo, señor Zách —añadió el gobernador volviendo al tono condescendiente—. Sabemos que los franceses que idearon el prototipo tienen suspendida su fabricación.
—¡No, no, no! ¿Eso también se lo ha dicho Yozo? ¡No se precipite! Se trata de un estudio complementario que se han comprometido a realizar precisamente para acallar de forma responsable las críticas de sus detractores. Puedo explicárselo. Sólo tardaré unos minutos, llevo aquí unos gráficos...
Fue a sacar el portátil de la bolsa.
—No se moleste.
Le dirigió una mirada de súplica.
—No puede hacerme esto.
—Le ruego que salga.
El gobernador se puso en pie y fue directo hacia la puerta, la abrió y permaneció agarrado al pomo esperando a que Emilian la cruzase. Lo hizo de forma arrastrada, sus pies pesaban una tonelada. Pasó junto a la secretaria y enfiló el pasillo hacia el ascensor.
De nuevo en la calle.
Ruido, neones, vehículos, gente.
Yozo...
No podía ser cierto.
Sacó su móvil. Pulsó con pavor el número de su amigo. Escuchó los pitidos de llamada como si se tratase de las campanas que marcan los pasos hacia el patíbulo.