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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto (2 page)

No era de amor. Por lo menos no en el sentido que los sentimentales dan al amor. Ni tampoco sobre la muerte, en el sentido literal de la palabra. Era algo que —sin un orden concreto— tenía que ver con los peces, y el mar (a veces con el Mar de los Mares); y con los sueños (una gran cantidad de sueños); y con una isla que Platón había llamado Atlántida, pero a sabiendas de que, en realidad estaba en otro lugar. Se trataba en esas cartas del final del mundo, o sea, de sus comienzos. Y se trataba de Arte.

O, mejor dicho,
del
Arte.

De todas las claves, ésta era la que más rondaba por la mente de Jaffe, y la que más le hacía fruncir el entrecejo. Se hablaba del Arte de diversas formas. Como del
Remate de la Gran Obra Final,
del
fruto prohibido.
Como de
la desesperación de Da Vinci o estar metido en el asunto
o
la alegría del hallazgo.
Había muchas maneras de describir el Arte, pero sólo había un Arte. Y (aquí residía el misterio) no había
Artista.

—¿Así que estás contento aquí? —le preguntó Homer un día de mayo.

Jaffe levantó la vista de su trabajo. Había cartas desparramadas a su alrededor. Su piel, que nunca había tenido un aspecto demasiado saludable estaba tan pálida y ajada como las hojas que tenía entre las manos.

—Desde luego —respondió, sin apenas mirarle—. ¿Me traes más?

Al principio, Homer no contestó.

—¿Qué me ocultas, Jaffe? —preguntó al fin.

—¿Ocultarte? Yo no oculto nada.

—Te estás guardándote material que deberías compartir con nosotros.

—No es cierto —replicó Jaffe, que había obedecido meticulosamente la primera orden de Homer de que cualquier cosa que se encontrase en las cartas muertas sería repartida.

Dinero, revistas, bisutería que se encontraba de vez en cuando; todo había pasado a manos de Homer, y repartido.

—Lo que he encontrado te lo he dado. —Y añadió—: Te lo juro.

Homer lo miró, estaba claro que desconfiaba.

—Te pasas aquí abajo todas las jodidas horas del día —dijo—, no hablas con los otros muchachos. No bebes con ellos. ¿No te gusta cómo olemos, Randolph? ¿Es eso? —No esperó contestación—. ¿Acaso eres un
ladrón
?

—No soy un ladrón —dijo Jaffe—. ¿Por qué no te cercioras por ti mismo? —Se puso en pie y levantó las manos, con sendas cartas en ellas—. Vamos, regístrame.

—No tengo ganas de sobarte —fue la respuesta de Homer—. ¿Qué crees que soy, un jodido maricón? —Homer continuó mirando fijamente a Jaffe, y, después de una pausa, añadió—: Voy a traer a alguien para que te remplace. Llevas cinco meses aquí. Ya es bastante. Voy a trasladarte.

—No quiero…

—¿Cómo?

—Quiero…, bueno,
lo
que quería decir es que estoy bastante contento aquí. De hecho, es el tipo de trabajo que me gusta realizar.

—Ya —dijo Homer, que se mostraba receloso—. Bien, pues estás fuera de aquí a partir del lunes.

—¿Por qué?

—¡Porque yo lo digo! Si no te gusta, te buscas otro trabajo.

—Estoy haciendo bien mi labor, ¿no es verdad?

Pero Homer le había vuelto ya la espalda.

—Huele mal aquí —dijo cuando salía—. Huele mal de verdad.

Había una palabra entre las aprendidas por Randolph en sus lecturas que nunca había oído: sincronicidad. Tuvo que echar mano de
un
diccionario para buscarlo y saber su significado: quería decir que, a veces, dos sucesos coinciden. El modo de utilizar esa palabra por los que escribían las cartas solía significar que había algo misterioso, característico, milagroso incluso, en la forma de coincidir de una circunstancia con otra, como si existiera una regla que escapara a la percepción humana.

Una de estas coincidencias ocurrió el día que Homer dejó caer la bomba, una conjunción de acontecimientos que cambiarían todo. No mucho más de una hora después de irse Homer, Jaffe asió su cuchillo de hoja corta, cuyo filo comenzaba a desaparecer, con el que abrió un sobre más pesado que de costumbre. De él salió un pequeño medallón, que golpeó contra el suelo de cemento al caérsele, produciendo un dulce sonido al rodar. Jaffe lo levantó con dedos que estaban temblorosos desde su conversación con Homer. El medallón no llevaba cadena alguna, ni tenía argolla para colgarlo. En realidad no era lo bastante bonito para que adornara el cuello de una mujer como si de una joya se tratase, y, aunque a primera vista tenía forma de cruz, una inspección más detallada le reveló que no se trataba de una cruz cristiana. Los cuatro brazos eran de igual longitud, y no mayores de tres centímetros y medio. En la intersección había una figura humana, ni masculina ni femenina, los brazos extendidos como en una crucifixión, aunque no estaban clavados. A lo largo de su superficie, los cuatro brazos tenían dibujos abstractos terminados en círculo. El rostro era de una talla muy sencilla, y tenía, pensó Jaffe, la más sutil de las
sonrisas.

Aunque no era un experto en metalurgia, aquel medallón no le pareció que fuese ni de oro ni de plata. Incluso limpiándolo dudaba mucho de que brillara. A pesar de todo, había algo en él profundamente atractivo. Al mirarlo, tenía la misma sensación que algunas mañanas, cuando despertaba de un sueño profundo del cual no conseguía recordar los detalles. Ese objeto era importante, pero Jaffe no sabía el porqué. ¿Serían tal vez por los dibujos que se extendían a lo largo de la figura y que le recordaban una de las cartas que había leído? En aquellas veinte semanas últimas, Jaffe había revisado miles y miles de escritos, y muchos de ellos tenían pequeños dibujos, algunos obscenos, otros indescifrables. Los que habían juzgado más interesantes los había sacado a escondidas de Correos para estudiarlos por la noche. Los tenía atados en paquetes al lado de su cama. Quizá pudiera descifrar el significado del medallón si examinaba esas cartas con más minuciosidad.

Decidió salir a almorzar con los demás trabajadores, diciéndose que lo mejor sería hacer todo lo posible por no irritar a Homer aún más. Fue un error. Se sintió como un extraño entre aquellos buenos muchachos que comentaban noticias de las que él no había oído hablar desde hacía dos meses, o charlaban sobre la calidad del filete de la noche anterior, o de los polvos que habían echado o dejado de echar después del filete, o sus proyectos para el verano. Ellos también se daban cuenta de su sensación de no pertenecer al grupo, y hablaban de medio lado, cuchicheando sobre su extraño aspecto y su mirada huraña. Cuanto más le rehuían, más contento se sentía él de que se comportasen de ese modo porque
sabían,
aun los más burdos de todos, que él era diferente. Quizás incluso estuviesen un poco asustados.

No pudo volver a la una y media al Cuarto de las Cartas Perdidas. El medallón, con sus signos misteriosos, le quemaba en el bolsillo. Sentía la urgente necesidad de volver a su casa cuanto antes y empezar la investigación en su biblioteca particular de cartas.
De inmediato.
Y así lo hizo, sin ni siquiera perder el tiempo en comunicárselo a Homer.

Era un luminoso día soleado. Corrió las cortinas contra la invasión de luz, encendió la lámpara de pantalla amarilla, y allí, poseído de una fiebre ictérica, empezó su estudio. Clavó en las paredes las cartas que tenían ilustraciones, y cuando ya no quedó hueco alguno por llenar, las desparramó sobre la mesa, la cama, las sillas, por el suelo. Después comenzó a mirar hoja por hoja, signo por signo, en busca de algo que tuviese algún parecido, por lejano que fuese, con el medallón que tenía en la mano. Mientras lo hacía, la misma idea serpenteaba en su mente de nuevo: él sabía que había un Arte, pero ningún Artista, una práctica, pero ningún practicante, y sabía que, tal vez, ese hombre era
él.

Este pensamiento no tuvo que rondar mucho tiempo en su mente. Al cabo de una hora de escudriñar Cartas Perdidas se dijo que el medallón no había caído en sus manos por mero azar, sino que había aparecido como premio a sus pacientes estudios, y, como manera de juntar todos los hilos de su investigación, para deducir, por último, el sentido de aquello. Casi todos los símbolos y dibujos de las cartas y de los papeles parecían irrelevantes, aunque había muchos, demasiados para tratarse de una nueva coincidencia, que sugerían imágenes de la cruz. Nunca aparecían más de dos en la misma página, y la mayor parte de ellos eran versiones toscas, porque ninguno de sus autores tenía la solución completa en sus manos, como él la tenía. Pero todos los escritores comprendían algo del acertijo, y sus observaciones sobre la parte que comprendían, bien fuese
haiku,
charla obscena o fórmula química, daban a Jaffe una idea más clara del sistema que acechaba detrás de aquellos símbolos.

Un término que aparecía con regularidad en las cartas más perceptivas era
Enjambre.
Lo había encontrado varias veces en sus lecturas, aunque sin pensar mucho en él. Había una gran cantidad de charla en los escritos sobre la evolución, y supuso que ese término sería una parte de ésas, pero empezaba a darse cuenta de su error. El Enjambre era un culto, o una Iglesia de alguna especie, y su símbolo era el objeto que Jaffe tenía en la palma de la mano. Lo que eso y el Arte tuviesen que ver con cada una de las otras partes no estaba nada claro, pero su consistente sospecha de que existía
un
misterio,
un
viaje, se confirmaba, y le daba la seguridad de que, con el medallón a modo de mapa, encontraría el camino desde el Enjambre hasta el Arte.

Entretanto había asuntos más urgentes. Cuando pensaba en la tribu de sus compañeros de trabajo, con Homer a la
cabeza,
se estremecía sólo de pensar que alguno de ellos pudiera conocer también el secreto que él poseía. No temía, por supuesto, que hubieran podido avanzar en su descodificación, ya que no tenían cabeza para eso, pero Homer era lo bastante suspicaz para olfatear algo, por lo menos alguna pista a lo largo del camino, y la idea de que alguien —en especial el baboso de Homer— pudiese tantear ese tema, esa base sagrada, se le hacía insoportable. Sólo había una forma de evitar este desastre. Tenía que actuar con toda rapidez, destruyendo todo tipo de prueba o huella que pudiera darle una verdadera pista a Homer. El medallón se lo quedaba, eso por supuesto, ya que le había sido confiado por los más altos poderes, cuyos rostros vería algún día. También guardaría las veinte o treinta cartas que le habían ampliado la información sobre el Enjambre; el resto (unas cuatrocientas ), mejor quemarlas. Y las de la colección del Cuarto de las Cartas Perdidas tendrían que ir también al horno. Todas. Tardaría algo de tiempo, pero no había más remedio, y cuanto antes mejor. Hizo una selección de las cartas que tenía en su cuarto, empaquetó las que ya no necesitaba, y se dirigió de nuevo a la oficina de clasificación.

Ya entrado el mediodía anduvo en sentido contrario a la avalancha de la gente, entró en la oficina por la puerta trasera, con el fin de evitar a Homer, aunque conocía lo bastante bien sus costumbres para sospechar que habría salido de su trabajo a las cinco en punto y que estaría bebiendo cerveza en algún sitio. El horno era una pieza antigua, pesada y ruidosa de manejar, mantenido por otra pieza de museo con la que Jaffe nunca había cruzado una sola palabra y que se llamaba Miller, sordo, además, como una tapia. A Jaffe le llevó bastante tiempo explicar a Miller por qué tenía que utilizar el horno durante un par de horas, y empezó con el paquete que había llevado de su casa, lanzándolo de inmediato a las llamas. Después fue al Cuarto de las Cartas Perdidas.

Homer no sólo no se había ido a beber cerveza, sino que lo esperaba, sentado en la silla de Jaffe bajo una bombilla sin tulipa, revisando los montones de cartas que había a su alrededor.

—Bueno, ¿qué tal el botín? —preguntó en cuanto Jaffe entró en la oficina.

Era inútil aparentar inocencia, y Jaffe lo sabía. Llevaba sus meses de estudio grabados en el rostro. No podía seguir como si fuese un ingenuo, ni aun ahora, que se paraba a pensarlo, tampoco lo quería.

—No hay
botín
—dijo, con desprecio hacia el pueril plan de aquel hombre receloso—. No estoy quedándome con nada que tú quieras, o que te sea útil.

—Eso yo lo juzgaré, tonto del culo —repuso Homer, tirando las cartas que estaba examinando al resto de la basura—. Quiero saber qué has estado haciendo aquí además de meneártela.

Jaffe cerró la puerta. No se había dado cuenta hasta ese momento, pero las reverberaciones del horno llegaban a aquel lugar a través de las paredes. Todo lo que había allí temblaba. Las sacas, los sobres, las palabras que había en las páginas encerradas en ellos. Y la silla misma en que Homer estaba sentado. Y el cuchillo, el cuchillo de hoja corta, caído en el suelo, al lado de Homer. El cuarto entero se movía, por ligero que fuese el movimiento. Como si el suelo retumbara. Como si el mundo estuviera a punto de desaparecer.

Y quizá fuese así. ¿Por qué no? No tenía sentido alguno fingir que el
status
seguía siendo
quo.
Él era un hombre que se encaminaba hacia un trono u otro. No sabía aún cuál, ni dónde estaría, pero él necesitaba silenciar a cualquier rival. Nadie le iba a echar nada en cara, ni a juzgarle, o a meterlo en la celda de los condenados a muerte. Él era su propia ley ahora.

—Me gustaría explicarte… —comenzó, con un tono de voz casi poco serio— en qué consiste realmente el
botín.

—Sí, venga —dijo Homer torciendo el labio—, ¿por qué no lo haces?

—Bien, la verdad…, es muy sencillo…

Empezó a acercarse a Homer, hacia la silla, hacia el cuchillo caído al lado de aquélla. La velocidad con que se movía empezó a poner nervioso a Homer, aunque no se levantó.

—…he descubierto un secreto —prosiguió Jaffe.

—Ah.

—¿Quieres saber de qué se trata?

Homer se levantó, y su mirada temblaba, de la misma manera que todo lo demás. Todo, excepto Jaffe. Sus manos, sus entrañas, su cabeza habían dejado de temblar. Se sentía firme en un mundo inseguro.

—No sé qué jodido asunto te traes entre manos —dijo Homer—, pero no me gusta.

—No me extraña —replicó Jaffe, sin mirar al cuchillo: no tenía necesidad de hacerlo, lo sentía—, pero tienes la obligación de saber de qué se trata, ¿verdad? —prosiguió—. Necesitas saber todo lo que ocurre aquí.

Homer se apartó unos pasos de la silla. El aire chulesco que tanto le gustaba aparentar había desaparecido. Se tambaleaba, como si el suelo se hubiera inclinado.

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