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Authors: Clive Barker

Tags: #Terror

El gran espectáculo secreto

 

Cuatro chicas son violadas por dos extraños hombres mientras se bañan desnudas en un lago. Pocos meses después alumbran criaturas extraordinarias: unas, hijas de las tinieblas y la depravación; otras, hijas de la luz y la bondad. En una pequeña ciudad de California se producirá un combate mortal entre fuerzas ancestrales de distinto signo, y nada volverá a ser como antes... Una incursión por los territorios del horror más descarnado.

"He visto el futuro del horror, y su nombre es Clive Barker. Es tan bueno que casi no tengo palabras para expresarlo. Al leer sus libros, presiento que los restantes escritores de terror hemos estado dormidos durante los últimos diez años." Stephen King.

Clive Barker

El Gran Espectáculo Secreto

ePUB v1.0

Creepy
03.04.12

Título Original:
The Great and Secret Show
, 1989

Autor: Clive Barker
[*]

Fecha edición española: 1991

Editorial: Plaza y Janés

Traducción: Jesús Pardo

"Recuerdo, profecía y fantasía; el pasado,
el futuro y el instante de ensueño entre ellos,
son un solo lugar y un solo día inmortal."

Saber esto es sabiduría.

Usarlo es el arte.

Primera Parte:
El mensajero
I

Homer abrió la puerta.

—Vamos, entra Randolph.

Jaffe odiaba aquella forma que tenía de decir
Randolph,
como si Homer conociese todos los malditos crímenes que Jaffe había cometido, desde el primero, y más pequeño de todos.

—¿A qué esperas? —insistió Homer, al observar el aire desganado de Jaffe—. Tienes trabajo que hacer; cuanto más pronto empieces, antes te conseguiré más.

Randolph entró en la habitación. Era amplia y estaba pintada de amarillo bilioso y el gris de los barcos de guerra, como todos los demás despachos y pasillos de la Oficina Central de Correos de Omaha. No se veía mucho de las paredes. A ambos lados, y hasta una altura superior a la de la cabeza, estaba apilado el correo. Sacas, bolsas, cajas y carritos llenos aparecían desparramados por el frío suelo de cemento.

—Cartas muertas —dijo Homer—, lo que ni aun el magnífico servicio de correos estadounidense es capaz de repartir. ¡Menuda perspectiva!

Jaffe se sentía agobiado, pero se esforzaba en no demostrarlo; en que no se le notase nada, sobre todo cuando se hallaba con tipos como Homer.

—Todo esto es tuyo, Randolph —dijo su superior—, tu pequeño trocito del cielo.

—¿Y qué tengo que hacer con ello? —preguntó Jaffe.

—Clasificarlo, abrirlo, y mirarlo, por si hay alguna cosa importante, no vayamos a terminar echando al fuego un dinero precioso.

—¿Es que tienen dinero?

—Algunas, quizá —dijo Homer, haciendo un visaje—, pero la mayor parte es correo perdido, material que la gente no quiere, y entonces, lo devuelve al sistema. Algunas llevan las señas equivocadas, y han estado volando de acá para allá, hasta que, al final, terminan en Nebraska. Y no me preguntes el porqué, pero lo cierto es que cuando no saben qué hacer con algo, lo mandan a Omaha.

—Está en el centro del país —observó Jaffe—: a caballo entre el Oeste y el Este.

—No es el maldito centro —especificó Homer—, pero, aun así, vamos a terminar con toda esta mierda. Tendrás que clasificarlo a mano.

—¿Todo? —preguntó Jaffe, que se vio frente a dos, tres, hasta cuatro, semanas de trabajo.

—Todo —insistió Homer, sin cuidarse de ocultar la satisfacción que sentía—. Todo tuyo; pero te harás rápidamente con ello. Si el sobre tiene algún distintivo gubernamental, lo pones en el montón de quemar. No se te ocurra abrirlo. ¡No jodamos, eh! Todo lo demás lo abres, nunca se sabe qué podemos hallar. —Sonrió con aire de conspirador—. Lo que encontremos, nos lo
repartiremos
—añadió.

Jaffe llevaba nueve días trabajando en Correos, pero ese tiempo le había bastado, y con creces, para darse cuenta de que mucha correspondencia era interceptada por los repartidores, los cuales abrían los paquetes, robaban su contenido, se cobraban los cheques y se reían de las cartas de amor.

—Yo vendré por aquí con regularidad —advirtió Homer—, de modo que no trates de ocultarme nada. Tengo olfato para el material. Sé cuándo hay dinero en un sobre, y sé también si tenemos un ladrón en el equipo. ¿Me oyes? Poseo un sexto sentido, así que no te pases de listo, capullo, porque eso no nos haría ninguna gracia ni a los chicos ni a mí; y tú quieres ser uno del equipo, ¿verdad? —Puso una mano, grande y pesada, sobre el hombro de Jaffe—. Reparte, y reparte por igual, ¿de acuerdo?

—Ya te he oído —repuso Jaffe.

—Bien —dijo Homer y abrió los brazos hacia el panorama de montones de sacos—. Es todo tuyo.

Y se marchó, entre sonrisas y resoplidos.

«Uno del equipo», pensó Jaffe cuando oyó el ruido de la puerta al cerrarse; eso jamás lo sería. No pensaba decírselo a Homer. Se había dejado mandar por él, había representado el papel de esclavo sumiso. ¿Y en su corazón? Él tenía otros planes, otras ambiciones.

El problema estaba en que no había avanzado nada en la consecución de esas ambiciones desde que tenía veinte años. Y ahora, con treinta y siete, cerca ya de los treinta y ocho, no era el tipo de hombre al que las mujeres miran más de una vez, ni poseía esa personalidad que la gente encuentra atractiva. Había perdido el cabello, como su padre. Calvo a los cuarenta, de eso no le cabía duda alguna, sin mujer, y con poco más que lo justo para una cerveza en el bolsillo, porque nunca había sido capaz de conservar un trabajo durante más de un año, dieciocho meses a lo sumo, y siempre afuera, de modo que nunca había podido ascender en los escalafones.

Procuraba no pensar demasiado en ellos, ya que, cuando lo hacía, empezaba a sentir un vehemente deseo de hacer daño, y casi siempre era a sí mismo a quien se lo causaba. Sería sencillo. Un revólver en la boca, cosquilleando la parte de atrás del paladar. Adelante, y ¡Hecho! Ni una nota. Ni una explicación. Además, ¿qué iba a escribir?:
¿Me mato porque no he conseguido ser Rey del Mundo?
¡Ridículo!

Pero… eso era lo que él deseaba. Nunca había sabido cómo, no tenía la menor idea de qué camino debía tomar, mas ésa era la ambición que le atenazaba desde siempre. Otras personas salen de la nada, ¿verdad? Mesías, presidentes, estrellas de cine. Todos se impulsaban a sí mismos para salir del fango, como los peces, cuando decidieron darse un paseo por la Tierra: les crecieron patas, respiraron aire, y se transformaron en algo más de lo que habían sido. Si los jodidos peces lograron una cosa así, ¿por qué no iba él a poder? Pero tenía que ser rápido, antes de que cumpliera los cuarenta. Antes de quedarse calvo por completo. Antes de morir, desapareciendo sin dejar a nadie que lo recordase, excepto como se recuerda a un tonto del culo sin nombre que pasó tres semanas en el invierno de 1969 en una habitación llena de cartas perdidas, abriendo un correo huérfano en busca de billetes de dólar. ¡Menudo epitafio!

Se sentó y miró la tarea que se amontonaba frente a él.

«¡Jódete!», dijo para sí, refiriéndose a Homer, y también al volumen total de mierda que se levantaba ante sus ojos. Pero, sobre todo, refiriéndose a sí mismo.

Al principio fue una tarea ingrata. El mismísimo infierno día tras día, a vueltas con las sacas.

Los montones no parecían menguar ya que Homer llegaba constantemente, sonriendo con sorna, a la cabeza de peones con más bolsas llenas de cartas.

Primero, Jaffe separaba los sobres interesantes (abultados; que sonaban; perfumados) de los anodinos; después, la correspondencia oficial de la privada, y los que tenían garabatos de los de membrete. Una vez hecho eso, empezaba a abrir sobres. La primera semana, con los dedos, hasta que le empezaron a salir ampollas; entonces, usaba un cuchillo de hoja corta que se había comprado con este objeto, y excavaba en el interior como un buscador de perlas, aunque sin encontrar nada la mayor parte de las veces. Algunas, como Homer le había anunciado que ocurriría, encontraba un cheque, y entonces, cumpliendo
con
su deber, lo declaraba a su jefe.

—Se te da muy bien esto —comentó Homer después de la segunda semana—; eres bueno de veras. Quizá te coloque fijo, a jornada completa.

Randolph hubiera querido mandarle a tomar por el culo, pero ya lo había hecho con muchos otros jefes, que lo habían despedido de inmediato, y no se podía permitir el lujo de
perder
también ese trabajo, sobre todo si tenía que pagar el alquiler y caldear su apartamento, de una sola habitación, que le costaba una fortuna. Por lo menos mientras siguiese nevando. Además, algo le estaba ocurriendo mientras pasaba sus solitarias horas en la habitación de las cartas perdidas, algo que, al final de la tercera semana, le hizo empezar a disfrutar, y a comprender cuando la séptima acabó.

Jaffe se encontraba en la encrucijada de Estados Unidos.

Homer tenía razón. Omaha, Nebraska, no era el centro geográfico del país, pero, por lo que a Correos se refería, hubiera podido serlo.

Las líneas de comunicación se cruzaban y se entrecruzaban, para finalmente, dejar allí a sus huérfanos, porque nadie los quería en el resto del país. Esas cartas habían sido enviadas de costa a costa en busca de la persona que las abriera, pero no habían encontrado a alguien dispuesto a hacerlo. Finalmente había ido a parar a manos de Randolph Ernest Jaffe, un donnadie calvo, con ambiciones nunca declaradas y furor nunca expresado, que las abría con su pequeño cuchillo y cuyos ojillos las escudriñaban. Sentado en su encrucijada empezaba a contemplar el rostro íntimo, escondido, del país.

Había cartas de amor, cartas de odio, misivas exigiendo rescate, súplicas, cuartillas en las que los hombres habían dibujado sus pollas, tarjetas de san Valentín con vello púbico, chantaje a las viudas; periodistas, buscavidas, abogados y senadores; correspondencia de mierda y notas de suicidas; novelas perdidas, cartas en cadena y sumarios; regalos sin entregar, regalos rechazados, cartas lanzadas a la selva como botellas al mar desde una isla, con la esperanza de encontrar ayuda, poemas, amenazas y recetas. Todo y mucho más.

Pero todas estas cosas eran lo de menos; en algunas ocasiones las cartas de amor le hacían sudar, y las notas de rescate le inducían a preguntarse si su remitente, al no recibir respuesta, habría asesinado a quien tuviera de rehén; las historias de amor y muerte le impresionaban sólo de manera fugaz. Mucho más persuasiva, y más emocionante, era otra historia que no podía ser articulada con tanta facilidad.

Sentado en la encrucijada del país, Jaffe empezó a comprender que Estados Unidos tenía una vida secreta; una vida que él ni siquiera había intuido. Amor y muerte, eso ya lo sabía. El amor y la muerte eran los grandes lugares comunes, las obsesiones gemelas de canciones y óperas dulzonas. Pero había otra vida, que se insinuaba cada cuarenta o cincuenta o cien cartas, y a cada mil se definía con claridad lunática. Cuando lo decían con sencillez, no era la verdad completa, aunque sí el principio, y cada uno de los que las escribían tenía su loca manera de afirmar algo que no se podía afirmar.

Lo que Jaffe sacó en conclusión fue que el mundo no era lo que parecía. No lo era ni por lo más
remoto.
Fuerzas gubernamentales, religiosas o médicas conspiraban y silenciaban o encerraban a aquellos que tenían algo más que una ligera idea del hecho, mas no podían amordazar o encarcelar a todos. Había hombres y mujeres que se escapaban de las redes, a pesar de lo amplias que éstas fueran; personas que encontraban caminos apartados por los que viajar (en los que sus perseguidores se extraviaban), y casas a lo largo del camino donde otros visionarios
como
ellos les daban de comer y calmaban su red, dispuestos a alejar a los perros que llegaban humeando. Esas personas no confiaban en los teléfonos, ni se atrevían a reunirse en grupos de más de dos por temor a llamar la atención. Pero
escribían.
Algunas veces parecía que
necesitaran
hacerlo, como si los secretos que guardaban tan bien fuesen demasiado ardientes y abrasasen cuanto encontraban a su paso. O porque sabían que sus perseguidores les pisaban los talones, y no tenían otra oportunidad de describirse el mundo a sí mismos antes de que los atrapasen, los drogasen y los encerrasen. En ocasiones, Jaffe percibía una alegría subversiva en aquellos garabatos, adrede mandados a señas vagas con la esperanza de que dejasen atónito al inocente que los recibiera por pura casualidad. Algunas de estas misivas eran como desvaríos torrenciales de consciencia; otras, en cambio, eran concisas, incluso clínicas, descripciones do los cambios que el mundo interior sufre por medio de la magia sexual, o comiendo setas. No faltaban las que utilizaban un absurdo estilo periodístico del
National Enquirer
para ocultar otro mensaje. Aseguraban haber visto OVNIS y cultos de ultratumba; a nuevos evangelistas venusianos, y a psicólogos que sintonizaban con los muertos en televisión. Pero, al cabo de pocas semanas de estudiar esas cartas (y de un
estudio
se trataba, ya que le daba la sensación de ser un hombre encerrado en la más maravillosa de las bibliotecas), Jaffe empezó a comprender la historia que había oculta tras estas tonterías. Rompió las reglas o, por lo menos, lo bastante de ellas como para sentirse tentado. En vez de irritarse cuando Homer abría la puerta y le dejaba otra media docena de bolsas de cartas en el suelo, él las recibía con alegría. A más cartas, más pistas; y cuantas más pistas, más esperanzas de encontrar una solución al misterio. No se trataba de varios misterios, sino de uno, y conforme las semanas se convertían en meses y el invierno se iba suavizando, Jaffe se convencía más de que no se trataba de varios misterios, sino de
uno
solamente. Los autores de esas cartas mostraban el Velo, y cómo correrlo, encontrando su propio camino hacia delante a través de la revelación; cada uno de ellos tenía sus propios metáfora y método; pero, en algún lugar de la cacofonía, había un himno que exigía ser cantado.

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