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Authors: Jeam-Pierre Luminet

Tags: #Intriga, #Histórico, #Relato

El enigma de Copérnico (29 page)

Copérnico y Alejandro Soltysi se conocían muy poco. Hasta entonces se habían evitado: Nicolás, sin admitírselo del todo a sí mismo, veía a Alejandro como uno de los responsables del suicidio de Andreas; y en cuanto a Alejandro, siempre había tenido celos de la amistad y la complicidad que había existido entre su hermano mayor, el difunto capellán del Papa, y el astrónomo. Pero después de aquella reunión, esa pugna sorda en torno a sus dos hermanos muertos desapareció. De todos modos, Alejandro se asombró de que Nicolás predicara la retirada, el perfil bajo, ante el asalto de Dantiscus:

—¿Cómo? ¿Usted, el vencedor de los teutónicos, el sobrino del gran Lucas, el compañero de armas de mi hermano, el gigante que ha colocado el Sol en el centro del Universo, usted me pide que ceda delante de un aborto como Dantiscus? ¡No puedo creerlo!

Copérnico se dio cuenta entonces de que Soltysi ya no lo envidiaba: lo veneraba. La frontera entre la envidia y la admiración es muy tenue. Pero, a riesgo de decepcionarle, suplicó casi a su colega que fuera lo más discreto posible, que escondiera a su familia en un lugar seguro para no provocar al obispo. Soltysi no escuchó aquellos prudentes consejos. Cansado después de estar tanto tiempo a la sombra de su hermano, y de paso a la de Copérnico, se lanzó con ardor a la batalla. Una batalla perdida de antemano, porque ahora se encontraba solo. Los demás canónigos que habrían podido apoyarlo en su defensa de los privilegios del capítulo de Frauenburg eran ya demasiado viejos para responder a la gran ofensiva de Dantiscus. El que habría debido ser su jefe de filas, Nicolás Copérnico, se encerraba en su torre y en su función de administrador del capítulo escrupuloso, inatacable, incluso puntilloso. En cuanto a la Liga prusiana, desde la desaparición de los caballeros teutónicos no era más que una cáscara vacía cuyas milicias se contentaban con desfilar en las fiestas y cuyos jefes estaban divididos, al tomar algunos partido por el gran duque Alberto y los reformados, y otros, los más, por el muy católico rey de Polonia.

Mientras tanto, Dantiscus multiplicaba las exhortaciones, cada vez más firmes y amenazadoras, para exigir que Soltysi se separara de su ama. Pero el canónigo resistía. Un día, como todos los meses, el obispo vino desde su palacio episcopal de Heilsberg para asistir a la reunión del capítulo de Frauenburg. Como de costumbre, la población de la villa se había agrupado a lo largo de la calle mayor que conducía a la catedral, para ver pasar el fastuoso cortejo. De pronto, sonó una voz chillona de mujer desde detrás de la fila de soldados que contenían a la multitud:

—¡Mirad a ese hombre, esa mitra dorada, ese obispo que se dice cristiano! ¡Quiere arrojar a la calle, a la miseria, a una madre y sus cuatro hijos, mientras él derrocha el dinero que le damos para ofrecer palacios en España a sus innumerables bastardos!

La mujer fue detenida de inmediato. Era el ama concubina del canónigo Alejandro Soltysi. La ocasión era demasiado buena. En cuanto acabó de celebrar la misa, y después de un sermón en el que denunció las costumbres disolutas de una parte del clero, Dantiscus erigió en tribunal el pleno del capítulo y colocó en el banquillo al hermano del antiguo capellán pontificio. Copérnico, a pesar de sentirse a sí mismo en peligro, quiso presentarse voluntario para defender al hermano de su amigo. La causa estaba perdida de antemano, porque el escándalo público provocado por la compañera del acusado se había propagado ya por toda la diócesis. Nicolás abogó por que se concediera a Soltysi una pequeña renta. Su intento fracasó. El culpable fue expulsado del capítulo, a la espera de la excomunión del Papa; todos los bienes a que tenía derecho por su condición de canónigo le fueron confiscados, y se le retiró la prebenda que percibía. Era dejarlo desprovisto de todo y con cuatro hijos a su cargo, porque su compañera tardaría en salir de la prisión.

Una vez dictada la sentencia, Dantiscus convocó en su residencia al administrador del capítulo para consultar los libros de registro con él. Así pues, al atardecer Copérnico sufrió la humillación de tener que esperar largos minutos en el vestíbulo helado del palacio episcopal, con los pesados cuadernos de tapas de cartón sobre las rodillas. Disimulando su ira, se preparó a ser, ante su superior, el más humilde de los canónigos, y el más cazurro también, consciente como era de que se estaba jugando la vida apacible que tanto le había costado construir, en compañía de una mujer hacendosa y de algunos compañeros atentos: una vida consagrada por encima de todo al estudio.

Dantiscus salió a recibirlo en persona, bajó la escalera, se excusó con amabilidad por su retraso, ordenó a su secretario que cargara con los registros de su invitado, no dejó que Copérnico le besara el anillo, le tomó del brazo y lo condujo a un saloncito en el que había servido un refrigerio. Luego el obispo empezó a hablar de temas anodinos, sin referirse ni una sola vez al proceso que acababa de tener lugar. El calor de aquel recibimiento fue tal que Copérnico sintió un pánico repentino y se preguntó de qué lado llegaría el golpe.

—¿Sabe que tuve ocasión, en otro tiempo, de asistir a una de sus conferencias, en Padua? ¡Fue magnífico!

—Ignoraba que monseñor hubiese estudiado allí…

—Era muy joven, entonces, y su renombre era tan grande que un humilde bachiller como yo jamás se habría atrevido a presentarse a usted. Más tarde, con ocasión de la boda de su majestad, no me habría perdido ni por un imperio sus charlas. ¿Qué edad tenía usted entonces?

—Andaba por la treintena, creo… Tengo ahora sesenta y cuatro, y…

—Es decir, que yo tengo doce menos que usted. ¿Sabe que el año pasado, cuando cumplí el medio siglo, decidí cortar de modo tajante con mis locuras de juventud? No hay nada más ridículo que un viejo que sigue presumiendo de jovencito.

La alusión era clara, pero el ataque llegaba a destiempo. El canónigo recuperó de golpe todo su orgullo, y paró el ataque con facilidad:

—Apruebo calurosamente a monseñor. Hace ya mucho tiempo que yo también puse mi alma en paz con Dios y mi vida de acuerdo con la función que desempeño. Consagro todo mi tiempo a alabar las bellezas de la Creación y a mejorar la suerte de su rebaño, como su secretario podrá constatar cuando verifique mis registros.

Dantiscus decidió llevar su ataque un poco más lejos. Era exactamente lo que esperaba Copérnico.

—Su casa está perfectamente atendida, por lo que me cuentan. ¿No es su ama una pariente lejana suya?

—¿Quién no es pariente más o menos lejano, en nuestra pequeña Ermland?

—Warmie, reverendo —rectificó Dantiscus en tono seco, porque notaba que su adversario se le escapaba—. En nuestra Warmie, que no es tan pequeña como eso.

Entonces, no sin malicia, Copérnico pasó como sin darse cuenta de hablar en alemán, al polaco, sabedor de que el obispo se desenvolvía con dificultad en la lengua oficial de su obispado.

—En Warmie, exacto. Perdone ese error grosero, monseñor, y esa falta involuntaria a lo que disponen los nuevos decretos del obispado. Mi única excusa son las manías propias de mi edad avanzada. Volviendo a mi ama de llaves, a decir verdad la señora Ana Schillings no es una pariente lejana. Es mi prima, una de las hijas naturales de mi tío, el difunto monseñor Lucas. Se diría que los saludables aires de Ermi…, perdón, de Warmie, son especialmente beneficiosos para el temperamento de los eclesiásticos… Esa señora es, pues, de buena cuna y posee una excelente educación. Estoy enteramente satisfecho con ella. Pero supongo que monseñor no me ha convocado para que le cuente mis problemas de intendencia.

La respuesta rozaba la insolencia. Dantiscus dudó un instante acerca de si debía encolerizarse y exigir que el ama de llaves en cuestión saliera de inmediato fuera de la cocina y de la cama del canónigo. Pero aquel diplomático sutil temía el ridículo más que cualquier otra cosa. De modo que prefirió declararse momentáneamente vencido delante de aquel viejo luchador, cuya capacidad de resistencia había menospreciado. Volviendo al alemán, respondió con su sonrisa más afable:

—Tiene razón, querido amigo. Si he utilizado el feo recurso de la convocatoria oficial, ha sido para dejarle sin excusas para rehusar mis invitaciones. Había acabado por creer que me guardaba rencor por el hecho de que su majestad me haya preferido a mí para regir los asuntos de Warmie.

—Muy al contrario, monseñor. No siento hacia vos el menor resentimiento por eso. Mi amigo el obispo de Kulm, Tiedemann Giese, creyó actuar en mi favor al proponer mi candidatura, pero el cargo habría resultado demasiado pesado para mis viejas espaldas.

Subrayó con fuerza aquel «por eso», cargándolo de sobreentendidos.

El obispo palideció un poco, seguro ahora ya de que Copérnico conocía, de una manera u otra, su implicación en la muerte brutal de Lucas Watzenrode, veinticinco años antes.

—Vamos a cenar —dijo, poniéndose en pie. Y añadió en tono de broma—: Ahora que le tengo aquí, no pienso dejarlo escapar. Quiero que me hable de sus
Revoluciones de los cuerpos celestes
, de la que en toda Polonia me cuentan maravillas. Y le ordeno, me oye bien, señor canónigo, ¡le ordeno que me envíe una copia de esa obra!

Copérnico salió feliz de aquella cena, convencido de que el obispo no volvería a entrometerse en su vida privada. Cantaba victoria demasiado pronto. En efecto, cometió la imprudencia de adjuntar al envío de sus
Revoluciones
la petición de una pequeña pensión para Soltysi, refugiado en una minúscula vivienda fuera de las murallas de la ciudad, así como la puesta en libertad de la compañera del canónigo depuesto. La respuesta de Dantiscus fue lacónica y conminatoria: no iba a cambiar de opinión, y exigía que, en lugar de ocuparse de las ovejas descarriadas, el astrónomo barriera delante de su propia puerta y despidiera a aquella ama de llaves que arrojaba el descrédito sobre un hombre que por lo demás se había labrado una reputación universal como sabio y como filósofo. Si no tomaba las disposiciones pertinentes, el canónigo de Frauenburg correría la misma suerte que su escandaloso ex colega.

Nicolás Copérnico se había hecho viejo. Cierto que su aguda inteligencia y su apetito de conocimientos seguían intactos. Había conservado buena parte de su vigor físico y todavía se dedicaba con placer a la caza y a la esgrima. Pero había llegado a la edad en la que se aspira sobre todo a una vida regular, rutinaria incluso, en la que cada instante de la jornada tiene su empleo definido y sus ritos. Si al levantarse, en el comedor la sopa estaba demasiado caliente o más tibia de lo acostumbrado, o si faltaba la cuchara, se evaporaban de golpe las ideas que había empezado a hacer funcionar su mente al disiparse las brumas del sueño. Si al entrar en su biblioteca, se daba cuenta de que el criado había movido un par de centímetros el tintero y la escribanía para quitar el polvo de la mesa, sentía una irritación infantil que explotaba más tarde con el menor pretexto. Aquellas manías, aquellas jornadas reglamentadas con la exactitud de un reloj, le resultaban indispensables para el trabajo de reelaboración y corrección permanente de sus tablas astronómicas, a las que añadía el fruto de sus raras observaciones desde la terraza de la torre, o de las aportaciones hechas por sus corresponsales.

Por esa razón, el mensaje hiriente del obispo Dantiscus lo llenó de desesperación. El, que antes tardaba apenas un segundo en tomar la mejor decisión, ahora no sabía qué hacer. Por orgullo, no quiso consultar a Giese, ni alertar al cardenal Schönberg, en Roma, del encarnizamiento con que lo trataba el obispo de Ermland. Al final, Copérnico decidió no decidir nada. Para él estaba descartada la opción de despedir a Ana, no sólo porque llevaba la casa a la perfección, cuidando de que ningún obstáculo lo distrajera de sus trabajos, sino también y sobre todo porque ella era la última parcela de ternura y de alegría que le quedaba en medio de su reclusión. Sin ella se secaría, como un árbol que ya no da fruto. De modo que tendría que tergiversar, prometer todo sin importarle qué, y esperar a que un día Dantiscus se cansara de hostigarlo. Ya que su obispo se enfrascaba en unas disputas tan sórdidas, él se colocaría a su mismo nivel.

Su respuesta fue una verdadera parodia del estilo de un viejo canónigo timorato ante su superior: chato, redundante, obsequioso, tembloroso por el temor de perder sus prebendas y privilegios. Voluntariamente, acumuló detalles domésticos, y afirmó haber encontrado una colocación para su ama de llaves junto a su hermana, superiora de un convento de Danzig; pero pedía un plazo hasta la Navidad para despedirla definitivamente, porque, «ya sabe, ¡es tan difícil, en nuestros días, encontrar personal competente…!». Al humillarse así, rebajaba a su interlocutor. No pudo reprimir, sin embargo, una pirueta final, al datar su carta no en Frauenburg, sino en la traducción al griego del nombre alemán: Gynopolis, la ciudad de las mujeres. Tanto peor si Dantiscus no entendía la lengua de Homero.

Luego esperó. Cada semana, salía de la ciudad para visitar la miserable casucha de Soltysi. Uno de los hijos del canónigo expulsado estaba enfermo, y el antiguo médico de Lucas ponía todo su celo en intentar curarlo. No sólo se negaba a recibir ningún pago, sino que además se las arreglaba para «olvidar» a menudo su bolsa encima de la mesa. Consideraba esa ayuda y sus visitas regulares como un deber respecto del hermano de su amigo difunto.

Un mes antes de Navidad, recibió una nueva carta impaciente y más claramente amenazadora de Dantiscus. El obispo le pedía también que no visitara al expulsado Soltysi, porque eso perjudicaba la reputación de toda la diócesis. De nuevo Copérnico prometió, juró que todo se cumpliría en el plazo previsto. Pero supo también que Dantiscus lo espiaba, sin duda por medio de uno de los canónigos que le eran adictos. ¿Hasta qué punto se envilecería el prelado con la intención de aplastarle? Apenas acababa de enviar su respuesta, cuando Radom le anunció la visita de monseñor Giese, obispo de Kulm.

Tiedemann, al entrar, apretó las manos de Nicolás con una solicitud inquieta.

—Amigo mío, amigo mío, estás metido en un mal asunto. Me encontré con Dantiscus hace unos días. Ese hombre, tan cortés de ordinario, está loco de rabia contra ti. Me dijo que te niegas a aceptar su autoridad, que te muestras insolente, hostil a la jerarquía, y que das a Frauenburg un nombre de burdel. ¿Qué sucede? ¿Aún le guardas rencor por haberte quitado el cargo? Un obispado, querido, no es un patrimonio hereditario.

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