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Authors: Lois Lowry

Tags: #Ciencia ficción - Juvenil

El dador de recuerdos (13 page)

—¿Por qué no pedir sencillamente que se cambien las Normas?

—sugirió Jonás.

El Dador se echó a reír; y entonces también Jonás rió entre dientes, a su pesar.

—La decisión fue tomada mucho antes de que tú y yo existiéramos —dijo el Dador—, y antes de que existiera el Receptor anterior y... —calló, esperando.

—Hace muchísimo, muchísimo tiempo.

Jonás repitió la consabida frase. Unas veces le había parecido cómica, otras le había parecido significativa e importante.

Esta vez le pareció siniestra. Quería decir, comprendió, que nada se podía cambiar.

El Nacido, Gabriel, estaba creciendo y pasaba con éxito las pruebas de madurez que hacían los Criadores todos los meses; ya se tenía sentado, sabía coger él solo y sujetar pequeños objetos de jugar y tenía seis dientes. Durante el día, según decía Papá, estaba alegre y aparentaba una inteligencia normal. Pero de noche seguía estando intranquilo, lloriqueaba a menudo y necesitaba atención frecuente.

—Al cabo de todo este tiempo de más que llevo con él —dijo Papá una noche, cuando Gabriel estaba ya Lañado y por el momento descansaba plácidamente en la cunita que había sustituído al capacho, abrazado a su hipopótamo—, espero que no decidan liberarle.

—Tal vez fuera lo mejor —sugirió Mamá—. Ya sé que a ti no te importa levantarte con él por las noches. Pero a mí la falta de sueño me sienta muy mal.

—Si liberan a Gabriel, ¿podremos tener otro Nacido de visitante ?

—preguntó Lily.

Estaba arrodillada al lado de la cuna, haciéndole visajes al pequeño, que respondía con sonrisas.

La madre de Jonás giró los ojos con gesto de consternación.

—No —dijo Papá sonriente, y le revolvió el pelo a Lily—. Es muy raro, de todos modos, que la calificación de un Nacido sea tan incierta como en el caso de Gabriel. Lo más probable es que no vuelva a suceder en mucho tiempo.

—En cualquier caso —suspiró—, aún tardarán en tomar la decisión.

Ahora mismo estamos todos preparándonos para una liberación que seguramente tendremos que hacer muy pronto. Hay una Paridora que espera dos chicos gemelos para el mes que viene.

—Qué mala suerte —dijo Mamá, meneando la cabeza—. Si son idénticos, espero que no te toque a ti...

—Me toca. Estoy el siguiente en la lista. Me tocará a mí escoger cuál criamos y cuál liberamos. Claro que normalmente no es difícil.

Normalmente es sólo cuestión de peso al nacer. Liberamos al más pequeño de los dos.

Jonás, que estaba escuchando, pensó de pronto en el puente, y cómo estando allí se había preguntado qué habría Afuera. ¿Habría allí alguien esperando para recibir al pequeño gemelo liberado? ¿Crecería Afuera, sin saber nunca que en esta Comunidad vivía un ser que a la vista era exactamente igual que él?

Por un instante sintió una pequeña esperanza ilusionada, a sabiendas de que era una tontería. Sintió la esperanza de que Larissa estuviera aguardándole. Larissa, la vieja a la que él había bañado.

Recordaba sus ojos chispeantes, su voz cálida, su manera suave de reír. Fiona le había dicho recientemente que Larissa había sido liberada en una Ceremonia maravillosa.

Pero él sabía que a los Viejos no se les daban niños para criar. La vida de Larissa Afuera sería tranquila y serena, como convenía a los Viejos; no le haría gracia la responsabilidad de criar a un Nacido al que había que alimentar y atender, y que seguramente lloraría por las noches.

—¡Mamá! ¡Papá! —dijo con una idea que le había venido de repente—, ¿por qué no ponemos esta noche la cuna de Gabriel en mi habitación? Yo sé alimentarle y calmarle, y así Papá y tú podríais dormir.

Papá puso un gesto de duda.

—Tú tienes el sueño muy pesado, Jonás. ¿Y si se desvela y tú no te despiertas?

Fue Lily quien dio respuesta a eso.

—Si nadie le hace caso —señaló—, Gabriel grita una barbaridad. Nos despertaría a todos si Jonás no se enterase.

Papá se echó a reír.

—Tienes razón, Lili—laila. Está bien, Jonás, vamos a hacer la prueba sólo por esta noche. Yo descanso y así también dejamos dormir a Mamá.

Gabriel durmió bien durante la primera parte de la noche. Jonás, en su cama, estuvo despierto un rato; de vez en cuando se empinaba sobre un codo para mirar a la cuna. El Nacido estaba boca abajo, con los brazos relajados a los lados de la cabeza, los ojos cerrados y la respiración acompasada y tranquila. También Jonás acabó durmiéndose.

Pero ya a eso de la media noche le despertaron los ruidos que hacía Gabi. El Nacido estaba inquieto, dando vueltas debajo de la colcha; agitaba los brazos y empezaba a lloriquear.

Jonás se levantó, se acercó y le dio unas palmaditas suaves en la espalda; a veces no hacía falta más para que volviera a coger el sueño.

Pero Gabriel siguió retorciéndose muy nervioso bajo su mano.

Sin dejar de darle palmaditas rítmicamente, Jonás empezó a acordarse del maravilloso paseo en barco que le había pasado el Dador pocos días antes: un día luminoso de brisa en un lago claro de color turquesa, y sobre él la vela blanca de la barca, hinchada por el fresco viento que la impulsaba.

No era consciente de estar transmitiendo el recuerdo; pero de pronto se dio cuenta de que se le estaba debilitando, que estaba deslizándose por su mano al ser del Nacido. Gabriel se calmó.

Alarmado, Jonás recogió lo que quedaba del recuerdo con un esfuerzo de voluntad. Retiró la mano de la espalda diminuta y se quedó inmóvil al lado de la cuna.

Volvió a evocar para sí el recuerdo de la travesía. Seguía estando allí, pero el cielo era menos azul, el suave movimiento de la barca era más lento, el agua del lago era más turbia y oscura. Lo retuvo un rato, apaciguando su propio nerviosismo por lo que había ocurrido; después lo dejó ir y se volvió a la cama.

Al amanecer el Nacido se despertó otra vez llorando. De nuevo Jonás acudió a su lado. Esta vez puso la mano con toda deliberación y firmeza sobre la espalda de Gabriel, y soltó el resto del día sedante en el lago. De nuevo Gabriel se durmió.

Pero entonces el que se desveló fue Jonás, pensando. Ya no le quedaba más que una sombra del recuerdo y sentía una pequeña carencia en su lugar. Sabía que podía pedirle otra travesía al Dador.

Una travesía quizá por mar, la próxima vez, porque ahora Jonás tenía un recuerdo del mar y sabía lo que era; sabía que allí también había barcas de vela, en recuerdos que todavía tenía que adquirir.

Pero se preguntó si debería confesarle al Dador que había dado un recuerdo. Aún no estaba preparado para ser Dador él; ni tampoco Gabriel había sido seleccionado para ser Receptor.

Le asustaba tener aquel poder. Decidió no contarlo.

Capítulo Quince

Al entrar en la habitación del Anexo vio inmediatamente que era día de irse de vacío. El Dador estaba rígido en su sillón, con el rostro oculto entre las manos.

—Volveré mañana, señor —se apresuró a decir, pero tuvo una duda—.

A menos que pueda hacer algo por usted.

El Dador alzó la vista hacia él, con la cara contraída por el sufrimiento.

—Por favor —jadeó—, quítame algo de este dolor.

Jonás le ayudó a trasladarse a la silla contigua a la cama. Después se quitó rápidamente la túnica y se tumbó boca abajo.

—Póngame las manos —dijo, porque estando el Dador en aquella angustia quizá hubiera que recordárselo.

Llegaron las manos y con ellas y a través de ellas el dolor.

Jonás hizo acopio de ánimo y entró en el recuerdo que estaba torturando al Dador.

Estaba en un lugar confuso, ruidoso y maloliente. Era de día, primera hora de la mañana, y un humo espeso llenaba el aire, un humo amarillo y pardo, pegado al suelo. A su alrededor, por todas partes hasta donde alcanzaba la vista de aquello que parecía ser un campo, yacían hombres lamentándose. Un caballo de mirada extraviada, con la brida rota colgando, trotaba frenético entre los amasijos de hombres, sacudiendo violentamente la cabeza, relinchando despavorido. Por fin tropezó y se cayó, y no se volvió a levantar.

Jonás oyó una voz a su lado.

—Agua —decía la voz con un gemido ronco.

Volvió la cabeza y vio los ojos entornados de un muchacho que no parecía mucho mayor que él. Churretes de barro le surcaban la cara y el pelo rubio, enmarañado. Estaba tendido de bruces y en
su
uniforme gris relucía sangre húmeda, fresca.

Los colores de la matanza eran grotescamente vivos: la humedad roja sobre el tejido basto y polvoriento, las hojas de hierba arrancadas de un verde sorprendente, en el pelo amarillo del muchacho.

El chico le miró fijamente.

—Agua —volvió a suplicar.

Al decirlo, un nuevo chorro de sangre le empapó la áspera tela sobre el pecho y la manga.

Jonás tenía un brazo paralizado por el dolor, y a través de un roto de la manga vio algo que parecía carne desgarrada y astillas de hueso.

Probó el otro brazo y sintió que se movía. Poco a poco se lo llevó al costado, palpó allí una vasija de metal y desenroscó el tapón, deteniendo de tanto en tanto el pequeño movimiento de la mano para esperar a que cediera la acometida de dolor. Por fin, cuando tuvo abierta la vasija, extendió despacio el brazo sobre la tierra empapada de sangre, centímetro a centímetro, y la acercó a los labios del chico.

Un hilo de agua le corrió por la boca implorante y la barbilla sucia.

El muchacho dio un suspiro. Dejó caer la cabeza, con la boca abierta como si algo le hubiera sorprendido. Un velo opaco se extendió lentamente por sus ojos. Enmudeció.

Pero el ruido continuaba por todos lados: los gritos de los hombres heridos, los gritos que pedían agua, Madre, muerte. Los caballos postrados en tierra relinchaban, alzaban la cabeza y pataleaban enloquecidos hacia el cielo.

Lejos, Jonás oía tronar de cañones. Aplastado por el dolor permaneció horas allí tendido, en aquel hedor espantoso, y oyó morir a los hombres y a los animales, y aprendió lo que era la guerra.

Por fin, cuando supo que ya no podía soportarlo más y que él también preferiría morir, abrió los ojos y se halló nuevamente sobre la cama.

El Dador miraba hacia otro lado, como si no tuviera valor para ver lo que había hecho con él.

—Perdóname —dijo.

Capítulo Dieciséis

Jonás no quería volver. No quería los recuerdos, no quería el honor, no quería la sabiduría, no quería el dolor. Quería otra vez su infancia, sus rodillas desolladas y sus juegos de pelota. Se sentaba en casa solo, mirando por la ventana, viendo a los niños jugar, a los ciudadanos que regresaban a casa en bici de sus jornadas de trabajo en las que no pasaba nada, vidas corrientes, libres de angustia porque él había sido seleccionado, como lo fueran otros antes que él, para llevar la carga por los demás.

Pero la elección no estaba en su mano. Todas las tardes volvía a la habitación del Anexo.

El Dador le trató con dulzura durante muchos días después del terrible recuerdo compartido de la guerra.

—Hay tantos recuerdos buenos —le recordó.

Y era verdad.

Ya para entonces Jonás había experimentado incontables fragmentos de felicidad, cosas de cuya existencia no había sabido nada hasta entonces.

Había visto una fiesta de cumpleaños en la que se festejaba a un niño en su día, y entonces entendió el gozo y el orgullo de ser un individuo, una persona única y especial.

Había ido a museos y había visto cuadros llenos de todos los colores que ahora era capaz de reconocer y nombrar.

En un recuerdo extático, había cabalgado sobre un caballo de lustroso pelo castaño, por un campo que olía a hierba mojada, y había desmontado junto a un arroyuelo donde el caballo y él bebieron un agua fría y transparente. Ahora entendía a los animales; y en el momento en que el caballo se apartó del arroyo y le dio una cabezada cariñosa en el hombro, percibió los lazos que unen lo animal y lo humano.

Había caminado por bosques y había acampado de noche, sentado junto a una hoguera. A través de los recuerdos había conocido el dolor de la pérdida y de la soledad, pero entonces aprendió también la dicha que puede haber en estar solo.

—¿Cuál es el que a usted más le gusta? —preguntó al Dador—. No es necesario que me lo dé todavía —se apresuró a añadir—. Sólo se lo pregunto porque me hará ilusión esperarlo: antes o después lo tendré que recibir.

El Dador sonrió.

—Túmbate —dijo—. Te lo doy encantado.

Jonás sintió la alegría desde el primer instante. A veces le costaba un rato orientarse, saber a qué estaba. Pero esa vez entró directamente en la felicidad que impregnaba el recuerdo.

Estaba en una habitación llena de gente, caldeada por un fuego encendido que iluminaba una chimenea. Por una ventana vio que en el exterior era de noche y nevaba. Había luces de colores: rojas, verdes y amarillas, parpadeando en un árbol que estaba, extrañamente, dentro de la habitación. Sobre una mesa, un candelabro dorado y bruñido sostenía unas velas encendidas que daban una luz suave y vacilante.

Olía a guiso y se oía reír en voz baja. En el suelo yacía dormido un perro de pelo rubio.

También en el suelo había paquetes envueltos en papeles de colores alegres y atados con cintas brillantes. Según estaba mirando Jonás, un niño pequeño empezó a cogerlos y repartirlos por la habitación: se los daba a otros niños, a adultos que evidentemente eran padres, y a una pareja de un hombre y una mujer más viejos, que estaban callados y sonrientes, sentados los dos en un sofá.

Mientras Jonás miraba, empezaron uno por uno a desatar las cintas de los paquetes, a desenvolverlos de sus papeles alegres y abrir las cajas, y a sacar de ellas juguetes y ropa y libros. Exclamaban de alegría y se abrazaban.

El niñito fue a sentarse en el regazo de la mujer anciana y ella le meció y frotó una mejilla contra la suya.

Jonás abrió los ojos y se quedó feliz sobre la cama, gozando todavía de aquel recuerdo cálido y reconfortante. Todo estaba allí, todas las cosas que había aprendido a valorar.

—¿Qué has percibido? —preguntó el Dador.

—Calor —respondió Jonás—, y felicidad. Y... déjeme pensar. Familia.

Era una celebración de algo, una fiesta. Y algo más..., pero no se me ocurre la palabra.

—Ya te llegará.

—¿Quiénes eran los Viejos? ¿Por qué estaban allí?

Eso le había extrañado a Jonás, verles en la habitación. Los Viejos de la Comunidad no salían nunca de su lugar particular, de la Casa de los Viejos, donde vivían tan bien atendidos y respetados.

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