El Dador sonrió tristemente.
—Al fallar el nuevo Receptor, los recuerdos que había recibido se liberaron. No volvieron a mí. Se fueron...
Hizo una pausa y pareció como si forcejeara con la idea.
—No sé exactamente. Se fueron al lugar donde antiguamente existían los recuerdos, antes de que se crearan los Receptores. Por ahí... —e hizo un gesto vago con el brazo—. Y entonces la gente pudo acceder a ellos. Al parecer es lo que sucedía antiguamente. Todo el mundo tenía acceso a los recuerdos.
Fue el caos. Sufrieron de verdad durante un tiempo. Hasta que al fin se pasó, cuando los recuerdos se asimilaron. Pero desde luego aquello les hizo darse cuenta de lo necesario que es un Receptor para contener todo ese dolor. Y el conocimiento.
—Pero usted tiene que sufrir así todo el rato —señaló Jonás.
El Dador asintió.
—Y tú también tendrás que sufrir. Es mi vida. Será la tuya.
Jonás pensó en eso, en lo que sería para él.
—Junto con pasear y comer y... —recorrió con la mirada las paredes de libros—. ¿Y leer? ¿Es eso?
El Dador meneó la cabeza.
—Eso son únicamente las cosas que hago. Mi vida está aquí.
—¿En esta habitación?
El Dador meneó la cabeza. Se llevó las manos a la cara, al pecho.
—No. Aquí, en mi ser. Donde están los recuerdos.
—Mis Instructores de Ciencia y Tecnología nos han enseñado cómo funciona el cerebro —le contó Jonás con entusiasmo—. Está lleno de impulsos eléctricos. Es como un ordenador. Si estimulas una parte del cerebro con un electrodo...
Pero enmudeció al ver una expresión extraña en la cara del Dador.
—No saben nada —dijo el Dador amargamente.
Jonás se quedó escandalizado. Desde el primer día en la habitación del Anexo se habían saltado juntos las Normas de Cortesía y ya eso lo llevaba bien Jonás. Pero esto era otra cosa, esto era mucho más que grosero. Esto era una acusación terrible. ¿Y si alguien le hubiera oído?
Echó una ojeada rápida al altavoz de la pared, aterrado de que el Comité pudiera estar escuchando, como podía hacerlo en cualquier momento. Pero, como siempre durante sus sesiones en común, el interruptor estaba en CERRADO.
—¿Nada? —susurró nervioso—. Pero mis Instructores...
El Dador sacudió la mano como si apartara algo de sí.
—Ah, tus Instructores están bien formados. Conocen los datos científicos. Todo el mundo está bien formado para su trabajo.
—Lo que pasa es que... sin los recuerdos nada significa nada. Esa carga me la dieron a mí. Y al Receptor anterior. Y al que precedió a ése.
—Y así desde hace muchísimo, muchísimo tiempo —dijo Jonás, sabiendo la frase que llegaba siempre.
El Dador sonrió, aunque con una sonrisa extrañamente severa.
—Exactamente. Y el siguiente serás tú. Un gran honor.
—Sí, señor. Me lo dijeron en la Ceremonia. El mayor honor de todos.
Algunas tardes el Dador le despedía sin formación. Jonás sabía, cuando al llegar encontraba al Dador encorvado, meciéndose ligeramente adelante y atrás, con el rostro pálido, que ese día le despacharía.
—Vete —le decía tenso—. Hoy estoy dolorido. Vuelve mañana.
Esos días, preocupado y decepcionado, Jonás se paseaba solo a la vera del río. Los caminos estaban vacíos de gente, salvo los pocos Equipos de Distribución y algún que otro Obrero de Paisajismo. Los niños pequeños estaban todos en el Centro Infantil después de la escuela, y los niños mayores ocupados en sus horas de voluntariado o en su formación.
A solas probaba la memoria que iba adquiriendo. Contemplaba el paisaje en busca de atisbos del verde que sabía que existía en los arbustos; cuando le llegaban destellos a la conciencia, enfocaba sobre él sujetándolo, oscureciéndolo, reteniéndolo en su visión lo más posible, hasta que le dolía la cabeza y lo dejaba desvanecerse.
Miraba fijamente al cielo plano, incoloro, sacándole azul, y recordaba el calor del sol hasta que al fin, por un instante, le caldeaba.
Se paraba al pie del puente que cruzaba el río, el puente que sólo se permitía atravesar a los ciudadanos en misión oficial. Jonás lo había atravesado en excursiones de la escuela para visitar las comunidades exteriores, y sabía que el país que había al otro lado del puente era más o menos igual, llano y bien ordenado, con campos para la agricultura. Las otras comunidades que había visto de visita eran esencialmente como la suya, sin otras diferencias que un estilo ligeramente modificado en las casas, un horario ligeramente distinto en las escuelas.
Se preguntaba qué habría en la lejanía, donde no había ido nunca.
La tierra no acababa más allá de aquellas comunidades cercanas.
¿Habría montes Afuera? ¿Habría zonas vastas y azotadas por el viento como aquel lugar que había visto en el recuerdo, aquel lugar donde murió el elefante?
—Dador —preguntó una tarde, al día siguiente de haber sido despachado de vacío—, ¿qué es lo que le causa dolor?
Al ver que el Dador callaba, continuó.
—La Presidenta de los Ancianos me dijo, al principio, que la recepción de la memoria causa un dolor terrible. Y usted me ha descrito que el fracaso del último nuevo Receptor transmitió recuerdos dolorosos a la Comunidad. Pero yo no he sufrido, Dador. La verdad es que no —Jonás sonrió—. Bueno, recuerdo la quemadura que me dio el primer día. Pero aquello no fue tan terrible. ¿Qué es lo que a usted le hace sufrir tanto? Si me diera una parte de eso, quizá su dolor sería menos.
El Dador asintió.
—Túmbate —dijo—. Es hora, realmente. No puedo seguir escudándote siempre. Antes o después tendrás que recibirlo todo. Déjame que piense —añadió cuando Jonás ya estaba en la cama, esperando, un poco temeroso.
—Muy bien —dijo al cabo de un momento—, ya lo tengo.
Empezaremos por algo conocido. Vamos a irnos otra vez a un monte y un trineo.
Y puso las manos en la espalda de Jonás.
Era más o menos lo mismo, este recuerdo, aunque el monte parecía ser otro, más empinado, y la nieve no caía tan espesa como la otra vez.
Jonás percibió también que hacía más frío. Vio, mientras esperaba sentado en lo alto de la pendiente, que la nieve que había bajo el trineo no era tan espesa y blanda como la otra vez, sino dura, y con una capa de hielo azulado.
El trineo empezó a moverse, y Jonás sonrió de regocijo, imaginándose la emoción de bajar cortando el aire vigorizante.
Pero esta vez los patines no pudieron hincarse en el suelo helado como antes, en el otro monte alfombrado de nieve blanda; resbalaron de costado y el trineo tomó velocidad. Jonás tiró de la cuerda tratando de dirigirlo, pero la pendiente y la velocidad pudieron más que él y ya no se sintió gozando de la sensación de libertad, sino aterrorizado, a merced de la furiosa aceleración que lo arrastraba por el hielo.
El trineo derrapó y chocó con una elevación del terreno y Jonás salió violentamente despedido por el aire. Cayó sobre una pierna retorcida y oyó crujir el hueso. Aristas de hielo afiladas le rasparon la cara y cuando por fin se detuvo, se quedó inmóvil y conmocionado al principio, sin sentir otra cosa que miedo.
Luego vino la primera oleada de dolor, que le dejó sin respiración.
Era como si tuviera alojada en la pierna un hacha que cortase todos sus nervios con una hoja caliente. En medio de aquel suplicio percibió la palabra «fuego» y sintió como si unas llamas le abrasaran el hueso y la carne rotos. Quiso moverse y no pudo. El dolor arreció.
Gritó y no contestó nadie.
Sollozando, ladeó la cabeza y vomitó en la nieve helada. De la cara le goteó sangre sobre el vómito.
—¡Nooooo! —gritó, y el sonido desapareció en el paisaje vacío, en el viento.
Y de pronto estaba otra vez en la habitación del Anexo, retorciéndose en la cama, con la cara bañada de lágrimas.
Capaz ya de moverse, se meció adelante y atrás, respirando hondo para soltar el dolor recordado.
Se sentó y se miró la pierna, que estaba extendida sobre la cama, ilesa. La tajada de dolor brutal había desaparecido. Pero la pierna seguía doliendo horriblemente, y sentía la cara desollada.
—¿Puedo tomar un analgésico, por favor? —suplicó.
Siempre, en su vida cotidiana, había un analgésico para las magulladuras y las heridas, para un dedo machucado, un dolor de estómago, una rodilla desollada por caerse de la bici. Había siempre una dosis de pomada anestésica o una pastilla; o, en los casos fuertes, una inyección que producía alivio instantáneo y total.
Pero el Dador dijo que no y miró para otro lado.
Aquella noche Jonás volvió a casa empujando la bici, cojo. El dolor de la quemadura había sido pequeñísimo en comparación y no le había durado. Pero este dolor no acababa de pasarse.
Tampoco era insoportable, como había sido en el monte. Jonás trató de ser valiente. Recordó que la Presidenta había dicho que era valiente.
—¿Te ocurre algo, Jonás? —preguntó su padre en la cena—. Estás muy callado esta noche. ¿No te encuentras bien? ¿Quieres alguna medicación?
Pero Jonás se acordó de las Normas. Nada de medicinas para lo relacionado con su formación.
Y nada de hablar de su formación. A la hora de compartir los sentimientos se limitó a decir que estaba cansado, que las clases de la escuela habían sido muy agotadoras aquel día.
Se retiró a su dormitorio pronto y a través de la puerta cerrada oyó las risas de sus padres y su hermana mientras bañaban a Gabriel.
«Ellos jamás han conocido el dolor», pensó. Al darse cuenta se sintió desesperadamente solo y se frotó la pierna dolorida. Por fin se quedó dormido. Y una y otra vez soñó con la angustia y la desolación del monte deshabitado.
La formación diaria siguió adelante, y ahora siempre incluía dolor.
El suplicio de la pierna rota empezó a parecer un mero malestar a medida que el Dador, firmemente, poquito a poco, introducía a Jonás en el sufrimiento profundo y terrible del pasado. Cada vez, de pura bondad, el Dador remataba la tarde con un recuerdo de placer lleno de color: una travesía a toda vela por un lago verdiazul; una pradera moteada de flores silvestres amarillas; una puesta de sol anaranjada detrás de montañas.
No era suficiente para suavizar el dolor que Jonás estaba empezando a conocer.
—¿Por qué? —preguntó al Dador después de recibir un recuerdo torturante en el que se había visto abandonado y sin nada que comer, y el hambre le había producido calambres atroces en el estómago vacío y dilatado.
Yacía sobre la cama, dolorido.
—¿Por qué tenemos que guardar estos recuerdos usted y yo?
—Porque eso nos da sabiduría —respondió el Dador—. Sin sabiduría yo no podría desempeñar mi función de aconsejar al Comité de Ancianos cada vez que me llaman.
—¿Pero qué sabiduría se saca del hambre? —gimió Jonás.
El estómago le seguía doliendo, aunque el recuerdo había acabado.
—Hace años —dijo el Dador—, antes de que tú nacieras, muchos ciudadanos presentaron una petición ante el Comité de Ancianos: querían que se aumentara la tasa de nacimientos. Querían que a cada Paridora se le asignaran cuatro partos en vez de tres, de modo que así creciera la población y hubiera más Obreros.
Jonás asintió, escuchando.
—Tiene sentido —dijo.
—La idea era que ciertas Unidades Familiares podrían acoger un hijo más.
Jonás volvió a asentir.
—La mía podría —señaló—. Este año tenemos a Gabriel y es divertido tener un tercer hijo.
—El Comité de Ancianos requirió mi consejo —dijo el Dador—. Para ellos también tenía sentido, pero era una idea nueva y acudieron a mí en busca de sabiduría.
—¿Y usted utilizó sus recuerdos?
El Dador dijo que sí.
—Y el recuerdo más fuerte que se presentó fue el hambre. Venía de muchas generaciones atrás. De siglos atrás. La población había crecido tanto que había hambre en todas partes. Un hambre atroz, que mataba.
Y detrás de ella la guerra.
¿Guerra? Ese concepto no lo conocía Jonás. Pero el hambre sí sabía ahora lo que era. Inconscientemente se frotó el vientre, recordando el dolor de sus necesidades insatisfechas.
—¿Y entonces usted les describió eso?
—Del dolor no quieren ni oír hablar; lo único que buscan es el consejo. Yo me limité a aconsejarles que no se aumentara la población.
—Pero ha dicho que eso fue antes de nacer yo. Muy pocas veces le piden consejo. Sólo cuando..., ¿cómo dijo usted? Cuando tienen un problema que no se han encontrado hasta entonces. ¿Cuándo fue la última vez que pasó eso?
—¿Te acuerdas del día en que voló un avión sobre la Comunidad?
—Sí. Yo me asusté.
—Y ellos también. Lo prepararon todo para derribarlo. Pero me pidieron consejo y yo les dije que esperasen.
—¿Y usted cómo lo sabía? ¿Cómo sabía que era que el piloto se había equivocado?
—No lo sabía. Usé mi sabiduría, procedente de los recuerdos. Yo sabía que en el pasado había habido momentos, momentos terribles, en que unas personas habían destruido a otras por precipitación, por miedo, y con ello habían acarreado su propia destrucción.
Jonás cayó en la cuenta de una cosa.
—Eso significa —dijo lentamente— que usted tiene recuerdos de destrucción. Y me los tiene que dar a mí también, porque yo tengo que adquirir la sabiduría.
El Dador asintió.
—Pero dolerá —dijo Jonás.
No era una pregunta.
—Dolerá terriblemente —confirmó el Dador.
—¿Y por qué no puede tener los recuerdos todo el mundo? Yo creo que parecería un poco más fácil si los recuerdos se compartieran.
Usted y yo no tendríamos que cargar con tanto solos, si los demás tomaran cada uno su parte.
El Dador suspiró.
—Tienes razón —dijo—. Pero entonces todo el mundo estaría cargado y dolorido. Y eso no lo quieren. Y ésa es la verdadera razón de que el Receptor sea tan imprescindible para ellos y le tributen tanto honor. Me seleccionaron a mí, y a ti, para quitarse ellos esa carga de encima.
—¿Cuándo decidieron eso? —preguntó Jonás, iracundo—. No es justo. ¡Vamos a cambiarlo!
—¿Y cómo te parece a ti que lo podríamos cambiar? A mí jamás se me ha ocurrido la manera y se supone que soy quien tiene toda la sabiduría.
—¡Pero ahora somos dos! —dijo Jonás con entusiasmo—. ¡Juntos podemos inventar algo!
El Dador le contemplaba con una sonrisa irónica.