Guardó silencio, sonriendo para sí.
—Y luego empezaron a aparecer las lesiones —prosiguió—: llagas y costras y dientes que se caían. Cambié de forma de vestir; llevaba mucha ropa, cada vez más, incluso en esos días de junio en que el calor es como una taladradora al acecho para sacudirte en la cara. Logré ocultar las pústulas durante, bueno, no sé, meses en cualquier caso, aunque para entonces me dolían, Dios, cómo me dolían. Y finalmente llegó un momento en que no hubo manera de ocultarlo. Por eso fue por lo que mi familia tuvo que marcharse de la ciudad: por vergüenza.
—Pero la sífilis ya tiene cura, ¿no? —le preguntó Urmila—. Con antibióticos, ¿verdad?
—Pues claro. Yo me he curado. Ahora se puede curar…, menos los estragos que te causa en la cabeza.
Fue la lluvia, entrando a chorro por los batientes postigos, lo que despertó a Sonali. Tenía los ojos hinchados y pegajosos; le resultaba difícil abrir los párpados. Estaba tendida de lado, mirando una franja de polvo que se había formado al borde de un tablón del entarimado.
No tenía idea de dónde estaba, la pared podía ser cualquier pared de cualquier sitio; no sabía cuánto tiempo llevaba allí ni qué estaba haciendo en el suelo. Su primera reacción fue ponerse rígida, permanecer absolutamente quieta, como un lagarto, para hacerse invisible.
Tendida en el suelo sin moverse, empezó a escuchar, centrando toda la atención en el oído. Poco a poco empezó a percibir ruido de coches en una avenida cercana; el estribillo de una
vividh-bharati
en transistor; timbres de bicicletas, el petardeo de un motor y el habitual bullicio de la calle, aunque a cierta distancia. Pero allí, en su proximidad inmediata, no había sonidos de ninguna especie; no oía nada: nada que le diera pistas sobre dónde se encontraba ni de si había alguien más en la habitación.
Y entonces oyó algo no tan distante como el rumor de la calle: un chasquido metálico, el ruido de una bisagra sin aceitar, de una verja que se abría despacio. Un momento después oyó pasos que crujían sobre la grava: parecían acercarse, venir hacia ella.
Se dio la vuelta, despacio, y descubrió que estaba tendida en el suelo de una estrecha galería de madera. Incorporándose un poco, se arrastró poco a poco hasta el borde y miró abajo.
Lo que vio fue una enorme sala vacía. Un resplandor tenue, de crepúsculo, se filtraba por un tragaluz roto. Distinguió un pequeño montón de cenizas y leña a medio quemar al extremo de la cavernosa estancia. Ahora empezó a recordarle todo de golpe: la escalinata, el ruido, la multitud congregada en torno a un cuerpo.
Jadeando, volvió a asomar la cabeza para escrutar a su alrededor: no había señales de nadie; la estancia estaba desierta.
Los pasos ya estaban dentro de la casa, probablemente cerca de la escalinata. Sonali retiró rápidamente la cabeza y se quedó quieta, con el aire entrando y saliendo pesadamente de sus pulmones.
Ascendían ahora por la escalinata podrida; oía resonar los zapatos por la estructura metálica. Oyó una voz, de hombre, en alguna parte de la casa. Y luego una de mujer; todavía amortiguadas, aunque los pasos estaban ahora bajo ella, muy cerca del salón de recepciones.
Oyó que entraban aquellos pies, que iban de un lado para otro. Y luego lo único que logró percibir fue el latido de su propia sangre en los oídos. Cerró los ojos, mordiéndose el labio, tratando de hacer acopio de valor para mirar abajo.
—Aquí no hay nadie —dijo una voz. La que hablaba era una mujer; y le resultaba familiar, la conocía.
Alzó la cabeza, muy despacio, acercándose al borde centímetro a centímetro. Entonces un grito brotó de sus labios:
—¡Urmila!
—¡Sonali-
di
! —jadeó Urmila, girando en redondo.
Y, al mismo tiempo, Murugan exclamó:
—Está ahí arriba, vamos.
Sonali dejó caer la cabeza al suelo, aliviada. Enseguida estuvieron junto a ella, en la galería, ayudándola a bajar la escalera, cogiéndola de las manos, y ella lloraba, luchando por respirar, y entre sollozos se oyó a sí misma tratando de hablar, esforzándose por decir algo coherente, pero las palabras le salían mal, atropelladas, en una mezcla sin sentido.
—Cálmate, Sonali-
di
—le dijo Urmila—. No pasa nada; ya estamos aquí. Dime, ¿qué haces aquí? ¿Cuándo has venido?
Sonali apretó la mano de Urmila.
—Llegué anoche. Vine a buscar a Romen; no sé por qué, pero estaba segura de que lo encontraría aquí.
—¿Y lo encontraste? —preguntó Urmila.
Sonali empezó a sollozar de nuevo.
—Eso es lo raro, Urmila. No estoy segura.
Empezó a contarles lo del taxi hasta la calle Robinson, la ascensión de las escaleras, el humo, la gente, el descubrimiento de la galería, el muchacho, la mujer del sari, la fogata, el cuerpo…
—Y luego extendió las manos —concluyó Sonali— y tocó el cuerpo que yacía ante el fuego y le llamó Laakhan. Justo antes de desmayarme logré ver quién era.
Se interrumpió, sofocada.
—¿Quién era? —le preguntó Urmila.
—Era Romen.
Sonali rompió a llorar.
—¿Y la mujer? —terció Murugan—. ¿Quién era la mujer? ¿La conocías?
Sonali sacudió la cabeza de un lado a otro, enjugándose con la blusa el rostro bañado en lágrimas.
—No estoy segura —dijo al fin—. Me parecía conocida, pero no la situé.
Entonces Urmila la tomó de la mano, dando un codazo a Murugan para que se quitara de en medio.
—Inténtalo, Sonali-
di
—la instó Urmila—. Trata de recordarlo. ¿Quién era?
Sonali abrió mucho los ojos al mirar al rostro de Urmila.
—Alguien que tú conoces, Urmila. Estoy segura: por eso me resultaba tan familiar; alguien de quien te he oído hablar y que yo no he visto desde hace años.
Urmila empezó de pronto a balancearse sobre los talones, soltando la mano de Sonali.
—No —gimió, llevándose las manos a la boca—. No puede ser la señora…
—Sí —confirmó Sonali—. Era ella…, la señora Aratounian.
Al despertarse, Antar descubrió que tenía las sábanas empapadas de sudor y que le ardía la garganta. Tambaleándose, se dirigió a la puerta y miró al pasillo: parecía que la cocina se alejaba de él, deslizándose en la distancia. Sintió que le fallaban las rodillas y tuvo que apoyarse en la pared para mantenerse derecho. Giró la cabeza para mirarse la mano y vio que temblaba, despidiendo trémulos destellos sobre la uniforme blancura de la pared. Con pánico creciente, se palmeó la cara, el pecho, los costados, sólo para descubrir que tenía todo el cuerpo estremecido.
Dio un paso hacia la cocina, sin dejar de apoyarse en la pared. Ahora parecía resultarle un poco más fácil, sólo estaba a medio metro del umbral del cuarto de estar, a la mitad del pasillo, entre la cocina y el dormitorio. Inclinándose hacia adelante, alargó el brazo hacia el quicio de la puerta, buscando apoyo para avanzar.
Tocó la puerta con los dedos y se aferró a ella. Entonces un escalofrío le recorrió el brazo extendido y retiró la mano súbitamente, retrocediendo, como si hubiera tocado algo inesperado. Al recostarse en la pared, mordiéndose los nudillos, sintió que se le erizaban los pelos de la barba: era como si en aquella habitación hubiese algo, una presencia que su cuerpo hubiera notado antes de saber que estaba allí.
Avanzando despacio, con cautela, se apartó de la pared y cruzó el umbral. Se quedó paralizado, sin poderlo creer. Le cedieron las rodillas y cayó al suelo.
Sentado como un gnomo en medio del cuarto de estar había un hombre desnudo. Una mata de pelo enmarañado y correoso le caía hasta la mitad de un vientre hinchado y prominente; tenía paja y hojas muertas pegadas al torso, y los muslos cubiertos de una costra de barro y excrementos. Las manos, ceñidas con unas esposas de acero, descansaban sobre su regazo.
Miraba fijamente a Antar con unos ojos inyectados en sangre y llenos de mugre; sus labios estaban abiertos en una sonrisa que descubría unos dientes amarillentos y cariados.
—¿Qué ocurre? —exclamó de pronto una voz, llenando el cuarto a través de los ocultos altavoces de Ava—. ¿Es que no querías verme? He venido un poco pronto, eso es todo.
Antar se levantó y se dirigió despacio hacia el teclado de Ava. Se dio cuenta de que iba rodeando el cuarto, con la espalda contra la pared, manteniéndose lo más lejos posible de la figura, aunque no se tratase de una presencia real.
—¿Dónde te habías metido? —le gritó la figura—. ¿Por qué me has hecho esperar tanto?
La mirada de Antar cayó sobre los muslos cubiertos de una capa de barro y se volvió de espaldas, con un involuntario escalofrío. Alargando la mano hacia el teclado de Ava, volvió a definir los vectores de la imagen.
La figura experimentó un temblor y el torso del hombre desapareció. Ahora sólo quedaba la cabeza, muy ampliada, de tamaño mayor que el normal, a escala de una estatua monumental.
—Supongo que no podías soportar más la vista de mi cuerpo —dijo el hombre, volviendo a reír.
Antar distinguía ahora los gusanos que tenía en el pelo; era algo tan grotesco que se volvió al teclado y puso la cabeza en escorzo. Pero entonces, mientras el corte transversal iba surgiendo poco a poco a la vista, descubrió que Ava había hecho un trabajo tan realista al separar la cabeza, que resultaban claramente visibles todas las venas y arterias. Veía los palpitantes capilares; se reproducía hasta la dirección del flujo de la sangre en movimiento, de modo que parecía que el cuello soltaba cuajarones de sangre.
Antar sintió un sofoco: la cabeza tenía un asombroso parecido con una visión recurrente que se le presentaba en sus peores pesadillas; una imagen de una pintura medieval que había visto una vez en un museo europeo, un cuadro de un santo decapitado que sujetaba bajo el brazo su propia cabeza sangrante, con plena indiferencia, como si se tratase de un repollo recién cogido.
El hombre empezó a gritar mientras su cabeza se echaba cada vez más hacia atrás.
—Bájame, cabrón —gritó—. Mírame a los ojos.
Con una señal, Antar inclinó la imagen de nuevo, y los ojos sanguinolentos se clavaron en él.
—Así que quieres saber lo que le pasó a Murugan, ¿eh? —dijo la cabeza.
—Sí —repuso Antar.
El hombre soltó otra carcajada enloquecida.
—Deja que te lo pregunte otra vez. ¿Estás completamente seguro?
Llovía mucho cuando salieron al porche de columnas de la vieja y destartalada mansión. Las farolas de neón de la calle Robinson tenían un resplandor nebuloso y verduzco, como luces de acuario. Urmila y Sonali se pusieron el sari por la cabeza al salir al pórtico y ver la lluvia torrencial. Murugan echó a correr por el camino de grava. Al llegar a la verja se detuvo a mirar a las dos mujeres, que seguían esperando indecisas en el porche.
—Vamos —gritó con todas sus fuerzas, apremiándolas—. Venga, vámonos.
Su voz llegó al porche como incorpórea, zarandeada por el viento y amortiguada por la lluvia. Urmila tiró del brazo de Sonali y ambas se lanzaron a la carrera, vacilantes al principio, y luego más aprisa, en pos de Murugan, mientras éste corría calle abajo a toda velocidad, hacia el portal del número ocho.
Torciendo a ciegas por la verja del edificio de la señora Aratounian, Murugan chocó de frente con algo que estaba en medio del estrecho camino de entrada. Se incorporó y vio que en medio del paso había dos carritos de bambú, bloqueando la entrada. Parecían tiendas de campaña, cargados hasta arriba con montones de objetos diversos y cubiertos con una lona traslúcida bien estirada.
Murugan se frotaba las rodillas, maldiciendo, cuando Sonali y Urmila le alcanzaron. Urmila pasó rápidamente de costado entre los carritos, llegó a la entrada y se dirigió al ascensor. Cuando estaba en medio del vestíbulo, tenuemente iluminado, vio a dos hombres en cuclillas junto a las escaleras, en camiseta y
lungi
, que fumaban
biris
. A su lado había un mueble grande, un pesado aparador de caoba.
Urmila se detuvo en seco, mirando sucesivamente a los hombres y al aparador. Los hombres le devolvieron la mirada sin perder la calma, mientras el humo de los
biris
ascendía sobre sus cabezas en dilatadas espirales.
Sonali se detuvo al lado de su amiga.
—¿Qué ocurre?
—Eso es de la señora Aratounian —dijo Urmila, señalando el aparador—. Lo tenía en el cuarto de estar. Me acuerdo bien.
—Tienes razón —dijo Murugan—. Anoche lo vi allí.
Dirigiéndose a los dos hombres, Urmila dijo, en hindi:
—¿De dónde han sacado eso?
Uno de ellos movió el pulgar por encima del hombro, señalando la escalera. Un momento después oyeron un fuerte estrépito, seguido de gritos y gruñidos. Tres hombres con el torso desnudo aparecieron por el recodo de la escalera cargando con un enorme sofá de cretona estampada.
—¡Eh! —exclamó Murugan—. Eso también es de la señora Aratounian; ayer estuve ahí sentado viendo la tele.
Alzando la voz, Urmila inquirió:
—¿Qué está pasando aquí?
Uno de los hombres hizo puntería con la colilla del
biri
y, con un golpecito del dedo, lo lanzó a un rincón. Luego, sin prisa, se puso en pie y se estiró.
—Que alguien se muda —dijo entre un bostezo, apoyando el hombro en el aparador—. Y nosotros nos llevamos los muebles.
—¿Quién se muda? —preguntó Urmila.
El hombre se encogió de hombros y se recostó aún más sobre el aparador.
—¿Cómo quiere que lo sepa?
Urmila fue corriendo al ascensor y abrió la puerta, haciendo señas a Murugan y a Sonali de que la siguieran. Entraron apretándose junto a ella y Urmila pulsó el botón del cuarto piso. Ninguno dijo una palabra mientras el viejo ascensor subía despacio por el hueco de la escalera.
El ascensor se detuvo y Urmila salió. Al mirar a la puerta de la señora Aratounian, se detuvo en seco.
La puerta estaba de par en par, sujeta con un ladrillo. Del piso salía luz a raudales, dando un falso lustre a las estropeadas y polvorientas tablas del rellano. En la pared, junto a la puerta, donde antes colgaban las placas, había ahora dos rectángulos descoloridos.
Lo que había más allá de la puerta atrajo irresistiblemente su mirada. El vestíbulo estaba vacío; el cúmulo de objetos y las baratijas habían desaparecido. Las paredes estaban enteramente desnudas. Mientras estaban allí parados, mirando, salieron dos hombres con dos sacos de yute al hombro: llenos a reventar.