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Authors: Amitav Ghosh

Tags: #Ciencia Ficción

El cromosoma Calcuta (13 page)

BOOK: El cromosoma Calcuta
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—Ya entiendo —dijo Sonali—. Sigue.

—Así que le hablé de los relatos y enseguida se mostró de acuerdo conmigo. «Son para despistar, querida», me dijo. «Fíate de lo que te digo.»

—¿Qué quería decir?

—Pensaba que los relatos eran un mensaje para alguien; para recordarle algo…, una especie de secreto compartido. Como esos extraños anuncios que a veces se leen en los periódicos, ¿sabes?

—Qué interesante —dijo Sonali con los ojos muy abiertos—. Puede ser.

—Así que ¿no sabes nada de esos relatos? —preguntó ansiosamente Urmila.

Sonali tomó un sorbo de té.

—No sé si tendrá algo que ver con los cuentos de que hablas —dijo—. Pero sé que a Phulboni le ocurrió algo muy raro cuando tenía veintitantos años. Y tuvo que ver con un tal «Laakhan».

—¿En serio? —Urmila se incorporó impaciente en el asiento—. ¿Qué pasó?

—Todo empezó cuando mi madre le preguntó por qué había dejado de cazar.

—¿De cazar? —repitió Urmila, asombrada—. ¿Quieres decir que Phulboni manejaba armas?

—Sí —contestó Sonali, sonriendo—. Tenía muy buena puntería. Te contaré cómo lo sé.

Recogió las piernas bajo el cuerpo y se recostó en los cojines que había sobre el brazo del sofá, con los rasgos iluminados por una sonrisa tiernamente evocadora.

—Cuando yo era niña, Phulboni siempre estaba entrando y saliendo de casa. Era como un tío para mí: solía llamarle Murad-
mesho
. Vivíamos en un piso pequeño cerca de Park Circus, mi madre y yo solas. Era un apartamento verdaderamente mínimo, pero siempre teníamos montones de invitados, sobre todo escritores y artistas: todas las noches había por lo menos media docena de personas, y Phulboni era uno de los más asiduos. Siempre venía con los mismos pantalones viejos y deshilachados, el mismo cinturón de cuero raído y una camisa blanca almidonada. Sabes cómo huele el almidón cuando se suda, ¿no? Pues así olía él: a tabaco y almidón sudado.

»Era un hombre de un aspecto espléndido: más de uno ochenta de estatura y flaco como una farola. Entonces era muy pobre y vivía solo: su mujer le había abandonado para volver con su familia. En cuanto llegaba, mi madre musitaba a los criados que bajaran corriendo por un poco de
biriani
. Al principio tenía un buen trabajo, en una empresa británica, Palmer Brothers, pero lo dejó cuando empezó a escribir. Quería ganarse la vida escribiendo, pero su obra era demasiado difícil para el público: todas esas palabras dialectales de lenguas de las que nadie ha oído hablar. Su padre trabajaba para uno de esos marajás de las montañas de Orissa, y se había criado en la selva, hablando la lengua de la gente de allí, una infancia un poco salvaje. Por eso adoptó después el seudónimo de Phulboni, por esa región.

»Y como vivía en la selva, muy pronto tuvo que aprender a disparar, pero nunca se lo contó a nadie. Descubrí que era un excelente tirador por pura casualidad.

»Una vez, mi madre actuaba en un
jatra
por los alrededores de Calcuta. Era uno de esos sitios donde la función se hace bajo una enorme carpa de circo. Dentro hay un escenario circular y fuera instalan una feria; ya sabes, puestos de dulces, tiovivos y todo eso.

»Yo me había metido en un hueco debajo de las tablas del escenario y observaba a la multitud, haciendo muecas a los niños y esas cosas. La obra se titulaba
María Antonieta, reina de Francia
. Mi madre hacía de María Antonieta, claro: por entonces ya tenía cierta fama, y si había una reina malvada o una suegra de mal carácter, invariablemente le daban a ella el papel. Mamá estaba iniciando su gran monólogo, ya sabes, el famoso de: “¿Que no tienen arroz? Pues que coman
ledigenis.”

»De pronto alcé la cabeza y vi que entraba Phulboni. Di un grito y eché a correr hacia él, abriéndome paso a empujones entre la gente. Los dos habíamos oído cien veces el monólogo. Me aburría, así que no le dejé ver la obra. En cambio le obligué a dar una vuelta por la feria, para que me comprara
jhalmuri, mihidana
y esas cosas. Entonces llegamos a uno de esos puestos con escopetas de aire comprimido y montones de globos colocados en hileras. Empecé a tomarle el pelo, diciéndole que por qué no probaba a dar a los globos: los escritores no sabéis hacer nada. Él empezó a repetir que no, que no y que no, pero al final cedió. Para mi asombro, no falló ni uno solo de los primeros diez tiros. Le dije: “Eso no ha sido más que suerte, a ver si lo haces otra vez.” Y contestó: “Muy bien.” Retrocedió cinco pasos, y tampoco falló un solo tiro. Se fue aún más para atrás: toda una muchedumbre se congregó para mirarlo. Ni un fallo. Al final, el dueño del puesto le suplicó que lo dejase: “
Sahib
, por favor, discúlpeme, pero si sigue así, ¿qué van a comer mis hijos?”

»Le conté a mi madre el incidente y se quedó tan sorprendida como yo. Phulboni nunca le había dicho una palabra de que manejara armas ni fuese de caza. Se lo preguntó y él se echó a reír, sin hacerle caso. Pero mi madre no era de las que se daban por vencidas. Un día empezó a insistir cuando él había bebido mucho ron y le contó una historia. Pero al día siguiente estaba muy inquieto: dijo que no quería que la historia se supiera y le hizo prometer que no se la contaría a nadie.

—Ah, comprendo. —Urmila no podía ocultar la decepción en su voz.

—De hecho, después de aquello empezó a evitarnos —prosiguió Sonali—. En los últimos años de su vida, mi madre estaba muy preocupada por Phulboni. A medida que crecía su fama, se comportaba de forma cada vez más extraña. Se emborrachaba y se pasaba las noches deambulando por la calle, como si buscara algo; me han dicho que lo sigue haciendo. Mi madre deseaba que viniera a vivir con nosotras, pero él no quería; dejó de ver a sus antiguos amigos y no se mezclaba mucho con nadie. Cuando mi madre se estaba muriendo ni siquiera vino a verla. Estaba convencida de que era porque nunca le había perdonado que le obligase a contarle aquella historia, y jamás entendió por qué. Y debo confesar que yo tampoco.

—¿Y ella te la contó? —preguntó Urmila.

—Sí —contestó Sonali—. Poco antes de morir.

17

Al cabo de tantos años Antar seguía haciendo rechinar los dientes al recordar aquel día en el restaurante tailandés, cuando pensaba en cómo se había quedado en la silla, derrumbado bajo el peso de la humillación, tratando de evitar las miradas que le dirigían desde las mesas vecinas.

Al salir hizo acopio de valor para mascullar una disculpa al gerente.

—En realidad no le conozco —le dijo—. Hoy le he visto por primera vez en mi vida. El pobre está loco, no hay más que verlo. Nunca he tenido nada que ver con él, y espero no verlo nunca más.

De vuelta en la oficina se apresuró a incluir todos los datos de que disponía en el expediente de Murugan y se lo devolvió al director sueco.

—Si esto es lo que significa tratar con el aspecto humano de las cosas —recordaba haber dicho—, me parece que prefiero volver a la contabilidad, gracias.

Salió de la oficina con la seguridad de haber dejado atrás todo el asunto. Pero al llegar a casa se encontró con que el contestador parpadeaba furiosamente: había tres mensajes. Sintió una punzada de aprensión: era raro que tuviese siquiera uno; no recordaba haber tenido nunca más de uno. El instinto le dijo que pulsara el botón de rebobinado y borrara la cinta. Sin embargo alargó la mano y tocó el «Play»; sólo para asegurarse, se dijo, sólo para saber quién era.

Sus miedos iniciales se confirmaron de inmediato. Ahí estaba otra vez aquella voz, resonando a través del aparato, con un tono aún más irritante que en la realidad.

—Oye, idiota de los cojones; crees que todo esto no son más que castillos en el aire, ¿eh?

Pulsando la tecla con el pulgar, Antar cortó el primer mensaje y rebobinó la cinta hasta el siguiente.

—Soy yo otra vez —dijo la misma voz—, tu amigo Morgan; tu necio aparato me ha cortado… —Antar rebobinó hacia adelante para escuchar el tercer y último mensaje, y allí estaba de nuevo la misma voz—: ¿Sabías que tu aparato tiene la capacidad de concentración de un pollo congelado?

Antar apretó firmemente el dedo en la tecla del rebobinado hacia adelante hasta casi el final de la cinta. Pero aún oyó la última frase: «en este mismo momento te está esperando un documento en tu correo electrónico…». Se dio la vuelta para ver el monitor, al fondo del cuarto. Y, en efecto, la alarma parpadeaba en la pantalla. Miró nervioso la centelleante superficie elíptica de la anticuada pantalla: era como tropezarse con un ladrón.

Tuvo que hacer un esfuerzo para serenarse antes de acercarse al teclado. Borró el documento entero sin haber leído una sola línea.

Ahora, sentado al borde de la cama, Antar trató de remontarse a 1995. Recordó que se había deshecho del contestador automático poco tiempo después del incidente: en Alerta Vital tenía correo con voz y desvío de llamadas cuando estaba ausente, así que de todas formas no lo necesitaba realmente. Se rascó la cabeza tratando de acordarse de lo que había hecho con el aparato. Pretendió venderlo o regalarlo, pero nadie lo quería. Tenía un vago recuerdo de haberlo metido en una bolsa de plástico y guardado en un armario, con la ropa y los zapatos viejos.

El armario estaba en el pasillo, entre la cocina y el dormitorio, una cavidad rebosante de cosas donde, a lo largo de los años, había ido vaciando su vida. Levantándose de la silla, se dirigió al armario y miró la puerta cerrada con aire dubitativo. La había abierto por última vez hacía unas semanas, cuando buscaba un viejo ordenador portátil: una avalancha de objetos desechados se derrumbó de los estantes. Puso la mano en el pomo y abrió despacio, haciendo palanca. Un temblor sacudió el armario, pero para su alivio todo permaneció en su sitio.

Empezó a vaciar los estantes, uno por uno, amontonándolo todo en el pasillo: zapatos viejos, tostadoras sin temporizador, paraguas rotos, carpetas de acordeón. Y entonces lo vio, oculto tras un rimero de amarillentos periódicos árabes: un bulto de forma rectangular de color marrón, envuelto en plástico transparente.

Lo sacó del estante y lo llevó al dormitorio, dejando todo lo demás amontonado en el pasillo. Sentado al borde de la cama, lo desenvolvió, soplando el polvo. Pasó un dedo por el rectángulo de plástico transparente que cubría el microcasete del aparato y pulsó el botón de «Eject». Con cierta sorpresa, observó que el mecanismo parecía funcionar. La cinta saltó y la limpió cuidadosamente con la esquina de la sábana.

Volvió a introducir la cinta y enchufó el aparato. La luz intermitente se encendió y la cinta empezó a girar. Y entonces, entre los chirridos de las polvorientas ruedas del casete, oyó una voz, deformada por el paso del tiempo pero aún más o menos inteligible. Subió el volumen.

—Oye, idiota de los cojones —dijo la voz, exactamente igual que la recordaba—; crees que todo esto no son más que castillos en el aire, ¿eh? ¿Crees que no tengo pruebas? Pues déjame decirte algo: no sé a qué llamarán pruebas en tu pueblo, pero tengo algo que a mí me vale.

»¿Recuerdas que mencioné a un tal W. G. MacCallum, un doctor e investigador que hizo uno de los mayores descubrimientos sobre la malaria en 1897? Pues escucha esto: lo que hizo ese tío fue demostrar que los “bastoncillos” que Laveran había visto no eran flagelos, tal como pensaba el gran hombre. En realidad eran exactamente lo que parecían, es decir, esperma; y hacían lo que hace el esperma, o sea, niños. Se podría pensar que no hace falta ser Galileo para descubrir una cosa así: pero ¿qué es lo que parecen, por amor de Dios? El caso es que MacCallum fue el primero en averiguarlo. No el primero en verlo, sino el primero en descubrirlo. Laveran lo vio antes que él, pero no lo comprendió: supongo que el gran Laveran no pensaba mucho en asuntos sexuales. Ronnie Ross lo vio un año antes que MacCallum y creyó haber visto a su padre. Fuera de bromas: pensó que el flagelo era una especie de soldado que iba a la guerra, como papá Ross en su caballo blanco. En serio, piénsalo: Ronnie ve esa cosa en forma de pene que cruza a nado su platina y empieza a fecundar un óvulo, ¿y qué le sugiere? Le parece la carga de la Brigada Ligera. La moraleja es que el hecho de que un tío haya salido de la Inglaterra victoriana, no significa que la Inglaterra victoriana haya salido de él.

Entonces se oyó una señal sonora y la voz se interrumpió bruscamente. Un momento después prosiguió:

—Soy yo otra vez, tu amigo Morgan; tu necio aparato me ha cortado. Bueno, ¿por dónde iba? Ah, sí; MacCallum.

»De todas formas, MacCallum no era más que un crío, un yanqui pletórico de vigorosas hormonas, y sabía bien lo que había visto. Se apresuró a escribir un artículo y lo presentó en un importante congreso de medicina en Toronto, en 1897. Cayó tan bien que tuvo que hacer
jogging
con Mr. Germicida en persona, lord Lister.

»Bueno, así que MacCallum fue el primero en descubrirlo. Pero cuando empezó a dedicarse a la investigación, trabajaba con todo un equipo en la Johns Hopkins de Baltimore. Los demás componentes del equipo eran Eugene L. Opie y un individuo llamado Elijah Monroe Farley. MacCallum y Opie eran los barandas, mientras Farley hacía las veces de chico de los recados. No duró mucho. Justo cuando el equipo empezó con la malaria, a Farley le entró el prurito de ver mundo. Ofreció sus servicios a un grupo misionero de Boston, y antes de que nadie se diera cuenta se embarcó para la India.

Ahí hubo otra interrupción. Con un comentario ofendido, la voz de Murugan prosiguió:

—Vale, así que quieres saber cómo me he enterado de todo esto, ¿eh? Ocurrió así: hace un par de años fui a Baltimore a hojear los archivos particulares de Eugene L. Opie. Estaba comprobando sus notas de laboratorio, y ¿con qué crees que me encontré? Con una carta del doctor Elijah Monroe Farley dirigida a Opie. Era como si la hubiesen puesto allí para que yo la encontrara. Farley escribió esa carta después de una visita a un laboratorio de Calcuta: un laboratorio dirigido por un tal D. D. Cunningham. Ése era el laboratorio donde Ross completó la última vuelta de su carrera, en 1898. Pero la carta estaba fechada en 1894, y fue lo último que Elijah Farley escribió en su vida.

»Para resumir la historia: ¿sabes qué había en la carta? Pues un montón de cosas, quiero decir páginas y más páginas de datos, pero oculta bajo toda la basura había una frase que demuestra que Farley ya había averiguado la función de los llamados “flagelos” en la reproducción sexual, mucho antes de que MacCallum. Es decir, ya sabía lo que MacCallum no había descubierto aún. Y cuando cotejé fechas y documentos, resultó que el único sitio donde podía haberlo averiguado era en Calcuta. Pero ¿por quién se habría enterado? D. D. Cunningham ni lo sabía ni le importaba, y en aquella época el nivel de investigador de Ronnie Ross podía compararse con el de una escuela Montessori. El caso es que Ronnie
nunca
logró resolver el asunto de los flagelos por sí mismo: simplemente no podía ponerse a estudiar toda aquella actividad sexual que se desarrollaba bajo su microscopio. No lo descubrió hasta 1898, cuando Doc Manson le envió por correo un resumen de los hallazgos de MacCallum.

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