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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

El Combate Perpetuo (5 page)

En el alistamiento de la escuadrilla revolucionaria participan hombres de una docena de nacionalidades. Y en su tripulación ingresan aventureros, desertores, mercenarios. También voluntarios criollos, gauchos y orilleros. Algunos provienen de las cárceles. Se completa la tropa con delincuentes menores, esclavos negros y mulatos marginados. ¿Quién podría ser el jefe de esos individuos heterogéneos y díscolos?

Mientras el Director Supremo hesita ante la magra lista de candidatos a jefe, se van concluyendo los trabajos impulsados por Larrea, White, Matheu y Brown, lográndose en menos de un mes y medio erigir contra el enemigo dos centenares de cañones.

Los gauchos que detienen su cabalgadura para observar la construcción de la escuadra, introducen sus dedos bajo el pañuelo para rascarse la espesa melena. ¿Cómo podrá lucharse arriba de estos cajones? Los gauchos pueden entrar con sus caballos en el río hasta que el agua les llega al cuello y enlazar a los realistas que se sienten seguros en sus botes, arrastrándolos a tierra ahogados o estrangulados. Están acostumbrados a las boleadoras, el sable y la lanza, cayendo por sorpresa, como trueno, arremetiendo y escapando para volver a arremeter. ¿Qué clase de ataque podrían llevar a cabo encerrados en buques que en lugar de lanzas emplean cañones?

V

El jefe de la escuadra patriota tiene que ser electo a partir de una terna formada por el francés Courrande, el norteamericano Seaver y el irlandés Brown. Al Director Supremo le asiste la conciencia de su responsabilidad. Un error no sólo produciría la destrucción de esta segunda escuadra, sino el inmediato asalto de Buenos Aires por la flota de Montevideo. España, liberada del yugo francés, se dispone a recuperar su autoridad en las colonias insurgentes: han llegado noticias de que el violento general Morillo, a la cabeza de un poderoso ejército de represión, se alista para venir al Río de la Plata. Si aplastan este centro revolucionario, toda América austral quedaría nuevamente bajo el dominio de Fernando VII.

Gervasio Antonio Posadas, Director Supremo de las Provincias Unidas, repasa una vez más, con la frente transpirada, los antecedentes de la terna. La elección es más difícil de lo esperado.

Estanislao Courrande cuenta en su haber valientes acciones corsarias contra los ingleses, cuyo comercio venía hostilizando desde 1803.

Benjamín Sea ver nació en Estados Unidos pero juró lealtad a Su Majestad británica. Llegó a las Provincias Unidas con el propósito de comerciar mulas. Un accidente lo obligó a recalar para reparar las averías de su goleta. Ocho marineros quedaron a bordo y se hicieron a la vela, abandonándolo. Para resarcirse de la pérdida no vaciló en robar dos buques españoles. Simpatizó con los patriotas y éstos, admirando su ingenio y arrojo, le encargaron recuperar el queche
Hiena
, capturado por los realistas. Aunque el objetivo fracasó —la alarma previno a la tripulación del queche, que zarpó poniéndose a salvo—, Seaver apresó dos faluchos de guerra en esta reñida acción nocturna, produciendo cuantiosas pérdidas al enemigo.

Guillermo Brown se ha granjeado el respeto de los pocos marinos que ya trabajaban para las Provincias Unidas. Su inteligencia en la táctica y su audacia en la acción, su sensibilidad con los subordinados y su caballeresca arrogancia con los superiores, le conferían rasgos de caudillo. Además, tenía una sólida formación náutica y un acabado conocimiento de las aguas donde se desarrollarían los combates.

Posadas designa a Brown Jefe de la Escuadra. Brown tiene treinta y siete años, de los cuales se pasó más de cinco lustros en el mar.

Seaver se ofende y no acepta la autoridad del irlandés. Pero los acontecimientos se precipitan; la escuadra española emerge del río como una interminable muralla erizada de fusiles y cañones, lista para un ataque devastador. Brown se adelanta a una posible indisciplina del norteamericano avisándole que izará su insignia en la
Hércules
y "barco ninguno de la Patria, bajo pretexto cualquiera, podrá abandonar este puerto antes que la
Hércules
". Le ordena que apronte su goleta y le anuncia que recibirá un libro de señales, al que "dará usted exacto cumplimiento en nombre de la Patria y en el de todos los que desean el triunfo de su causa". "Encarezco a usted la mayor decisión y pericia en el manejo de su buque contra el enemigo común". Por último, le desea "el mejor éxito y gloria como compañero de armas".

Benjamín Franklin Seaver, capitán de la goleta de guerra
Julieta
, lee con disgusto el mensaje de quien se considera su jefe y le responde con una estocada irónica. Ignora —dice— que él (Seaver) o su goleta "estén agregados al resto de la escuadra como para que el capitán Brown le haya dirigido la nota precedente".

Brown sabe que esta indisciplina puede generar una derrota. Comprende la dignidad de sus subordinados, pero no admite conductas que dañen la estrategia del, combate. O se acata su autoridad o queda sellado el fracaso. Se dirige a Larrea, denunciando que está muy disgustado" como consecuencia de un bosquejo, o plan, que yo le entregué" (a Seaver) y que no fue tenido en cuenta. Brown recuerda que no había querido asumir el mando de la escuadra, pero acabó aceptando la honrosa designación efectuada por el Director Supremo: a pesar de tener motivos importantes, "mis deseos por el bienestar de la nación me indujeron a servir como comandante de la flota pero, para gran sorpresa mía, existe otro comandante". Atribuye a su ex socio White —con quien rompió poco tiempo atrás— los errores en las designaciones. White "demuestra mucha actividad en todo sentido menos el correcto". Además, agrega, "su morosidad ha determinado que la flota permaneciera en el puerto una quincena más de lo necesario". Se excusa por no entrar en detalles, concluyendo" que el Gobierno ha de decidir entre confiar el mando a Seaver, o exonerarle del servicio, por cuanto un cooperador conjunto como el que el sutil señor White desearía introducir, no puede ser el bienestar de la escuadra nacional".

Larrea muestra la carta al Director Supremo. Se convoca a una reunión general de ministros. El tiempo juega en favor de España; algunos creen que ya no vale la pena sacrificar hombres en combates fluviales. Larrea insiste para que se defina la autoridad de la escuadra. Nadie acepta exonerar al intrépido Seaver. ¿Y Brown, entonces? Por un minuto cruza por la sala el espectro de la derrota, por un minuto surge la posibilidad de eliminar al altivo irlandés. Quizá ya es demasiado tarde para atacar Montevideo, se continúa insistiendo. Los pañuelos con puntillas salen de las mangas para secar los rostros transpirados.

—Está bien —acuerda el Director Supremo—: no toco a Seaver. Pero Guillermo Brown seguirá como jefe de la escuadra nacional.

Era una fórmula de transacción. Para algunos era una fórmula confusa y riesgosa. Pero con ella se acababa de elegir el camino que salvaría a la Revolución de Mayo.

VI

Guillermo Brown considera que no hay tiempo para ejercicios. Despliega su insignia en la fragata
Hércules
y parte hacia un encuentro audaz con la indominable escuadra realista comandada nada menos que por el bravo capitán de navío Jacinto de Romarate. Romarate había luchado a las órdenes de Liniers contra las invasiones inglesas y realizó una heroica y tenaz defensa de Buenos Aires. No entendió la Revolución de Mayo, a la que consideraba una enojosa sublevación. El fue quien destruyó la primera flotilla patriota y envió a prisión al enloquecido Azopardo. Su acendrada lealtad a Fernando VII no le permitiría ceder el control de las aguas.

El combate empieza el 10 de marzo y se prolonga hasta la mañana siguiente. Brown pretende apoderarse de la isla Martín García, pórtico de los ríos interiores. Las baterías escupen sus descargas y una densa humareda va cubriendo el campo de acción. La
Hércules
, empujada por los disparos enemigos, encalla en un banco de arena. Enseguida se convierte en el blanco principal de los españoles. Durante horas soporta una metralla inacabable. Sobre cubierta cae ensangrentada una cuarta parte de sus hombres. Los marinos españoles, formados en la Real Armada, corroboran su franca superioridad sobre las sucias y torpes fuerzas de las Provincias Unidas.

Mientras la
Hércules
se afana por liberarse del banco, el resto de la escuadra patriota se empeña en hostilizar a Romarate para sacarlo del lugar. Benjamín Seaver y otros oficiales son barridos por las balas. Comienza la lista de nuestros mártires navales. El cirujano Bernardo Campbell no alcanza a socorrer a tantos heridos, ni posee los elementos necesarios para desinfectar heridas o entablillar fracturas. Con los ojos fuera de órbitas, hinchado de rabia, denuncia que "varios de nuestros hombres más valientes estarían aun vivos quizá, si hubiesen existido a bordo los medios con qué socorrerlos. No los había, y nuestro botiquín era más apropiado para alguna vieja o para enfermos de consunción, que para marineros (...) que sólo necesitan aquellos remedios indispensables para curar heridas, accidentes, de los cuales no se nos ha provisto; pudiendo afirmar con seguridad que una onza de tela emplástica con un poco de seda para ligaduras, habría sido de mayor utilidad a este buque, que el botiquín entero".

Al caer la noche cesan los disparos. Sobre la cubierta del
Hércules
yacen decenas de hombres muertos o heridos. Brown camina entre los moribundos, distribuye agua y ron, pronuncia palabras de aliento. Teme haber empezado mal su carrera. Pero no está dispuesto a retirarse: logrará la victoria: Le aconsejan volver a puerto para reparar las averías.

—No. Que prosigan los esfuerzos para reflotar la nave; que se pidan tropas frescas a Colonia.

No pega los párpados en toda la noche. Hace un balance de las pérdidas, reflexiona sobre el poderío del adversario que seguramente aumentará en las horas que faltan hasta el amanecer. Sus hombres son, en su mayoría, hombres de tierra. Se adaptará a la realidad. Confecciona un plan y lo comunica a sus oficiales. A las cuatro de la madrugada se desprenden numerosos botes que se desplazan en silencio hacia la costa. Es un desembarco temerario bajo la protección de los negros tules que aún flotan sobre el río. Pero la pupila alerta de los vigías españoles descubre la maniobra y abren fuego. Los tules negros son destruidos por el resplandor de los fogonazos. Los patriotas huyen del ventarrón de proyectiles. Caen en la playa, algunos trepando la colina. Al desastre naval de la víspera se añadiría el terrestre. El avance queda bloqueado.

Brown no duda ya. Corre hacia el tambor y el pífano y ordena que toquen el
Saint Patrick' s Day in the morning
. La tropa se estremece y a viva fuerza, con impulso arrollador, consigue tomar la plaza de Martín García.

Romarate, que ya había gastado casi todas sus municiones, prefiere alejarse hacia Montevideo. Los argentinos prorrumpen en una gritería ensordecedora. Agitan pañuelos, vendas, manos, banderas, se abrazan, cantan, aúllan. La
Hércules
puede ser reflotada y, ebria de gozo, se dirige a Colonia para su reparación. Los sobrevivientes están aturdidos. Ganaron a costa de mucha sangre. Se inmolaron ciento diez vidas y se perdieron cuatro jefes: Benjamín Seaver, comandante de la
Julieta
y candidato rival de Brown; Elías Smith, comandante del buque insignia; Martín Jaumé, jefe de las fuerzas de desembarco y Roberto Stacy, ayudante de Brown. Victoria arrancada con el propio despedazamiento. De las ciento diez víctimas, la mitad era criolla y la mitad extranjera.

Buenos Aires festeja el triunfo de Martín Carda y pide a Brown que dé caza al temido Romarate. Brown responde que no se dispersará en acciones inútiles: su objetivo es la liberación de Montevideo, no Romarate. Sin esa fortaleza Romarate estará perdido. Insiste en su punto de vista ante Larrea y el Consejo de Estado. Trata de persuadir a Posadas. No es fácil: son tan lábiles ante el éxito —que tanto necesitaban— que pierden de vista la meta fundamental.

El casco cribado de la fragata
Hércules
se repara con cueros negros de vacuno; su curioso aspecto le vale un nuevo nombre: "la fragata negra". Brown obtiene más embarcaciones. Ha inyectado optimismo en Buenos Aires. Cuatro años atrás, exactamente, se habían proferido los primeros gritos de libertad en un clima de euforia, que pronto se reinstalará. Pero antes, la Revolución demandará otro holocausto.

Jacinto de Romarate, tenaz y astuto, había fondeado en Arroyo de la China, donde reorganizó y reaprovisionó sus buques. Una pequeña fuerza patriota le da alcance, engañada sobre su capacidad de resistencia. El bravo español apostó cañones en la costa y aguarda como un tigre agazapado. Dos naves perseguidoras encallan y se convierten en el blanco de un ataque devastador. Muere el comandante patriota. Muere el que lo reemplaza. Muere el que reemplaza al reemplazante. El cuarto cae herido. El que manda la goleta
Carmen
vuela con las astillas de su buque.

El revés no perturba demasiado el ánimo de Brown. Aspira al encuentro definitorio. La escuadra enemiga lo obsesiona. Es superior en pertrechos y entrenamiento. No importa. Irá a desafiarla. Pero con un plan: atraerla hacia las aguas profundas, luego interponerse entre ella y la costa, bloqueándole la retirada.

—Y accionaré todos los cañones.

Los habitantes de Buenos Aires fluctúan de humor. Al alborozo de Martín García sigue la congoja por Arroyo de la China. El abatimiento se transforma en alacridad y el regocijo en tribulación. El temple de Brown y su empeño en derrumbar la fortaleza de Montevideo reflota el entusiasmo. Lo reflota un poco. Es más fuerte el deseo de victoria que la esperanza. Una multitud se derrama por la Alameda para despedir a los valientes. El atardecer espolvorea con rosas las azoteas y los campanarios desde donde se estiran brazos y cabezas. Vitorean al héroe de Martín García que, enhiesto en popa, contempla al pueblo exaltado; viste su uniforme de gala, como si navegase a una recepción y no al fiero combate. Empiezan a cantar el Himno. Retumba el cañón. El Gobierno ruega por el éxito, pero duda del éxito. Las cinco naves con las velas desplegadas como redondas alas blancas, marchan hacia el horizonte que se tiñe de rojo, preludiando la carnicería.

Días después emerge ante Montevideo, en línea de combate, la insolente flotilla patriota comandada por Brown. La ciudad ya se habituó al bloqueo terrestre. No era grave porque a través del agua llegaban víveres y hombres. Pero el desafío de este pentagrama náutico llegado desde Buenos Aires cambia la situación. A partir de ahora el sitio de Montevideo es total. Se interrumpe el aprovisionamiento y quedan cortadas las comunicaciones. La pretensión de las Provincias Unidas no se conforma sino con la rendición de la plaza. Y el jefe realista no está dispuesto a entregarse hasta que ardan los cimientos donde pisa: que se convierta en otra Troya, primero bloqueada, y después arrasada.

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