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Authors: Marcos Aguinis

Tags: #Aventuras, Histórico

El Combate Perpetuo (4 page)

Sonríe ante el travieso desafío de los emblemas blanquicelestes —un color tan pálido— contra las franjas ignívomas de la Corona. Le fascina la temeridad del proceso: esta gente no dispone de tropas adecuadas para defenderse de las aguerridas formaciones realistas que vendrán a aplastarlas, ni asomo de escuadra para detener un solo buque adversario. Pero le gusta, lo marea, lo embriaga, lo deleita la palabra que se repite con obsesión y que aprende a pronunciar y gritar: libertad, libertad. En su defectuoso castellano se desgañita en la plaza, frente al adusto Cabildo.

Elizabeth —cuando él le narra exaltado lo que ha visto— comprende su transformación. No es un hombre diferente: ha vuelto a ser el Guillermo de Foxford, el que conoció a través de gestos, impulsos, relatos llenos de pasión. Le acaricia la diestra huesuda y contempla su nariz larga, su mentón abultado, sus labios gruesos y entreabiertos, sus ojos rejuvenecidos. Intuye que ha calzado en una ruta plagada de incertidumbre y de tormentas. Que la ha elegido y no la abandonará.

Por el momento Guillermo Brown carga su pequeño buque y parte hacia Brasil: debe continuar —trabajando como marino mercante. Lo acompaña su esposa. Llegan a la lejana y pintoresca Bahía. Pero sus autoridades le deparan una sorpresa terrible: consideran que sus papeles no cumplen los requisitos legales. No escuchan sus protestas ni ruegos: proceden con dureza y le confiscan la nave. ¿Qué hacer? El perjuicio económico resulta demasiado serio; no tiene recursos para comprar otro buque ni reponer las mercaderías. Golpe muy severo, este que le infligen los portugueses. Lo hunden en un fondo de saco. Y para salir de él no tiene más alternativa que desandar el camino, retornar a Inglaterra donde dejó fondos y está la familia de Elizabeth. Es un regreso desagradable, encapotado. Pero inevitable. Permanecerá lo necesario para recomponer su patrimonio. Además, dentro de pocos meses su mujer dará a luz; conviene que la asistan en Londres, aunque sigue determinado a construir su hogar junto al Río de la Plata.

En Inglaterra retorna los contactos. Los años de actividad comercial en la isla no fueron estériles. En octubre nace Elisa, la rubia y grácil Elisa que sólo permanecerá diecisiete años en el mundo. Guillermo no oculta la verdad a su familia: no se quedará en Europa. ¿Por qué empeñarse aún en la aventura?, preguntan sus cuñados. No es aventura, no... no sabe explicarse. Allí, en "el fin del mundo", un pueblo harapiento hará triunfar algo grandioso que se frustró en Irlanda. Su tío lo hubiera acompañado radiante a esa plaza embarrada por la lluvia pertinaz para dar voces y golpear los portones del Cabildo.

—Pero, ¿y qué tiene eso que ver con tus negocios?

Decididamente Guillermo no sabe explicarse. Su respuesta es comprometer la totalidad de su fortuna en otro buque que bautiza con el apócope del nombre de su mujer y que ya es el de su primera hija: Elisa. Se juega a cara o cruz. Pero dejará al margen del riesgo lo que más adora: esta vez partirá solo para acondicionar el camino. Las mujeres quedarán en Inglaterra hasta que él se establezca en Buenos Aires y pueda recibirlas como merecen. La decisión es dura, tiene que soportar advertencias, consejos y hasta amenazas. No cede porque bulle una premonición. Los mazazos del infortunio le han golpeado la nuca muchas veces y percibe la proximidad de otro impacto. Zarpa solo, con inquietud, con pena.

En efecto, en las proximidades de la ensenada de Barragán naufraga su buque. Es el impacto presentido.

Pero no pierde la serenidad. Como en Metz, como en Verdún, se ilumina ante el peligro. Controla a la tripulación, imparte órdenes precisas. Y salva la totalidad del cargamento. Después organiza un convoy, se pone a su cabeza y parte hacia Chile por tierra. En las poblaciones del trayecto vende las mercaderías rescatadas del naufragio. No ha hecho ni la mitad del camino y ya puede conformarse con una ganancia excelente. Entonces tuerce hacia Buenos Aires, donde se asocia con el dinámico, fascinante y rico comerciante norteamericano Guillermo Pío White, a quien había conocido en vísperas de la Revolución de Mayo. Entre ambos compran la fragata
Industria
para realizar el primer servicio de cabotaje sistemático entre esta ciudad y Colonia.

Contento, escribe a su mujer avisándole que puede venir con la pequeña Elisa y el recién nacido Guillermo; los espera ansioso y feliz.

IV

La dicha no puede ser un estado duradero en quien está signado para alternar vacas gordas y vacas flacas.

La fragata
Industria
de Brown y White es abordada por la poderosa flota realista que mantiene su base en Montevideo. Le secuestran la mercadería y maltratan a su tripulación, obligándola a empedrar calles de Montevideo. Guillermo Brown se frota los ojos, quemantes de rabia, y reflexiona sobre la lista de países que hasta ese momento ya le habían declarado la guerra: primero Inglaterra arruinando a su familia y convirtiéndolo en botín de leva en alta mar; luego Francia encarcelándolo en Metz y Verdún; después Portugal confiscándole en Bahía su buque; y ahora España agrediéndolo en el río. Medio mundo en contra suyo... Y bien, si ése es el panorama, luchará tal como se presenta.

Solicita los permisos necesarios para su actividad fluvial al Gobierno de las Provincias Unidas y continúa su trabajo. Pero ya no es un trabajo comercial pacífico e inocente: transporta víveres, armamentos e información para los sublevados, cuidadosamente envueltos en lonas o disimulados en cajas. Perdida la fragata
Industria
, arma una goleta e intenta desquitarse por su cuenta y riesgo. No le duró mucho su afán de simple comerciante: su vocación es la batalla. Casi ni se da cuenta que ha comenzado a efectuar peligrosos abordajes. Toma prisioneros realistas como los ingleses tomaron americanos y los franceses a ingleses. Obtiene información sobre el movimiento de la escuadra enemiga en el ancho río. Sin habérselo propuesto claramente, se convierte en el brazo armado de los patriotas sobre el Atlántico sur. Gana celebridad entre la gente del río y ante las autoridades, asombradas por su agilidad de maniobra y su rápido y minucioso conocimiento del lugar. Es verdad que sus golpes de mano nocturnos son magros, pero reconfortan como éxitos. De honorable comerciante irlandés pasó a convertirse en guerrero fluvial.

Elizabeth ruega que se canse pronto. Esperan otro hijo. Para vivir en guerra —le reprocha— no hacía falta venir tan lejos. Brown reitera sus razones, incluso formula la esperanza de que pronto abandonaría esta actividad: cuando los patriotas cuenten con ciertos recursos. Los recursos jamás serán suficientes —farfulla Elizabeth con realismo y hunde su cara en el hueco de las manos—. Guillermo abre la gaveta de su escritorio, moja la pluma y redacta una misiva al ministro Juan Larrea: "Tengo que informarle que, a causa de haberse esparcido la noticia de que me he convertido en hombre de pelea, y de haber llegado a oídos de mi cariñosa esposa que se halla en avanzado estado de gravidez, tengo que declinar el placer de continuar al servicio del Gobierno. La paz y las lágrimas de mi familia así lo exigen". A renglón seguido formula unas consideraciones sobre su goleta armada y, no pudiendo dejar de brindar servicios a cambio de su renuncia, máxime siendo tan crítica la situación de los patriotas, promete que "haré tres juegos de libros con señales alfabéticas, semejantes a los de la Marina Británica, con el fin de que los buques puedan conversar hasta donde sus anteojos de larga vista lo permitan".

La coyuntura quita el sueño al Gobierno criollo. España, tras una resistencia heroica, logra expulsar a las huestes de Napoleón. En Nueva Granada y México vuelven a triunfar los realistas. Desde Chile llegan los lamentos por el desastre de Rancagua. Belgrano es derrotado en Vilcapugio y Ayohuma. La plaza de Montevideo continúa siendo un temible baluarte contrarrevolucionario, a pesar del prolongado sitio terrestre al que lo someten los patriotas: su formidable escuadra provee hombres y víveres. Montevideo puede resistir cien años. Sus buques se pasean ufanos por el Río de la Plata y los ríos interiores, dominan el Atlántico y mantienen comunicación con España y los puertos del Pacífico. El día menos pensado asaltará Buenos Aires y ahogará la Revolución. Los ataques efectuados por Brown y otros rebeldes fueron sentidos como simples molestias, simples cosquillas. El león español sigue siendo león y América un cordero.

Martín Jacobo Thompson, previendo un ataque catastrófico, propone agregar a las baterías ya existentes en Retiro, el Fuerte y la Resistencia, una línea de fuego flotante avanzada. Los golpes de mano y las operaciones anfibias no consiguieron agrietar el poderío de la escuadra española: son triunfos que se computan por el arrojo más que por los resultados. En Buenos Aires se afirma la sensación de impotencia. Los agoreros hablan ya de causa perdida.

En esta atmósfera de abatimiento surge la escuadra nacional. Los primeros pasos se deben al diputado salteño —ex combatiente en Trafalgar— Francisco de Gurruchaga. Este abogado que sirvió en la Real Armada española, apenas fue incorporado a la Junta Grande en diciembre de 1810 se dedicó a la formación de una escuadrilla. No existían enseres náuticos elementales, ni maderas, ni astilleros, además de carecerse de marinos profesionales o de hombres medianamente capaces de tripular buques en combate. Adquirió la goleta
Invencible
, la balandra
Americana
y el bergantín
25 de Mayo
. El ingenio anónimo confeccionó un refrán: "El
25 de Mayo
hará invencible la causa americana". En esa frase estaba contenida una profecía... para otro bergantín del mismo nombre.

El estreno de la modesta escuadra fue trágico. Navegaba por el río Paraná cuando le dio alcance una formación realista. El
25 de Mayo
y la
Americana
fueron apresados. Los patriotas lucharon como demonios. Sólo en la Invencible sufrieron 43 bajas. Juan Bautista Azopardo, que comandaba la flotilla, fue derribado de un sablazo en el momento que iba a volar la santabárbara. En el suelo, ya desarmado, aulló "¡la desgracia no me ha dejado terminar de cumplir con mi deber!" Fue trasladado a Montevideo, donde se le instruyó sumario de alta traición, y luego enviado a la Carraca de Cádiz, donde muriera el patriota venezolano Francisco de Miranda.

Después del desastre Gurruchaga se presentó ante la Junta:

—Vengo a ofrecer otra escuadra —dijo apoyando el puño sobre la mesa.

Las arcas estaban exangües, los servicios públicos eran deplorables, no alcanzaban los recursos para pertrechar los ejércitos del norte, en Buenos Aires los inválidos y los menesterosos morían en la calle. El animoso salteño, invirtiendo sus propios fondos, y con la generosa ayuda de Matheu, adquirió otras naves. Aunque precarias, impidieron algunos bombardeos y llevaron refuerzos a las tropas que luchaban en la Banda Oriental. Gurruchaga partió con Belgrano hacia el Alto Perú, sucediéndole en su difícil labor el morenista Juan Larrea. Precisamente, por esta definición política, Larrea —que integró la Primera Junta— había sido alejado del Gobierno y confinado en San Juan. Las paradojas estaban a la orden del día en este país que luchaba en todos los frentes: el brioso catalán de flequillo abierto y descalificante prontuario político, a poco de salir de la cárcel fue electo diputado ante la Asamblea Constituyente de 1813, por Córdoba... Ocupó la presidencia de dicha Asamblea de abril a junio firmando, entre otros decretos, la consagración del Himno Nacional y la fiesta cívica del 25 de Mayo. Pero la gloria mayor de Juan Larrea fue crear, organizar y pertrechar —como ministro de Hacienda— la famosa Escuadra de 1814, que destruyó el poder realista en el Río de la Plata.

Larrea era comerciante y político, pero sobre todo hombre de visión y decisión. Comprometió al cautivante, contradictorio y acaudalado norteamericano Guillermo Pío White, a su copoblano y socio Domingo Matheu y al experto capitán de marina irlandés Guillermo Brown. Faltan "hombres, buques, jarcias, cables y lonas, artillería, pólvora y aun fusiles", escribió. No había quien instruyera a los marineros, menos todavía a los oficiales. En los buques tendría que luchar gente acostumbrada a tierra firme: el solo movimiento de cubierta los pondría fuera de combate.

Pero Larrea no cejaba. Sabía de las inconsecuencias de White, que cultivó la amistad de los jefes ingleses cuando invadieron Buenos Aires. Sin embargo corrió el riesgo, encargándole "proceda a comprar y reunir todo cuanto se haga necesario para poner en el río una fuerza tan respetable que no sea aventurado el éxito". Le advirtió sobre la necesidad de trabajar con disimulo: "La celeridad y el sigilo en cuanto sea posible, son circunstancias sin las cuales veríamos frustrados nuestros esfuerzos, porque el Gobierno de Montevideo se hallaría en estado de destruir el armamento en sus principios".

Guillermo Brown, a pesar de sus deseos por marginarse de las acciones bélicas y no provocar daño a su mujer, está en condiciones de suministrar información acerca de los movimientos bélicos en el río y la Banda Oriental, y lo hace en forma ininterrumpida. Más adelante le escribe a Larrea otra carta, confidencial, ofreciéndose para equipar un buque apresado "sin que yo aparezca en el asunto". Y después le manifiesta que "puede usted contar con mis servicios". Se va convirtiendo, poco a poco, en un soldado de la causa. Está ansioso por lanzarse a una batalla definitoria y lo dice con claridad. "Aún no sé si los barcos han de estar listos dentro de una semana, pero me dejaría llevar tras el deseo de embarcarme por el solo placer de contribuir al exterminio de los cruceros de Montevideo, como también ocasionar su rendición en menos de dos meses tras la zarpada de nuestra pequeña flota de Buenos Aires". Guillermo Brown no sólo expresa un anhelo sino su voluntad arrolladora, capaz de transformar ese anhelo en realidad. Larrea ni ningún otro miembro del acosado Gobierno nacional imaginan que ese joven capitán de marina anuncia el futuro. La carta termina con recomendaciones al ministro, que más bien son reproches: "A bordo de la
Hércules
deberían de estar trabajando doble número de carpinteros de los que vi empleados esta mañana. El alistamiento de la
Hércules
y su equipamiento deberían ser objeto de particular atención, como también respecto al Céfiro y el Nancy". Y vuelve a expresar su anhelo, que pronto rozaría la gloria: "Quiera Dios que estuvieran todos (los buques) frente a Ensenada. Yo respondería de su éxito contra su enemigo común".

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