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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Intriga

El códice Maya (16 page)

BOOK: El códice Maya
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—Debo rechazar la oferta, don Alfonso.

—No tiene mucho tiempo. Los siguen los soldados.

—¿Han estado aquí? —preguntó Tom alarmado.

—Han venido esta mañana. Volverán.

Tom miró a Sally y luego a don Alfonso.

—No hemos hecho nada malo. Se lo explicaré…

—No es necesario. Los soldados son hombres malos. Debemos empezar a reunir todo lo necesario. Marisol.

—¿Sí, abuelo?

—Necesitaremos lona impermeabilizada, cerillas, gasolina, aceite para motor de dos tiempos, herramientas, una sartén, una cazuela, cubiertos y cantimploras de agua. —Siguió enumerando la lista de suministros y provisiones.

—¿Tienen medicinas? —preguntó Tom.

—Tenemos muchas medicinas norteamericanas, gracias a los misioneros. Aplaudimos mucho a Jesús para conseguirlas. Marisol, dile a la gente que venga con todas esas cosas para venderlas a buen precio.

Marisol se fue corriendo, con las trenzas ondeando, y al cabo de diez minutos regresó encabezando una fila de ancianos, mujeres y niños, cada uno con algo en las manos. Don Alfonso se quedó en la cabaña, ajeno a la innoble ocupación de comprar y vender, mientras Marisol manejaba a la multitud.

—Compren lo que quieran y digan a los demás que se vayan —dijo Marisol—. Le dirán el precio. No regateen; no tenemos costumbre de hacerlo. Solo digan sí o no. Los precios son justos.

Habló con severidad a la desigual hilera de personas, y estas se movieron juntas arrastrando los pies y se irguieron aún más.

—Ella será la jefe de este pueblo —dijo Tom a Sally en inglés, mirando por encima de la ordenada hilera de gente.

—Ya lo es.

—Estamos preparados —dijo Marisol. Hizo un gesto al primer hombre de la fila, quien se adelantó y extendió cinco sacos viejos de lona.

—Cuatrocientos —dijo la niña.

—¿Dólares?

—Lempiras.

—¿Cuántos dólares son? —preguntó Tom.

—Dos.

—Nos los quedamos.

La siguiente persona se adelantó con un gran saco de judías, otro de maíz en grano y una cazuela de aluminio indescriptiblemente abollada. Le faltaba el asa original y en su lugar había una pieza de madera hermosamente tallada y engrasada.

—Un dólar.

—Nos los quedamos.

El hombre dejó todo en el suelo y se retiró, mientras el siguiente se adelantaba, ofreciendo dos camisetas, dos pantalones cortos sucios, una gorra de camionero y unas Nike nuevas.

—Aquí está mi muda —dijo Tom. Se miró los pies—. Son justo de mi número. Imagínate encontrar un par de Air Jordán nuevas aquí.

—Las fabrican aquí —dijo Sally—. ¿Recuerdas los escándalos sobre las fábricas que explotaban a sus trabajadores?

—Ah, sí.

La procesión continuó: lonas plastificadas, sacos de judías y arroz, carne seca y ahumada sobre la que Tom decidió no indagar demasiado, plátanos, un bidón de doscientos litros de gasolina, una caja de sal. Habían llegado varios con latas de Raid extrafuerte, el repelente de insectos favorito, que Tom declinó.

De pronto se hizo un silencio entre la gente. Tom oyó el débil zumbido de un motor fueraborda. La niña habló rápidamente.

—Deben seguirme por la selva. Deprisa.

La multitud se dispersó al instante y el pueblo quedó en silencio, aparentemente desierto. La niña los condujo con calma por la selva siguiendo un sendero casi invisible. A través de los árboles flotaba una neblina crepuscular. Alrededor de ellos se extendía el pantano, pero el sendero serpenteaba aquí y allá por encima de él. Los sonidos del pueblo dejaron de oírse y se vieron envueltos en el sordo manto de la selva. Al cabo de diez minutos de andar, la niña se detuvo.

—Esperaremos aquí.

—¿Cuánto tiempo?

—Hasta que se vayan los soldados.

—¿Qué hay de nuestro bote? —preguntó Sally—. ¿No lo reconocerán?

—Ya lo hemos escondido.

—Eso ha sido muy prudente. Gracias.

—De nada. —La serena niña volvió a clavar sus ojos oscuros en el sendero y esperó, tan inmóvil y silenciosa como un ciervo.

—¿A qué escuela vas? —preguntó Sally al cabo de un momento.

—A la escuela baptista que hay río abajo.

—¿La escuela de la misión?

—Sí.

—¿Eres cristiana?

—Oh, sí —dijo la niña, volviéndose seria hacia Sally—. ¿Usted no?

Sally se ruborizó.

—Bueno, mis padres lo eran.

—Me alegro —dijo ella sonriendo—. No me gustaría que fuera al infierno.

—Oye, Marisol —dijo Tom, rompiendo el silencio incómodo que siguió—. Tengo curiosidad por saber si hay alguien más en el pueblo aparte de don Alfonso que sepa ir al pantano Meambar.

Ella sacudió la cabeza con solemnidad.

—Él es el único.

—¿Es difícil cruzarlo?

—Mucho.

—¿Por qué está tan impaciente por llevarnos?

Ella se limitó a sacudir la cabeza.

—No lo sé. Tiene sueños y visiones, y este fue uno de ellos.

—¿Soñó realmente con nosotros?

—Oh, sí. Cuando vino el primer hombre blanco, dijo que sus hijos no tardarían en seguirle. Y aquí está usted.

—Acertó por pura casualidad —dijo Tom en inglés.

Un disparo lejano resonó en la selva, seguido de otro. Retumbó como un trueno, extrañamente distorsionado por la vegetación, y tardó largo rato en dejar de oírse. El efecto que tuvo en Marisol fue terrible. Palideció, tembló y se balanceó. Pero no dijo nada ni se movió. Tom estaba horrorizado. ¿Habían disparado a alguien?

—¿No estarán disparando a la gente? —preguntó.

—No lo sé.

Tom vio cómo se le llenaban los ojos de lágrimas. Pero no dejó ver ninguna otra emoción.

Sally cogió a Tom del brazo.

—Podrían estar disparando a la gente por nuestra culpa. Debemos entregarnos.

—No —dijo la niña con brusquedad—. Es posible que estén disparando al aire. No podemos hacer nada más que esperar. —Le caía una sola lágrima por la mejilla.

—No deberíamos habernos parado aquí —dijo Sally, pasándose al inglés—. No tenemos derecho a poner en peligro a esta gente. Tom, tenemos que volver al pueblo y enfrentarnos con los soldados.

—Tienes razón. —Tom se volvió para irse.

—Si vuelven nos dispararán —dijo la niña—. Somos impotentes frente a los soldados.

—No saldrán impunes de esta —dijo Sally con voz temblorosa—. Los denunciaré a la embajada americana. Castigarán a esos soldados.

La niña no dijo nada. Se había quedado callada y permaneció inmóvil como un ciervo, temblando ligeramente. Hasta las lágrimas habían cesado.

21

Lewis Skiba estaba solo en su oficina. Era media tarde, pero había enviado a todos a sus casas para alejarlos de la prensa. Había desconectado el teléfono y cerrado las dos puertas exteriores. Mientras la compañía se desmoronaba a su alrededor, estaba envuelto en un manto de silencio, arropado en una agradable sensación de bienestar que había creado él mismo.

La Comisión de Valores y Cambio ni siquiera había esperado hasta la hora de cierre para anunciar que habían abierto una investigación sobre las irregularidades financieras de Lampe-Denison Pharmaceuticals. El comunicado había caído como un mazazo sobre las acciones. Lampe ya estaba a siete puntos y cuarto, y seguía bajando. La compañía era como una ballena varada que se revolcaba agonizante, rodeada de tiburones enloquecidos y feroces —los vendedores al descubierto— que la descuartizaban, pedazo a pedazo. Era un festín frenético, primitivo y darwiniano. Y cada dólar que arrancaban de un mordisco del precio de las acciones hacía un agujero de cien millones dólares en el capital de Lampe. Él asistía impotente al hundimiento.

Los abogados de Lampe habían cumplido su deber al declarar que las acusaciones no tenían «ningún sentido», y que Lampe estaba deseosa de cooperar y limpiar su reputación. Graff, el director financiero, había hecho su papel al insistir en que Lampe había seguido escrupulosamente los principios financieros aceptados por todos. Los auditores de Lampe habían expresado su sorpresa y su horror, arguyendo que se habían fiado de las admisiones y declaraciones financieras de Lampe, y que si había alguna irregularidad habían sido tan engañados como todos los demás. Se habían recitado todas las frases hechas que Skiba había oído decir a casi todas las compañías deshonestas y a sus legiones de ejecutores. Todo había sido tan artificioso y tan programado como un drama kabuki japonés. Todos habían seguido el guión menos él. Lo único que querían ahora era oír hablar al gran y terrible Skiba. Querían levantar de nuevo el telón. Todos querían ver al charlatán controlando los mandos.

No iba a ser así. Al menos mientras él siguiera respirando. Que parlotearan y cotorrearan; él guardaría silencio. Y cuando llegara el códice y el precio de las acciones se doblara, se triplicara, se cuadruplicara…

Consultó el reloj. Dos minutos.

La voz de Hauser llegó por la conexión vía satélite tan clara que podría haber estado llamándole desde la habitación de al lado, si no fuera porque el codificador de voz la hacía temblar como la del Pato Donald. Debajo de la intimidante bravata se percibía el insolente exceso de confianza.

—¡Lewis! —dijo Hauser—. ¿Cómo está?

Skiba dejó transcurrir un momento gélido.

—¿Cuándo voy a tener el códice?

—La situación es la siguiente, Skiba. El hermano del medio, Vernon, se ha perdido, como me imaginé, en el pantano y probablemente está acabado. El otro hermano, Tom…

—No le he preguntado por los hermanos. No me importan los hermanos. Le he preguntado por el códice.

—Debería importarle. Conoce los riesgos. Bueno, como le decía, Tom ha logrado burlar a los soldados que contraté para que lo detuvieran. Lo están persiguiendo río arriba y podrían alcanzarlo antes de que se adentre en el pantano, pero está demostrando tener más recursos de los que yo había previsto. Si llegan a detenerlo, el último lugar para hacerlo es al otro lado del pantano. No puedo arriesgarme a perder el rastro de él y de la chica en las montañas del otro lado. ¿Me sigue?

Skiba bajó el volumen de la temblorosa voz arrogante. No creía haber odiado tanto a nadie como odiaba a Hauser en esos momentos.

—Un segundo problema es el hijo mayor, Philip. En algún momento tendré que ocuparme de él. Lo necesitaré un tiempo más, pero cuando deje de sernos útil, bueno, no podemos permitir que «venga» (¿fue usted quien lo dijo o yo?) reclamando el códice. Ni tampoco Vernon o Tom. Y lo mismo digo de la mujer con la que viaja Tom, Sally Colorado.

Hubo un largo silencio.

—Comprende lo que le estoy diciendo, ¿verdad?

Skiba esperó, tratando de dominarse. Esas conversaciones eran una gran pérdida de tiempo. Todavía más, eran peligrosas.

—¿Sigue allí, Lewis?

—¿Por qué no se limita a continuar? —dijo Skiba furioso—. ¿A qué vienen estas llamadas? Su misión era entregarme el códice. Lo que haga usted no me incumbe, Hauser.

La risita se convirtió en una carcajada.

—Oh, muy bonito. Pero no va a salirse con la suya tan fácilmente. Está al corriente de todo lo ocurrido hasta ahora. Esperaba que me ocupara yo solo de ello, pero no caerá esa breva. Aquí no va a haber quien lo niegue todo, ni quien traicione a nadie, ni quien llegue a un acuerdo con el fiscal para obtener una sentencia más leve. Cuando llegue el momento, usted me pedirá que los mate. Esa es la única manera y lo sabe.

—Deje inmediatamente de hablar así. No va a morir nadie.

—Oh, Lewis, Lewis…

Skiba se sintió enfermo. Sintió cómo las náuseas le contraían el estómago en oleadas. Con el rabillo del ojo vio que las acciones volvían a bajar. La Comisión de Valores y Cambio no había suspendido siquiera las operaciones, había dejado sola a Lampe agitándose en el viento. Veinte mil empleados dependían de él, millones de personas enfermas necesitaban sus medicamentos, tenía esposa e hijos, su casa, dos millones de acciones con opción de compra y seis millones de acciones…

Oyó un fuerte graznido al otro lado del hilo…, sin duda una carcajada. De pronto se sintió muy débil. ¿Cómo había permitido que eso ocurriera? ¿Cómo había dejado que ese hombre escapara a su control?

—No mate a nadie —dijo, tragando saliva aun antes de terminar la frase. Iba a vomitar de un momento a otro. Había una forma legal de hacer eso; los hijos conseguirían el códice y él negociaría con ellos, llegarían a un acuerdo… Pero sabía que no ocurriría, no con Lampe bajo una nube de rumores e inspección, con el precio de las acciones hundiéndose…

La voz de pronto se suavizó.

—Mire, sé que es una decisión difícil. Si realmente lo cree, daré media vuelta y me olvidaré del códice. De verdad.

Skiba tragó saliva. El nudo en la garganta parecía que iba a ahogarlo. Sus tres hijos rubios le sonrieron desde los marcos plateados de su escritorio.

—Solo dígalo y regresaremos. Abandonaremos.

—No va a morir nadie.

—Mire, aún no tiene que tomar ninguna decisión. ¿Por qué no lo consulta con la almohada?

Skiba se levantó tambaleante. Trató de alcanzar la papelera florentina de cuero cubierto de oro labrado, pero solo llegó hasta la chimenea. Con el vómito crepitando y chisporroteando en el fuego, se volvió hacia el teléfono y lo cogió para decir algo, luego cambió de opinión y colgó despacio con manos temblorosas. La mano salió disparada hacia el primer cajón del escritorio y buscó el frío bote de plástico.

22

Treinta minutos después, Tom vio movimiento entre los árboles, y una anciana envuelta en un chal se acercó pesadamente por el sendero.

Marisol se volvió hacia Tom y Sally con una expresión de inmenso alivio.

—Ha ocurrido lo que les he dicho. Los soldados solo han disparado al aire para asustarnos. Luego se han ido. Les hemos convencido de que no han venido al pueblo, que no han pasado por aquí. Se han ido río abajo.

Mientras se acercaban a la cabaña, Tom alcanzó a ver a don Alfonso de pie fuera, fumando su pipa con un aire tan despreocupado como si no hubiera ocurrido nada. Se dibujó una gran sonrisa en sus labios cuando los vio.

—¡Chori! ¡Pingo! ¡Salid! ¡Venid a conocer a vuestros nuevos jefes
yanquis
! Chori y Pingo no hablan español, solo tawahka, pero yo les grito en español para demostrarles que estoy por encima de ellos, y ustedes deben hacerlo también.

Dos magníficos especímenes humanos salieron inclinados de la puerta de la cabaña, desnudos de la cintura para arriba, con sus cuerpos musculosos brillantes de aceite. El llamado Pingo tenía tatuajes al estilo occidental en los brazos y tatuajes indios en la cara, y sostenía en el puño cerrado un machete de un metro de longitud mientras Chori tenía un viejo rifle Springfield colgado del hombro y llevaba en la mano una Pulaski, un hacha de bombero.

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