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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (35 page)

BOOK: El círculo oscuro
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Se acercó a ella con pasos inestables, y tras un momento de vacilación cogió el peldaño que quedaba a la altura de su hombro con la fuerza de un hombre que se ahoga. Vaciló por segunda vez, mientras los músculos de sus brazos y sus piernas empezaban a temblar ante el suplicio que se avecinaba.

Plantó un pie en el primer peldaño y empezó a subir. Algunas pequeñas gotas de agua caían sobre él; le sorprendió reconocer el sabor salado a sesenta metros de la superficie del mar, que no podía ver; se lo impedían la lluvia y la espuma, pero oía el impacto de las olas, incesantes, y notaba el temblor que provocaban en el casco. Parecían puñetazos de algún dios marino iracundo y herido. A aquella altura, los movimientos del barco eran mucho más pronunciados. Cada uno de los cabeceos de la nave se le clavaban a LeSeur en las entrañas.

¿Qué estaba haciendo? ¿Debía intentarlo? Kemper tenía razón: era una locura. Sin embargo, al hacerse la pregunta ya tuvo clara la respuesta. Tenía que mirarla a la cara.

Se asió con todas sus fuerzas a los escalones y empezó a subir, una mano tras otra, un pie tras otro. Las ráfagas de viento eran tan fuertes que de vez en cuando le obligaban a cerrar los ojos y subir a ciegas, apretando sus callosas manos de marinero como tornos en la pintura rugosa de los peldaños. Una ola particularmente grande hizo cabecear el barco. LeSeur tuvo la sensación de haberse quedado colgando en el vacío, y de que la fuerza de la gravedad le empujara hacia abajo, hacia el mar embravecido.

Una mano cada vez.

Al cabo de lo que le pareció un ascenso interminable, llegó a la baranda y levantó la cabeza hasta el nivel de las ventanas. Miró hacia el otro lado, pero estaba en un extremo del puente de babor, demasiado lejos para ver otra cosa que un vago resplandor de instrumentos electrónicos.

Tendría que desplazarse poco a poco hacia el centro.

Las ventanas del puente estaban levemente inclinadas. Encima de ellas se encontraba el reborde de la cubierta superior, con su propia baranda. LeSeur esperó un momento de calma entre las ráfagas de viento para levantarse y cogerse al borde superior, a la vez que plantaba los pies en la baranda de abajo. Se quedó un buen rato en el mismo lugar, con el corazón alborotado y una terrible sensación de vulnerabilidad. Pegado a las ventanas del puente, abierto de brazos y de piernas, acusaba aún más el cabeceo del barco.

Respiró hondo, entrecortadamente. Otra vez. Después empezó a reptar por la baranda, aferrándose al reborde con sus dedos ateridos, y haciéndose fuerte contra cada nueva ráfaga de viento. Sabía que de punta a punta del puente había cincuenta metros; por lo tanto, le quedaban veinticinco para quedar frente al timón.

Se movía despacio, deslizando un pie tras otro. Como la pintura de la baranda no era rugosa (no estaba pensada para que la tocase nadie), resbalaba una barbaridad. Siguió avanzando muy lentamente por la baranda pulida, prácticamente a pulso, sin apartar los dedos ni un momento del borde de la baranda superior. Recibió una ráfaga de viento huracanado que le arrancó los pies de la baranda, dejándole colgado durante un momento de terror sobre los grises remolinos del vacío. Recuperó el apoyadero, pero volvió a titubear, tragando aire, con el corazón como un martillo y los dedos insensibles. Un minuto después se obligó a seguir.

Por fin llegó al centro del puente; y ahí estaba ella, la capitán Masón, al timón, mirándole tranquilamente.

LeSeur sostuvo su mirada, azorado por la normalidad de su expresión. Ni siquiera se la vela sorprendida por una aparición tan improbable como la de aquel fantasma con impermeable, pegado al lado menos indicado de las ventanas del puente.

Aumentó la presión de su mano izquierda en la baranda superior, a la vez que usaba la derecha para dar porrazos en el cristal.

— ¡Masón! ¡¡Masón!!

Ella le miró, pero le dirigió una mirada ausente.

— ¿Qué hace?

No hubo respuesta.

— ¡Masón, por Dios, dígame algo!

LeSeur estampó el puño en el cristal con tal brutalidad que casi le dolió.

Ella seguía limitándose a mirarle.

— ¡Masón!

Finalmente rodeó el timón y se acercó al cristal. Su voz alcanzó los oídos de LeSeur muy atenuada a través del cristal y a causa de los bramidos de la tempestad.

—La pregunta es qué hace usted, señor LeSeur.

— ¿No se da cuenta de que con este rumbo chocaremos con las Carrion Rocks?

Otro temblor de labios, como anunciando una sonrisa. Masón dijo algo, pero LeSeur no pudo oírlo por culpa de la tormenta.

— ¡No la oigo!

Se aferró al reborde, sin saber cuánto tiempo tardarían en fallarle los dedos, y él en caer en la furiosa espuma gris.

—He dicho… —La capitán se acercó al cristal, y habló más alto—. Que lo sé perfectamente.

—Pero ¿por qué?

Finalmente apareció la sonrisa, como el sol reflejándose en el hielo.

—He ahí la cuestión, ¿verdad, señor LeSeur?

LeSeur se pegó al cristal, en un esfuerzo por no perder pie. Sabía que no podría aguantar mucho más tiempo.

— ¿Por qué? —gritó.

—Pregúnteselo a la compañía.

—Pero… ¡pero no puede estar haciéndolo adrede!

— ¿Por qué no?

Logró evitar gritarle que estaba loca. Tenía que llegar a descubrir sus motivos y razonar con ella.

—Pero ¡por Dios! ¡No querrá matar de este modo a cuatro mil personas!

—No tengo nada ni contra los pasajeros ni contra la tripulación; pero voy a destruir el barco.

LeSeur no supo si lo que caía por su cara era lluvia o lágrimas.

—Escuche, capitán, si tiene problemas, personales o con la compañía, buscaremos la manera de solucionarlos, pero esto… Aquí viajan miles de personas inocentes, muchas mujeres y niños… Le ruego que no lo haga, por favor. ¡Por favor!

—Cada día muere gente.

— ¿Qué es esto, algún tipo de ataque terrorista? Quiero decir… —Tragó saliva, intentando encontrar una manera neutra de exponerlo—. ¿Está representando algún… punto de vista político o religioso en particular?

La sonrisa de Masón se mantuvo fría, controlada.

—Ya que lo pregunta, la respuesta es no. Se trata de algo estrictamente personal.

—Si quiere destrozar el barco, párelo antes. ¡Al menos déjenos usar los botes salvavidas!

—Sabe perfectamente que aunque solo redujera la velocidad, podrían mandar un equipo de las fuerzas especiales para sacarme de aquí. Seguro que la mitad de los pasajeros ya han enviado e-mails al exterior. No cabe duda de que se está preparando una reacción a gran escala. No, señor LeSeur, mi aliado es la velocidad, y el destino del
Britannia
son las Carrion Rocks. —Echó un vistazo al chartplotter del piloto automático—. Dentro de exactamente ciento cuarenta y nueve minutos.

LeSeur aporreó el cristal.

— ¡No!

El esfuerzo casi le hizo caerse. Se recuperó como buenamente pudo, rompiéndose las uñas en el reborde mientras vela impotente cómo Masón se ponía otra vez al timón, y fijaba los ojos en el gris de la tormenta.

Capítulo 55

Constance se incorporó al oír la puerta, que al abrirse dejó entrar los rumores del pánico: gritos, palabrotas, pasos rápidos… Pendergast entró y la cerró.

Cruzó el recibidor con algo grande y pesado sobre un hombro. Al tenerle algo más cerca, Constance vio que era una bolsa de lona de color marfil, envuelta con cordel. Pendergast se detuvo en la puerta de la cocina, descargó la bolsa del hombro, se limpió las manos de polvo y entró en la sala de estar.

—Por fin has hecho el té —dijo, mientras se servía una taza y se sentaba al lado, en un sillón de piel—. Magnífico.

Constance le miró con frialdad.

—Todavía estoy esperando que me expliques tu teoría.

Pendergast saboreó despacio un buen sorbo de té.

— ¿Sabías que las Carrion Rocks son uno de los mayores peligros para la navegación de todo el norte del Atlántico? Hasta el punto de que, justo después de que se fuera a pique el
Titanic
, lo primero que pensaron fue que había chocado con ellas.

—Muy interesante.

Al verle sentado en el sillón tranquilamente, como si no hubiera crisis, Constance cayó en la cuenta de que quizá no la hubiera.

—Tienes un plan —dijo.

No era una pregunta, sino una afirmación.

—Efectivamente; y, ahora que lo pienso, quizá sea el momento de darte a conocer los detalles. Así más tarde nos ahorraremos esfuerzos, cuando quizá tengamos que reaccionar con cierta rapidez a una serie de situaciones cambiantes.

Tras paladear otro sorbo, dejó la taza y se levantó para ir a la cocina. Abrió la bolsa, sacó algo grande y retrocedió hacia la sala de estar para dejarlo en el suelo, entre él y Constance.

Ella lo observó con curiosidad. Era un contenedor reforzado de goma y plástico blancos, de algo más de un metro por un poco menos, cerrado con cuerdas de nailon. Llevaba varios adhesivos de advertencia. Vio que Pendergast quitaba las cuerdas de nailon y retiraba la placa frontal. Dentro había un artefacto de poliuretano amarillo fluorescente, muy doblado.

—Un artilugio flotante y autohinchable —añadió Pendergast—. Lo que se conoce vulgarmente como una «burbuja de supervivencia». Lleva equipo SOLAS B, radioemisor EPI, mantas y provisiones. Hay uno en cada bote salvavidas del
Britannia
. A uno de ellos le he… quitado peso.

La mirada de Constance fue del contenedor a Pendergast.

—Si finalmente los oficiales no pueden detener a la capitán, quizás intenten lanzar los botes salvavidas —dijo él—, lo cual, a esta velocidad, podría ser peligroso, e incluso imprudente. Aunque, si nosotros nos lanzamos al agua dentro de esto desde la popa del barco, correremos un riesgo mínimo. Naturalmente, deberemos elegir con cuidado el punto de la evacuación.

—Evacuación —repitió Constance.

—Obviamente, tendrá que ser desde una cubierta próxima a la línea de flotación. —Pendergast tendió la mano hacia una mesita para coger un folleto del barco y sacar una foto brillante del
Britannia
—. Yo aconsejaría este punto de aquí —dijo, señalando una hilera de ventanas grandes en la parte baja de popa—. Se trata del salón de baile Jorge II, que dado el estado de emergencia probablemente estará vacío. Podríamos tirar una silla o una mesa por la ventana, para hacer un agujero y lanzarnos al agua. Naturalmente, el equipo lo llevaremos escondido en aquella bolsa de lona para no llamar la atención. —Pensó un momento—. Sería sensato esperar unos treinta minutos, con lo cual nos acercaríamos lo suficiente al lugar del impacto para quedar situados a distancia razonable de los barcos de rescate, pero no tanto como para que nos entorpeciese el pánico de última hora. Si nos lanzamos desde una de las ventanas laterales del salón de baile, aquí, o aquí, evitaremos lo peor de la estela del barco.

Dejó la foto en su sitio con un suspiro de satisfacción, como si estuviese muy contento de su plan.

—Hablas en plural —dijo Constance, despacio—. Refiriéndote a nosotros dos.

Pendergast la miró con cierta sorpresa.

—Sí, claro, pero no te preocupes; ya sé que dentro de esta caja parece muy pequeño, pero te aseguro que una vez hinchado habrá espacio para los dos. La burbuja está diseñada para que quepan cuatro personas; por lo tanto, estaremos bastante anchos.

Constance le observó con incredulidad.

— ¿Propones salvarte tú, y dejar que el resto muera?

Pendergast frunció el entrecejo.

—Constance, no consiento que me hables en ese tono.

Ella se levantó, con rabia.

—Eres un… —Se tragó la palabra—. Robar este dispositivo flotante de uno de los botes salvavidas… No has salido a buscar una manera de superar esta crisis, ni de salvar al
Britannia
. ¡Solo estabas haciendo los preparativos para salvar el pellejo!

—Resulta que le tengo bastante apego a mi pellejo. Además, Constance, no debería tener que recordarte que también estoy proponiendo salvar el tuyo.

—Esto es impropio de ti —dijo ella, con una mezcla de incredulidad, sorpresa y rabia—. Es puro egoísmo. ¿Qué te ha pasado, Aloysius? Desde que has vuelto del camarote de Blackburn, estás… raro. Como si no fueras tú.

Pendergast sostuvo mucho rato su mirada. Volvió a fijar la tapa del recipiente de plástico, se levantó y se acercó.

—Siéntate, Constance —dijo en voz baja.

Algo en su tono (algo extraño, algo completamente desconocido) hizo que a pesar de toda su rabia, sorpresa e incredulidad Constance obedeciera de inmediato.

Capítulo 56

LeSeur se sentó en la sala de reuniones adyacente al puente auxiliar. Seguía empapado, pero ahora, en vez de tener frío, se ahogaba de calor, sofocado por el olor a cuerpos sudorosos. La sala, pensada para que cupiera media docena de personas, estaba a rebosar de oficiales y tripulantes de alta graduación, y aún no habían llegado todos.

Ni siquiera esperó a que tomaran asiento para levantarse, golpear la mesa con los nudillos y empezar a hablar.

—Acabo de hablar con Masón —dijo—, y me ha confirmado que su intención es hacer chocar el
Britannia
a velocidad máxima contra las Carrion Rocks. De momento no hemos conseguido entrar en el puente, ni anular el piloto automático. Por mi parte, tampoco he podido encontrar a un médico o a un psiquiatra lo suficientemente sereno como para hacer un diagnóstico de la capitán, o proponer una argumentación a la que pueda reaccionar.

Miró a su alrededor.

—He hablado varias veces con el capitán del
Grenfell
, el único barco que está lo bastante cerca para intentar rescatarnos. Han avisado a algunos barcos más (civiles y de la guardia costera), pero no llegarán antes de la hora estimada de colisión. La guardia costera canadiense también ha mandado dos aviones con la misión de observar y establecer comunicación. Tienen una flota de helicópteros en compás de espera, pero de momento todavía estamos fuera de alcance. Por ese lado no podemos esperar ayuda. En cuanto al
Grenfell
, no está equipado ni remotamente para hacer frente a cuatro mil trescientos evacuados.

Hizo una pausa y respiró hondo.

—Estamos en plena tormenta, con olas de doce metros y vientos de entre cuarenta y sesenta nudos, pero el problema más difícil de solucionar es la velocidad del barco en relación al agua: veintinueve nudos. —Se humedeció los labios—. Si no estuviéramos en movimiento, tendríamos varias opciones: trasladar a la gente al
Grenfell
o que nos abordaran las fuerzas especiales. Pero a veintinueve nudos no es factible lo uno ni lo otro. —Miró a su alrededor—. Resumiendo, necesito ideas ahora mismo.

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