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Authors: Lincoln Child Douglas Preston

Tags: #Intriga, Policíaca

El círculo oscuro (33 page)

No concebía peor forma de morir. Ninguna en absoluto.

Uno de los hombres del grupo aceleró el paso.

—Señor Mayles…

Mayles se volvió sin pararse, con la sonrisa tan tensa como siempre. No vela el momento de entrar en Osear's.

—Dígame, señor…

—Wendorf, Bob Wendorf. Verá, tengo una reunión muy importante el día quince, en Nueva York, y necesito saber cómo iremos desde Terranova a Nueva York.

—Señor Wendorf, seguro que la compañía se ocupará de todo.

— ¡Pero maldita sea, eso no es una respuesta! Otra cosa: si cree que iremos a Nueva York en barco, se equivoca de cabo a rabo. Yo no pienso volver a pisar un barco en toda mi vida. Quiero un billete de avión en primera clase.

Un murmullo de asentimiento recorrió el grupo a sus espaldas. Mayles se detuvo y se volvió.

—Se da la circunstancia de que la compañía ya está fletando los aviones.

Lo decía por decir. A esas alturas, estaba dispuesto a contestar lo que fuera con la única intención de quitarse de encima a aquellos palurdos.

Una mujer con los dedos cargados de arrugas y de anillos se adelantó agitando unas manos moteadas por la vejez.

— ¿Para los tres mil pasajeros?

—St. John's tiene aeropuerto internacional.

¿O no? Mayles no tenía ni idea.

Pero la mujer insistió, con su voz de sierra mecánica:

—Francamente, me parece intolerable esta falta de comunicación. ¡Hemos pagado un montón de dinero para hacer este viaje, y merecemos saber qué ocurre!

«Usted, señora, lo que merece es una buena patada en su culo caído de vieja.» Mayles siguió sonriendo.

—La compañía…

— ¿Y las devoluciones? —le interrumpió otra voz—. ¡Porque supongo que no creerán que vamos a pagar para que nos traten así…!

—La compañía se ocupará de todos —dijo Mayles—. Un poco de paciencia, por favor.

Se volvió deprisa para evitar más preguntas. Fue entonces cuando lo vio.

Era una… cosa, una especie de masa densa de humo en una esquina del pasillo, que se movía hacia ellos con una especie de asqueroso vaivén. Mayles la contempló paralizado. Era como una niebla oscura y maligna, con la diferencia de que parecía tener una textura, una textura como de tela, pero vaga, indefinida y más oscura hacia el centro, con relumbres imprecisos de sucia iridiscencia en su interior. Se acercaba ondulando, como si marcara músculos en toda su superficie.

Mayles no podía hablar ni moverse. «Así que es verdad —pensó—. Pero no puede ser… No puede ser…»

La cosa se deslizaba hacia él, con una espantosa determinación. Todo el grupo se detuvo de golpe. Una mujer reprimió un grito.

— ¿Qué carajo es eso? —dijo una voz.

Retrocedieron muy juntos. Más de uno gritaba de miedo. Mayles no podía apartar la vista de aquella cosa. No podía moverse.

—Es algún fenómeno natural —dijo en voz alta Wendorf, como si quisiera convencerse a sí mismo—. Como las bolas de fuego.

La cosa se movía erráticamente por el pasillo, cada vez más cerca.

— ¡Dios mío!

Roger Mayles percibió una confusa retirada general a sus espaldas, que derivó rápidamente en estampida. El guirigay de gritos y chillidos se alejó por el pasillo, pero él seguía sin poder moverse ni hablar. Era el único que se había quedado clavado al suelo.

Cuando tuvo más cerca aquella cosa, vio algo en su interior. Era una silueta achaparrada y fea, como de fiera salvaje, con unos ojos desquiciados…

«No, no, no, noooo…»

De los labios de Mayles salió un lamento grave. La cosa seguía acercándose, hasta que empezó a percibir un aliento húmedo, como de moho, y un creciente hedor a mugre y hongos en putrefacción… En la garganta de Mayles, el lamento se convirtió en un gorgoteo de mucosidades. La cosa, mientras tanto, pasó de largo sin mirarle ni verle, como el soplo de aire húmedo de un sótano.

Lo siguiente que vio Mayles, esta vez desde el suelo, fue a un vigilante con un vaso de agua en la mano.

Abrió la boca, pero lo único que salió fue un suspiro que se abrió paso entre sus cuerdas vocales.

— ¿Se encuentra bien, señor Mayles? —dijo el empleado.

Mayles hizo un ruido como el de un fuelle perforado.

— ¿Señor Mayles?

Tragó saliva y movió las mandíbulas, que se le habían quedado pegadas.

—Estaba… aquí.

Un brazo fuerte le cogió por la chaqueta y le ayudó a sentarse.

—Me he cruzado con su grupo, que pasaba corriendo, histérico. No sé qué han visto, pero ahora ya no está. Hemos buscado en todos los pasillos adyacentes, y ya no está.

Mayles se inclinó, tragó saliva con angustia, y a continuación (como si fuera una manera de exorcizar la presencia de la cosa) vomitó en la moqueta dorada.

Capítulo 51

— ¡Capitán Masón! —LeSeur hundió un dedo con fuerza en el botón del interfono—. ¡Hay una alerta de código 3! ¡Conteste, por favor!

—Señor LeSeur —dijo Kemper—, la capitán sabe perfectamente que hay un código 3. Lo ha activado ella.

LeSeur dio media vuelta y le miró fijamente.

— ¿Está seguro?

Kemper asintió con la cabeza.

El primer oficial se volvió otra vez hacia la escotilla.

— ¡Capitán Masón! —dijo a grito pelado por el interfono—. ¿Está bien?

No hubo respuesta. Dio un puñetazo en la escotilla.

— ¡Masón!

Se volvió hacia Kemper.

— ¿Cómo entramos?

—No se puede —dijo el jefe de seguridad.

— ¡Y un cuerno! ¿Dónde está el control manual de emergencia? ¡Le ha ocurrido algo a la capitán Masón!

—El puente está tan acorazado como la cabina de un avión. Cuando se dispara la alarma desde dentro, se cierran todos los accesos. Totalmente. No puede entrar nadie, a menos que le deje pasar alguien desde el otro lado.

— ¡Tiene que haber un sistema manual para anularlo!

Kemper sacudió la cabeza.

—Nada que pueda dejar entrar a terroristas.

— ¿Terroristas?

La mirada de LeSeur era de incredulidad.

—Sí, terroristas. Las nuevas normas ISPS disponen todo tipo de medidas antiterroristas en los barcos. El trasatlántico más grande del mundo… es un objetivo clarísimo. Le sorprenderían los sistemas antiterroristas que hay a bordo. Hágame caso, no se puede entrar ni con explosivos.

LeSeur se apoyó en la puerta, jadeando. Era incomprensible. ¿Qué le había ocurrido a Masón? ¿Un infarto, o algo por el estilo? ¿Estaría inconsciente? Miró las caras de nerviosismo y confusión que le observaban. Le estaban pidiendo autoridad, decisión.

—Síganme al puente auxiliar—dijo—, y veremos qué muestra el circuito cerrado.

Salió corriendo, seguido por los demás. Al otro lado de una puerta había una escalerilla de servicio. Saltó los escalones metálicos de tres en tres. Al llegar al nivel inferior, abrió otra puerta y corrió por el pasillo, donde se cruzó con un marinero que pasaba una mopa. Llegaron a la escotilla de acceso al puente auxiliar. Al ver entrar al grupo, el vigilante que controlaba los monitores de seguridad puso cara de sorpresa.

—Conecte las cámaras del puente —le ordenó LeSeur—. Todas.

El vigilante tecleó una serie de órdenes. Rápidamente aparecieron en las pequeñas pantallas de circuito cerrado media docena de imágenes distintas del puente.

— ¡Allí está! —dijo LeSeur, a punto de desfallecer de alivio.

La capitán Masón estaba al timón, de espaldas a la cámara, y parecía tan serena y compuesta como al despedirse de él.

— ¿Por qué no nos oía por la radio? —preguntó LeSeur—. ¿Y tampoco los golpes?

—Sí que nos oía —dijo Kemper.

—Pero entonces ¿por qué…?

LeSeur se quedó callado. Su perfecta sintonía con el barco le había hecho percibir un cambio muy leve en la vibración, y en las olas. Estaban virando.

—Pero ¿qué diablos ocurre?

También percibió un temblor inconfundible: el de los motores del barco al aumentar su velocidad. Un aumento considerable.

Se le empezó a formar en el pecho un nudo frío como el hielo. Al mirar la pantalla donde aparecían el rumbo y la velocidad, vio que los números se movían hasta estabilizarse en un nuevo rumbo verdadero: doscientos grados, con un aumento gradual de la velocidad.

Doscientos grados… Echó un rápido vistazo al chartplotter que tenía cerca, en un monitor de pantalla plana, y vio hasta el último detalle, a todo color: el pequeño símbolo del barco, la línea recta de su rumbo, y los bajíos y rocas de los Grand Banks.

Sintió que le fallaban las rodillas.

— ¿Qué pasa? —preguntó Kemper, muy atento a su cara sudorosa.

Siguió la mirada del primer oficial hasta el chartplotter.

— ¿Qué…? —repitió—. Dios mío… —Observó fijamente la gran pantalla—. No me estará diciendo…

— ¿Qué ocurre? —preguntó Craik al entrar.

—Que la capitán Masón ha aumentado la velocidad al máximo —dijo LeSeur. Su voz sonaba hueca, incluso en sus propios oídos—. Y ha cambiado el rumbo. Vamos derechos hacia las Carrion Rocks.

Volvió a fijarse en el monitor de circuito cerrado por donde se vela a Masón al timón. La cabeza, de la capitán había girado un poco, permitiendo distinguir su perfil. LeSeur vio en sus labios una leve sonrisa.

Fuera, en el pasillo, Lee Ng dejó un momento de limpiar el suelo de linóleo para escuchar con atención. Pasaba algo gordo, pero de repente ya no se oían voces. En cualquier caso, seguro que lo había entendido mal. Era un problema de idioma. A pesar de su empeño en estudiar inglés, aún no lo dominaba tanto como le habría gustado. A los sesenta años era difícil aprender una nueva lengua, sin contar toda la terminología náutica que ni siquiera figuraba en su diccionario vietnamita-inglés barato.

Siguió empujando la mopa. De pronto, el silencio que salía por la puerta abierta del puente auxiliar dio paso a un tumulto de voces. Lee Ng se acercó con sigilo, muy atento, bajando la cabeza y haciendo grandes movimientos semicirculares con la mopa. Hablaban en voz alta, con urgencia. Empezó a darse cuenta de que no lo había entendido mal.

El mango de la mopa chocó ruidosamente contra el suelo. Lee Ng retrocedió, primero un paso y después otro. Se volvió y empezó a caminar. De caminar pasó a correr. Durante la guerra se había salvado de más de una situación desesperada corriendo. Sin embargo, mientras corría se dio cuenta de que no era lo mismo. Allí no había donde refugiarse. No estaba el muro protector de la selva después del último arrozal.

Era un barco. No podía correr a ningún sitio.

Capítulo 52

Constance Greene había escuchado el anuncio de la capitán en funciones por el sistema de megafonía, aliviada de que finalmente el barco se desviase hacia St. John's, y tranquilizada por las rigurosas medidas de seguridad que se estaban tomando. Nadie mantenía ya la ficción de que aquello fuera un viaje de placer. Ahora lo importante era la seguridad, y la supervivencia. Pensó que quizá fuera el karma lo que hacía que algunos de aquellos ultraprivilegiados vislumbrasen qué era realmente la vida.

Miró su reloj. Las dos menos cuarto. Pendergast había dicho que no lo despertara hasta las tres, y Constance prefería dejarle dormir. Estaba claro que necesitaba descansar, aunque solo fuera para quitarse de encima el arranque de mal humor que parecía sufrir. Nunca le había visto dormir de día, ni beber alcohol por la mañana.

Se acomodó en el sofá y abrió los ensayos de Montaigne para distraerse de las preocupaciones, pero justo cuando empezaba a perderse en los elegantes giros del francés, se oyeron unos golpes suaves en la puerta.

Se levantó y fue a abrir.

—Soy Marya. Abra, por favor.

Constance abrió la puerta, y dejó entrar a la camarera. Llevaba sucio el uniforme, normalmente impoluto, y el pelo despeinado.

—Siéntate, Marya, por favor. ¿Qué ocurre?

Marya se sentó, pasándose una mano por la frente.

—Esto es un инсане…

— ¿Perdón?

— ¿Cómo se dice? Un manicomio. Oiga, traigo noticias. Muy malas noticias. Se está extendiendo como fuego bajo cubierta. Rezo por que no sea verdad.

— ¿El qué?

—Dicen que el capitán en funciones, la capitán Masón, se ha encerrado en el puente, y que lleva el barco hacia rocas.

— ¿Qué?

—Rocas. Las Carrion Rocks. Dicen que chocaremos con rocas en menos de tres horas.

—Me suena a rumor histérico.

—Está posible —dijo Marya—, pero lo cree toda la tripulación. Además, en el puente auxiliar pasa algo gordo. Van y vienen muchos oficiales, y ves mucho movimiento. También han vuelto a ver a… ¿Cómo se dice? El fantasma. Esta vez ha sido un grupo de pasajeros, y el director de crucero.

Constance se quedó callada. Otra gran ola hizo temblar el barco, que dio un bandazo anómalo. Volvió a mirar a Marya.

—Espérame aquí, por favor.

Subió la escalera y llamó a la puerta de Pendergast. Normalmente contestaba enseguida, con una voz propia de alguien que llevaba varias horas despierto. Esta vez no fue así.

Otro golpe.

— ¿Aloysius?

De dentro salió una voz grave, inexpresiva.

—Te había pedido que me despertaras a las tres.

—Es que tengo que contarte algo urgente.

Un largo silencio.

—Dudo que no pueda esperar.

—No puede, Aloysius.

Otro largo silencio.

—Bajo dentro de un momento.

Constance volvió a la sala de estar. Al cabo de varios minutos apareció Pendergast, con pantalones negros de vestir, una camisa blanca, almidonada, con los faldones fuera y los botones desabrochados, y una chaqueta negra y una corbata por encima de un hombro. Arrojó la chaqueta a la silla, y miró a su alrededor.

— ¿Y mis huevos Benedict con té? —preguntó.

Constance se quedó mirándolo.

—Han cancelado el servicio de habitaciones. Solo dan de comer por turnos.

—Seguro que Marya conseguirá improvisar algo mientras me afeito.

—No tenemos tiempo para comer —dijo Constance, irritada.

Pendergast entró en el baño, dejando la puerta abierta. Despojó de la camisa su cuerpo blanco y esculpido, y la dejó sobre la barra de la ducha. Después abrió el grifo y empezó a ponerse espuma por la cara. Por último cogió una navaja larga y recta y empezó a afilarla. Constance se levantó para cerrar la puerta, pero él le hizo una señal con la mano.

—Estoy esperando que me cuentes eso tan importante que ha interrumpido mi siesta.

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