Ian, vestido con un traje claro confeccionado a medida al estilo de los uniformes rajputs, el brazo izquierdo todavía en cabestrillo y con Mohan pegado a su espalda, examinó con atención al anciano, ataviado con una chaqueta bordada y un turbante rojo adornado con joyas. Estuvieron un rato mirándose, abuelo y nieto, antes de que el rajá tomara la palabra.
—¿Sabes quién soy?
—El rajá Dheeraj Chand —respondió Ian con voz firme—, mi abuelo. El mismo que persiguió a mis padres por toda la India antes de que yo naciera y el que nos obligó a huir a Delhi, donde yo perdí a mis padres y a mi hermana —añadió con acritud.
—Disculpad, él... —se apresuró a decir Mohan, intentando reparar la afrenta de Ian, pero el rajá le hizo callar con un gesto imperioso de su mano cargada de anillos.
—De la misma manera estuvo tu padre frente a mí hace muchos años —dijo el anciano Chand con gesto meditabundo—, y exactamente igual que en aquella ocasión no sé si atribuir tu conducta a la intrepidez o a la arrogancia.
Apoyó las dos manos en la empuñadura del bastón.
—No era tonto tu padre. Quizá se hubiera convertido incluso en un gran guerrero con el tiempo. Pero... —se levantó, expulsó largamente el aire de los pulmones y se acercó unos pasos a Ian—, pero era y siguió siendo un
feringhi
. Un blanco, un infiel lo bastante estúpido como para ignorar los usos y costumbres de este país y creer que no tenía por qué acarrear con las consecuencias de su actitud. Por eso os llevó a la ruina. Y esto... —Ian se estremeció cuando el anciano rozó ligeramente la herida de su mejilla que estaba cicatrizando lentamente—. Esto te lo recordará siempre. —Contempló al chico con una mirada escrutadora—. Me gustaría mucho ver cuánto tienes de verdadero rajput y saber si eres digno de tu genealogía. Es mi sangre la que corre por tus venas, una sangre principesca, pero nunca olvidaré que está mezclada con la del
feringhi
que tanto oprobio trajo sobre nosotros, que eres hijo de una unión impura y no consagrada. Y tú... —volvió a erguirse en toda su estatura y dio un paso atrás—, tú harás bien en no olvidarlo nunca tampoco.
Volvió a sentarse en el sillón con torpeza.
—Eres mi nieto, pero también eres un bastardo. Esa es la herencia que te han dejado tus padres. No lo olvides jamás.
Hizo falta casi un año y medio para que el país recobrara paulatinamente la calma. Cada vez fueron menos frecuentes las escaramuzas, si bien no se declaró la paz en todo el país hasta el mes de julio de 1859. El tributo de sangre que pagaron por esa paz los señores coloniales fue asombrosamente escaso dada la crueldad de la guerra; nunca se dio una cifra exacta de bajas en el bando hindú; sin embargo, la India no volvería a ser el mismo país que había sido. Los esqueletos de las víctimas y sus tumbas, las ruinas calcinadas, los edificios derruidos o dañados por el fuego de los fusiles y las balas de cañón eran las huellas visibles que la guerra había dejado en la superficie. Mucho más profundas eran las heridas en las mentes y en los corazones de la gente, de difícil cura y dolorosa cicatrización.
Los británicos trataban con profunda desconfianza a los hindúes, con una cólera muy arraigada por el orgullo herido y con desprecio, mientras que el alma de la India destilaba una amargura cargada de odio por la derrota y la humillación sufridas.
El 1 de noviembre de 1859, la reina Victoria declaró que toda la autoridad en la India estaría a partir de entonces exclusivamente en manos de la Corona; la Compañía Británica de las Indias Orientales, sus funcionarios y soldados, habían cumplido su labor. Se desarmó a la población civil en la medida de lo posible, se redujo la cifra de cipayos y se equilibró bien la proporción de hinduistas y musulmanes para aprovechar la rivalidad entre ellos en caso de emergencia. La artillería pasó por completo a manos europeas. Un tribunal militar declaró a Bahadur Shah culpable de sedición, traición y asesinato múltiple, y lo desterró del país, juntamente con numerosos príncipes y soberanos que se habían levantado contra los británicos. Lord Canning fue nombrado virrey, cargo que añadió al que ya poseía de gobernador general. Se paralizó toda política de expansión; tenía absoluta prioridad la consolidación del poder dentro de las fronteras existentes de la India colonial.
Oficialmente toda la India estaba bajo el control de la Corona. Se pasó por alto tácitamente que existían unos cuantos principados independientes todavía, pero demasiado pequeños, demasiado insignificantes y, sobre todo, demasiado pacíficos para anexionarlos. El riesgo de provocar una nueva oleada de descontento no compensaba el esfuerzo por adueñarse de esas pequeñas manchas en la vastedad de Rajputana. De esta manera el principado de Dheeraj Chand siguió existiendo sin alteraciones. Las noticias sobre el final de la rebelión y sobre las novedades en el país llegaron ciertamente a Surya Mahal, pero como no tenían ninguna importancia para la soberanía de Chand ni para la vida allí, nadie les prestó ninguna atención.
Nadie a excepción de Ian. Devoró todos los artículos de periódico, cualquier escrito sobre la rebelión de los cipayos o el
mutiny
, «el motín», como denominaron a partir de entonces de manera abreviada los acontecimientos de mayo de 1857 y de los siguientes meses. Y se escribió mucho al respecto, tanto durante la rebelión como con posterioridad. Había sido mucho más que un suceso histórico, que un suceso militar. Había soliviantado los ánimos de hindúes y europeos, y tanto su significado emocional como el espíritu de la época, que incluía un progreso vertiginoso en el modo de redacción de los informes periodísticos, la convirtieron en una de las primeras guerras minuciosamente documentadas.
Fragmento tras fragmento, Ian consiguió comprender el desarrollo de los acontecimientos que habían culminado con el estallido del alzamiento, reconstruir los sucesos de aquel día en Delhi, que habían costado la vida a su madre y a su hermana. Si Ian sentía dolor por su madre no lo demostraba, y nunca hablaba de ella, pero Mohan creyó reconocer que en algún momento había comprendido que no podía culparse directamente a nadie de su muerte. Se había debido a un encadenamiento de circunstancias desdichadas: estaban en el momento equivocado en el lugar equivocado. Sin embargo, Mohan también intuía que Ian buscaba en todas las noticias e informes un indicio acerca del paradero de su padre. A Mohan le dolía que esa búsqueda fuera inútil, que Winston hubiera desaparecido sin dejar rastro, a pesar de que Ian nunca decía nada al respecto.
Fueron años de sosiego los que pasaron en Surya Mahal, al ritmo de las estaciones y de la rutina diaria en el palacio. El día a día de Ian comenzaba con paseos a caballo y tiro con arco; seguían a continuación las lecciones de inglés, hindú, sánscrito y urdu, de cultura y civilización, historia, matemáticas, escritos antiguos. Un brahmán lo instruyó en la
puja
, los ritos diarios de oración; el mayordomo de la casa practicaba con él durante las ceremonias oficiales y le instruía en las sutilezas de la conducta cortesana: a qué ritmo subir los escalones del trono del rajá y entregarle las tradicionales
nazarana
, las ofrendas en señal de lealtad al soberano; a qué ritmo retroceder hasta el punto partida sin caerse ni tropezar. Un guerrero que llevaba muchos años al servicio del rajá, Ajit Jai Chand, enseñó a Ian a luchar cuerpo a cuerpo, con los puños, con la espada y con armas de fuego.
Fue al mencionado Ajit Jai Chand a quien el criado anunció una tarde que Mohan Tajid estaba escribiendo notas acerca de un verso del Bhagavadgita en el cuarto de estudio.
—
Namasté
, Vuestra Alteza —se inclinó respetuosamente Ajit Jai con las palmas de la mano unidas en un saludo—, disculpad mi comportamiento irrespetuoso al venir a veros sin habéroslo notificado previamente.
—
Namasté
, Ajitji —repuso Mohan al saludo, añadiendo el tratamiento apropiado para un hombre mayor después del nombre, a pesar de que el otro era apenas unos años mayor—. Ese no es motivo para pedirme disculpas.
Mandó al criado que les llevara té y pastas. Mientras esperaban, mantuvieron una conversación cortés sobre el clima y los nuevos caballos de los establos, se preguntaron mutuamente por el bienestar del otro, y Mohan se interesó por Lakshmi, la esposa de Chand, y sus cuatro hijos. Cuando les hubieron servido el té y volvían a estar solos, se sentaron con las piernas cruzadas en unos cojines gruesos.
—Prescindamos de las formalidades, Ajit. De jóvenes nos hemos peleado demasiadas veces. ¿Qué te trae hasta mí? —comenzó diciendo Mohan.
Su interlocutor sonrió.
—Nunca me perdonaste que yo fuera siempre mejor luchando, ¿verdad?
—Me las apañaba bastante bien —sonrió Mohan con satisfacción—. De todas maneras, nunca me arrugué luchando contigo. Pero quien no te lo perdonó nunca fue el rajá. Ni a ti ni a mí nos lo perdonó.
El rostro afable de Ajit se puso serio de repente.
—Fue algo muy diferente lo que nunca me perdonó.
Mohan lo miró interrogativamente por encima del borde de su taza de té.
—Te refieres a...
—Sí, a mi sangre impura.
Ajit Jai procedía de una rama colateral del clan Chand, entre el árbol genealógico de la familia de Mohan y el del marajá de Jaipur; su bisabuelo había sido un soldado francés. Ajit Jai sonrió maliciosamente.
—Por ese motivo nunca me eligió para ser uno de sus guardias de corps, a pesar de reconocer plenamente mis habilidades y mis logros. Nunca confíes en nadie que no sea de pura ascendencia rajput. —Guiñó un ojo a Mohan con ironía antes de volver a mirar su taza de té, serio—. Estoy hoy aquí por un motivo similar. Se trata del chico.
—¿Ha hecho algo malo?
Ajit sacudió la cabeza.
—Bueno, algo sí. Yo mismo fui casualmente testigo ayer de cómo molió a palos al hijo del capitán de la caballería. Le zumbó de lo lindo.
—¿A Rao? —Mohan pensaba en el chico regordete, más o menos de la edad de Ian, quince o dieciséis años.
—No, el mayor, Ashok.
Mohan soltó un silbido de reconocimiento. Ashok tenía dieciocho años y pesaba unos veinte kilos más que Ian.
—Tuve que emplearme bien para separarlo de Ashok, que gimoteaba como un niño pequeño. —Ajit arrugó despectivamente la nariz por encima de su bigote poblado—. Rajiv lo tenía agarrado igual que un tigre a su presa.
—¿Pudiste enterarte del motivo de la pelea?
—Tuve que trabajarme un buen rato a Rajiv hasta que finalmente me dijo entre dientes que Ashok le había llamado sucio y pequeño bastardo y que no merecía en absoluto el caballo que le había regalado el rajá por su cumpleaños.
Todo el mundo en palacio sabía que el nieto del rajá recibía el tratamiento de un príncipe rajput a pesar de llevar sangre extranjera en las venas y ser fruto de una unión deshonrosa sobre la que se mantenía un silencio glacial. Mohan Tajid solo entreveía vagamente las frecuentes burlas y el escarnio que debía padecer por esa causa; el chico tampoco hablaba de ello nunca.
—Mira, Mohan —penetró en sus pensamientos la voz de Ajit—, tengo aprecio por el chico, pero lo que vi en sus ojos cuando aporreaba a Ashok no me gustó nada. Un odio así no es bueno, y menos a esa edad. ¿Sabes cómo le llaman los demás niños? Rajiv
el Camaleón,
porque se las da unas veces de
sahib
, otras de nieto del rajá, dependiendo de lo que más le convenga. No es como los demás y se lo echan en cara.
Mohan miró a Ajit a los ojos.
—Te conozco muy bien, no habrás venido aquí a comunicarme únicamente tus observaciones, ¿verdad?
Ajit sacudió la cabeza tocada por un turbante escarlata.
—No. Mohan, sabes que me estoy haciendo viejo. He pasado toda mi vida aquí, en el palacio, y casi la mitad de esa vida luchando en las batallas y formando a guerreros. Poco a poco me estoy empezando a cansar. Quiero ver todavía algo a mis hijos antes de que se vayan de casa y formen su propia familia. Por ello... —se llenó de aire los pulmones—, por ello voy a retirarme del servicio del rajá. Me he comprado una casa en Jaipur, donde quiero envejecer en paz en compañía de Lakshmi. Puede que el rajá haya desconfiado de mí por mi origen, pero siempre me ha recompensado generosamente por mis servicios. —Bebió un sorbo—. He tenido mucho tiempo para observar a Rajiv mientras le daba las lecciones. Es como un barril de pólvora al que se aproxima lentamente una mecha prendida. Es un guerrero nato. La vida aquí en el palacio no es para él, al menos no a la larga. Antes de retirarme quiero emprender un viaje de peregrinación al templo de Gharapuri y también a la montaña Kailash, en el Himalaya. Me gustaría llevármelo conmigo en ese viaje, Mohan, y luego a mi casa de Jaipur.
Miró a su interlocutor con expectación. Mohan conocía Gharapuri solamente de oídas. La pequeña isla, a dos horas de distancia en barca del puerto de Bombay, era un lugar de culto milenario a diferentes dioses, a Shiva principalmente. «Gharapuri y Kailash...»
—Eso significa que ha elegido a Shiva como a su
ishta
, ¿verdad?
Ajit Jai asintió con la cabeza.
—A Shiva y a Kali. ¿Te decepciona eso?
—No. —Mohan reflexionó brevemente—. Creo que no esperaba otra cosa, no si uno se pone a pensar en lo que ha visto y le ha tocado vivir.
—El rajá ha dado su aprobación. Ahora quería pedirte tu bendición.
Mohan sonrió.