El ajetreo de las calles se colaba en las callejuelas tortuosas y por las peligrosísimas escaleras. Hombres, mujeres, niños y ancianos, engalanados con plata y oro, envueltos en seda o en algodón limpio de colores vivos, sucios, piojosos, harapientos, rebosantes de vitalidad y dedicándose a su actividad diaria o al callejeo, caminando un pie tras otro, muertos de cansancio, sentados en una esquina. Músicos callejeros, vendedores, mendigos, putas; plateros que con mirada ausente masticaban alguna hierba o bebían té mientras esperaban al siguiente cliente; artesanos concentrados en su trabajo, fabricando zapatos, martilleando el metal, tejiendo telas; el olor penetrante a pintura, cuero y orina emanaba de las tinas de los curtidores y tintoreros. Olía a sudor, a polvo y a excrementos, a madera recién cortada y a brasas recientes, a curry y pimienta y nuez moscada, a palo de rosa y canela, a piedra húmeda y, acto seguido, a piedra abrasada por el sol, a frutos secos tostados y a sangre de animales sacrificados. A podredumbre, a muerte, a agua limpia y a hierba y a la vegetación de los árboles en los innumerables
baghs
, a arroz cocido y a chispas de hierro forjado. Por el aire circulaban canciones que serpenteaban como una humareda fina a través de la red finamente entramada de hindustaní, urdu, bengalí, inglés, persa, árabe, guyaratí y todos los idiomas y dialectos del subcontinente, una red que cubría toda la ciudad.
Que la ciudad, no obstante, no cayera en el caos absoluto se debía a un código estricto y a una burocracia global. El término municipal de Delhi estaba dividido en doce distritos, los
thanas
. Al frente de cada uno de ellos había un
thanadar
, y cada
thana
a su vez era un conjunto de
mahallahs
, vecindarios. El responsable de cada vecindario era el
mahallahdar
.
Y justamente esta organización administrativa se convirtió en una barrera invisible para los tres fugitivos. Los fueron enviando con recelo de un
thanadar
a otro cuando trataban de pasar por las diferentes puertas de la ciudad. Algunas veces los rechazaban debido a su agotamiento manifiesto y su aspecto sencillo; sin embargo, la mayoría era debido a la presencia del sucio y andrajoso
sahib
de piel blanca y ojos azules lo que decidía que su solicitud de entrada en el
thana
recibiera por respuesta un rotundo
Nahîñ!
De nada servían las monedas que Mohan mostraba al
thanadar,
unas veces con gesto humilde y otras desafiante, para demostrar su solvencia; incluso aumentaban el recelo que despertaban. Les negaron hasta un techo para la mujer embarazada.
El sol empezó a bajar hasta que se sumergió con un resplandor rojo detrás de la muralla occidental de la ciudad, arrojando una luz cegadora sobre el Fuerte Rojo, cuyos muros parecían teñidos de sangre. Pronto cerrarían las puertas de entrada a la ciudad y seguían sin un alojamiento para pasar la noche.
Desconcertados y cansados, seguían en sus monturas cuando de nuevo les cerraron la puerta de entrada a un
thana
, de malos modos y en las narices. Casi habían rodeado la ciudad entera y tenían a la vista la puerta por la que habían llegado a Delhi aquella la mañana.
Sitara se volvió a mirar a un anciano ciego que iba tanteando el muro, encorvado y arrastrando los pies, con el cuenco de las limosnas bajo el brazo decrépito. Un escalofrío que no fue capaz de reprimir la sacudió.
—Este no es sitio para nosotros —dijo en voz baja—. Esta ciudad está cubierta por un hálito de muerte. —Con gesto suplicante, casi desesperada, miró consecutivamente a su hermano y a Winston—. ¡Prosigamos, no puedo quedarme en este lugar!
—Bien —asintió Mohan—, pero esta noche necesitamos un alojamiento. En la calle despertaremos todavía más sospechas. —Desmontó y se dirigió al mendigo anciano en urdu—.
Mihrbânî karke
, por favor,
¿yahâñ dharamsala kahâñ hai?
El anciano respondió en un tono apenas audible, con la voz ronca por la edad y la debilidad, con los ojos muertos fijos en Mohan, que le dio las gracias poniéndole unas monedas en las manos como garras.
—¿Y bien? —Winston miró a Mohan expectante cuando este volvió a montar en su caballo.
—No muy lejos de aquí hay un albergue para peregrinos. Ojalá podamos alojarnos en él.
Cabalgaron a lo largo de la ancha avenida Kuchah Qamr ad-din Khan, que llevaba desde la muralla de arenisca al centro de la ciudad. El golpeteo de las herraduras en las calles, que se estaban quedando rápidamente desiertas, resonaba delator. La calle desembocaba en una plaza en forma de medialuna con una fuente en la que el agua borboteaba con un sonido reconfortante. En la esquina de dos calles confluyentes se encontraba el albergue cuyas luces parecían darles la bienvenida.
Y fueron bienvenidos. Había allí gente sencilla, exhausta, entre los peregrinos andrajosos que acudían desde muy lejos a visitar a las divinidades hinduistas más variadas de los templos de la ciudad, para hacer sus ofrendas y solicitar su bendición. En aquel barullo de
sadhus
, ancianos, jóvenes campesinos con sus esposas, niños que chillaban o berreaban, nadie prestó mucha atención a los tres recién llegados que, a cambio de unas pocas rupias, se instalaron en un dormitorio abarrotado en la parte trasera de la planta baja. Nadie les dirigió la palabra, nadie les hizo preguntas. Reposo nocturno debía de ser una expresión foránea; viajeros agotados dormían sobre simples jergones de paja entre niños alborotadores, mujeres y hombres que cotilleaban arracimados en torno a un sencillo juego de dados y mientras algunas personas religiosas se sumergían en sus rezos.
Winston se quedó mirando un rato aquel espacio, echado sobre su jergón pegado a la pared, con una sensación de absoluta irrealidad, y se dio cuenta entonces de que las semanas pasadas habían transcurrido como en un sueño. Nada más lejos de la vida que había llevado hasta entonces que lo que estaba viviendo. «¿Cómo he venido a parar aquí?», se preguntó, antes de que el cuerpo cálido y cada vez más orondo de Sitara se pegara a él y el sueño lo sumergiera en una negrura agradable.
Le pareció que había dormido muy brevemente cuando sintió una sacudida leve. Le costó un esfuerzo increíble abrir los párpados. Sitara lo estaba mirando asustada y él percibió su rigidez. Era Mohan quien lo había despertado y quien le puso rápidamente un dedo sobre los labios en un gesto de aviso. Winston parpadeó y levantó la cabeza. Había todavía algunos quinqués encendidos que arrojaban sombras que fluctuaban sobre los viajeros dormidos. Ya no quedaba nadie despierto; había cesado toda la agitación, todos los nervios del viaje. Los cuerpos y las almas habían reclamado tenazmente sus derechos. Se oían los ronquidos sincopados, y en algún lugar lloraba suavemente un bebé. Winston contrajo el ceño sin entender, miró a Mohan inquisitivo y entonces oyó el ruido de botas de montar pisando el suelo de piedra, haciendo crujir los juncos esparcidos, voces de hombres en una cadencia dura, militar.
Mohan le hizo una seña con la cabeza señalando una puerta de madera situada al otro extremo de la sala. Se levantaron los tres sin hacer ruido, agradecidos de que no pudieran oírse los latidos de sus corazones, recogieron a toda prisa sus escasas pertenencias y se deslizaron agachados y con movimientos lentos y controlados por la sala, esforzándose al máximo para no pisar a ninguno de los durmientes apretujados ni asustarlos con algún movimiento demasiado acelerado.
Con lentitud, centímetro a centímetro, Mohan abrió la puerta lo suficiente como para salir uno tras otro por ella a la suave brisa de la noche, y volvió a cerrarla con suavidad justo a tiempo, porque instantes después estalló un tumulto tras ellos, apenas sofocado por las tablas de la puerta. Mujeres chillando, niños berreando a pleno pulmón, hombres vociferando todavía en duermevela mientras los guerreros del rajá ponían patas arriba el albergue buscando a los tres fugitivos.
Echaron a correr tan rápido como podían desde el patio interior hasta la calle, a la sombra protectora de las casas alineadas. Las ratas saltaban asustadas, se movían rápidamente por el pavimento, miraban atrás con curiosidad, huían de las botas estridentes y de las voces chillonas que siguieron después tras un intervalo de tiempo. Las contraventanas y las puertas los miraban correr rechazándolos, una única pared lisa sin el menor escondrijo. Por fin llegaron a una callejuela angosta por la que doblaron cuando ya oían a lo lejos a sus perseguidores.
Winston corría a ciegas detrás de Mohan y de Sitara, asombrado de que ella fuera capaz de correr tanto a pesar de su embarazo. Doblaron a la derecha, luego de nuevo a la izquierda por callejuelas que se estrechaban cada vez más. Luego Mohan golpeó un portón. Cerrado.
Se detuvieron jadeantes, se llevaron las manos a los costados y trataron de orientarse en la oscuridad.
—¿Sabes dónde estamos? —preguntó Winston, estrechando contra su cuerpo a Sitara, que temblaba de miedo y agotamiento.
—No, ¿cómo voy a saberlo? —replicó Mohan sin fuelle y, un instante después, lo agarró fuertemente del brazo.
Winston contuvo la respiración y se puso a escuchar atentamente en la oscuridad. Se acercaban pasos ruidosos, pasos amenazadores y decididos, como si supieran que su presa había caído en una trampa. Sus ojos se habían habituado a la oscuridad y distinguió la silueta de Mohan, que se deslizaba de vuelta al último recodo de la callejuela por la que habían pasado. Un músculo del muslo de Winston se contrajo incontroladamente, dispuesto para la fuga, y le costó un increíble esfuerzo de voluntad encomendar su vida y la de Sitara a Mohan.
No fue hasta después, una vez pasado todo, cuando consiguió unir los fragmentos de los segundos que siguieron. Los dos guerreros rajputs doblaron la esquina con las espadas desenvainadas y las antorchas en alto. Mohan se echó encima de uno y le rebanó el cuello con un rápido movimiento de su daga antes de dejarlo caer suavemente al suelo. Sitara, que se había separado de Winston, clavó la daga certeramente al segundo soldado en el pecho antes de que este pudiera proferir ningún grito. Su cuerpo se desplomó silenciosamente sobre el cadáver de su compañero.
Un mono pasó chillando a su lado y los dientes de Mohan brillaron claramente en aquella oscuridad.
—Saludos de Jánuman.
Winston sintió que lo agarraban y tiraban de él violentamente en dirección opuesta por la callejuela, y al instante siguiente se los tragó un edificio, los absorbió un pasillo oscuro que desembocaba en una sala espaciosa de techo alto, débilmente iluminada por lamparillas de aceite. Las rodillas de Winston cedieron y se dejó caer sobre una repisa de piedra, mudo y rígido por el horror, con el rostro hundido apoyado en las manos. No levantó la vista hasta que sintió un tirón firme en la pernera de su pantalón.
Un monito estaba sentado frente a él, con sus deditos clavados en la tela rígida por la suciedad de su pantalón, y lo miraba con sus grandes ojos redondos. Enseñó los dientes finalmente con agresividad y profirió un sonido de desaprobación antes de marcharse dando saltos.
Winston lo siguió con la mirada, como hipnotizado, antes de que se desvaneciera en la semipenumbra. Lentamente comenzó a percibir las formas del interior de aquel templo, y miró a su alrededor. Baldosas blanquiazules cubrían el suelo y las paredes. Por todas partes había sencillas lamparillas de aceite de barro cocido, la mayoría apagadas, pero las sombras de las llamas de las restantes bailaban en paredes y techos de un modo amenazador, como demonios nocturnos. Fue entonces cuando los vio. Había monos, en cantidades ingentes, saltando en la bóveda del pequeño templo, empujándose descaradamente o despiojándose con confianza, meditando y observando con los ojos muy abiertos de asombro a los tres intrusos nocturnos.
Luego vio a Sitara, sentada en el suelo no muy lejos de él, abrazándose las rodillas y mirando fijamente al frente. Ante sus ojos se desarrollaba otra imagen: a la luz casi extinta de las antorchas caídas al suelo, ella, de pie, con las piernas separadas, estaba encima del hombre, que acababa de matar; la mano con la que había ejecutado el golpe mortal seguía en el aire, tenía la boca ligeramente abierta y una mirada salvaje, asustada y satisfecha a partes iguales, como una leona que ha defendido con éxito su vida y la de su cría.
Como si le hubiera leído el pensamiento lo miró. Winston se estremeció, porque creyó tener delante a una extraña. Quería ir hasta ella y estrecharla entre sus brazos, pero no podía. Lo atenazaba una timidez inexplicable y apartó los ojos, avergonzado.
—Pareces tan cortado como una santurrona conmocionada.
La voz de Mohan lo arrancó de sus pensamientos.
—No pretenderás hacerme creer que no has matado a nadie en tu vida, ¿verdad?
Winston no se atrevía apenas a devolverle la mirada a Mohan. La de Tajir le quemaba la piel. La sangre se le agolpó en el rostro cuando finalmente sacudió la cabeza. En sus años de servicio había tenido la suerte de que no lo destinaran al frente, a pequeñas refriegas ni a la guerra aniquiladora en las escabrosas montañas de Afganistán. Sin embargo, en aquel momento se sentía desenmascarado y expuesto al ridículo por tal razón.
Mohan chasqueó con la lengua en señal de desprecio.
—Visnú, asísteme... ¡Pero si eres un soldado, Winston! ¿Qué es lo que aprendéis realmente en vuestro grandioso ejército? Podéis consideraros afortunados de que no se hayan producido grandes disturbios en el país hasta el momento. Si los hinduistas y los musulmanes dejaran un día al margen sus disputas y se unieran contra vosotros,
feringhi
, entonces tendríais que rogar clemencia a vuestro todopoderoso Dios, pues eso sería lo único que os podría salvar. —Conciliador, añadió—: Toma, come. —Y le puso un cuenco de madera con fruta bajo la nariz.
Winston lo rechazó con un gesto.
—Son ofrendas.
Los ojos de Mohan se iluminaron de pronto. Con gesto travieso movió la cabeza ligeramente hacia el interior de aquel espacio.
—Jánuman nos lo perdonará. —Y dio un buen mordisco a un higo.
En ese momento se dio cuenta Winston de la presencia de una estatua de tamaño natural en el centro del templo y se levantó para mirarla más de cerca. Una figura masculina, musculosa, ataviada únicamente con un taparrabos, estaba arrodillada encima de un estrado. Su rostro, muy huesudo, con una mandíbula muy marcada, era ser humano y mono a partes iguales, y con ambas manos se abría el pecho permitiendo ver a una pareja de dioses, un hombre y una mujer.