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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (7 page)

—¿QUIÉNES SON?

Se le ocurrió que el número 402 estaría probablemente ofendido y que no le contestaría.

Pero el oficial parecía no ser rencoroso y le respondió inmediatamente:

—POLÍTICOS.

Rubashov se quedó sorprendido, porque se había figurado que el hombre del labio leporino tenía aspecto de criminal.

—¿DE SU CLASE? —preguntó.

—NO; DE LA SUYA —transmitió el número 402, seguramente sonriendo con cierta satisfacción. La siguiente frase sonó más fuerte; tal vez los golpes los daría con el monóculo.

—LABIO LEPORINO, MI VECINO, EL NÚMERO 400, FUÉ TORTURADO AYER.

Rubashov se quedó silencioso durante un minuto, limpiando los lentes en la manga, aunque sólo los usaba para transmitir. Quería haber preguntado: ¿por qué?"; pero, en vez de ello, transmitió:

—¿Cómo?

El número 402 respondió lacónicamente:

—BAÑO DE VAPOR.

Rubashov había sido apaleado repetidamente durante su último encarcelamiento, pero de ese procedimiento de tortura no sabía más que lo que había oído. Había aprendido que todos los dolores físicos eran soportables si uno sabía de antemano exactamente lo que le iba a pasar; eran algo así como una operación quirúrgica; por ejemplo, la extracción de una muela. Lo que resultaba realmente malo era lo desconocido, que no daba lugar a prever las propias reacciones, y sin una escala para calcular la capacidad de resistencia. Y lo peor era el temor de que en esas circunstancias se podía hacer o decir algo de lo que no había manera de arrepentirse ni volverse atrás.

—¿POR QUÉ? —preguntó Rubashov.

—DIVERGENCIAS POLÍTICAS —transmitió el número 402 con ironía.

Rubashov se colocó otra vez los lentes y buscó en el bolsillo el paquete de cigarrillos; vió que sólo le quedaban dos. Entonces transmitió:

—¿CÓMO VAN LAS COSAS CON USTED?

—MUY BIEN, GRACIAS... —respondió el número 402, y concluyó la conversación.

Rubashov se encogió de hombros, encendió su penúltimo cigarrillo, y continuó sus paseos.

Era extraño, pero la idea de lo que le aguardaba lo hacía casi feliz, sintiéndose abandonado por su antigua melancolía, con la cabeza más clara y los nervios tensos. Se lavó cara, brazos y pecho en el agua fría del lavabo, se enjuagó la boca, y se secó con el pañuelo. Luego silbó unos pocos compases y sonrió. Lo hacía siempre lamentablemente fuera de tono, y recordó que pocos días antes alguien le había dicho: "Si el Número Uno fuese entendido en música, ya habría encontrado hace tiempo un pretexto para fusilarlo."

"Lo hará de todos modos", había contestado, sin creerlo realmente.

Encendió su último cigarrillo y, con la cabeza despejada, se puso a pensar en la línea de conducta que debía seguir cuando lo interrogasen, sintiendo la misma confianza tranquila y serena que experimentaba cuando daba un examen en sus épocas de estudiante. Empezó a tratar de recordar todos los pormenores que conocía respecto al "baño de vapor", imaginándose la situación en detalle, y procurando analizar las sensaciones físicas que debería esperar, con el objeto de hacerlas menos temibles. Lo más importante era que no le tomasen desprevenido, y estaba seguro de que no lo conseguirían, del mismo modo que tampoco los otros lo habían conseguido; sabía que no diría nada que no quisiese decir, y lo único que deseaba era empezar de una vez.

Volvió a acordarse del sueño de antes: Ricardo y el chofer del taxi persiguiéndole porque no les había pagado y los había traicionado.

"Ahora voy a pagar por todas", pensó con una sonrisa desmañada.

El último cigarrillo estaba llegando a su fin. Le quemaba ya las puntas de los dedos y lo dejó caer al suelo.

Iba a aplastarlo, pero lo pensó mejor: se agachó, recogió la colilla y la apagó lentamente, contra el revés de la mano, apoyándola sobre las venas azules. Aguantó el dolor por espacio de medio minuto, que contó con el reloj, y quedó satisfecho consigo misma, porque no había movido la mano ni una sola vez durante los treinta segundos. Después continuó su paseo.

El ojo que lo había estado observando durante varios minutos a través de la mirilla, se retiró.

11

La comitiva del almuerzo pasó por el corredor. La celda de Rubashov fue nuevamente dejada atrás. Como quería ahorrarse la humillación de observar a través de la mirilla, no pudo enterarse de lo que llevaban, pero el olor de la comida llenó su celda, y era bueno.

Sintió un gran deseo de fumar otro cigarrillo. Debía procurarse cigarrillos de algún modo, para poder concentrarse. Eran para él más importantes que la comida. Esperó media hora después del reparto del almuerzo, y empezó a golpear la puerta. Al cabo de un cuarto de hora el viejo carcelero se acercó arrastrando los pies.

—¿Qué desea? —le preguntó con su tono agrio habitual.

—Que me traigan cigarrillos de la cantina —contestó Rubashov.

—¿Tiene vales de la cárcel?

—Me quitaron el dinero al entrar contestó Rubashov.

—Entonces tiene que esperar a que se lo cambien por los vales.

—¿Cuánto tarda eso en este establecimiento modelo? preguntó Rubashov.

—Puede usted escribir una carta de queja dijo el viejo.

—Sabe usted muy bien que no tengo papel ni lápiz replicó Rubashov.

—Para comprar material de escribir necesita tener vales repuso el carcelero.

Rubashov sentía que iba perdiendo los estribos, por la sensación familiar de opresión en el pecho y ahogo en la garganta, pero pudo dominarse. El viejo vió las pupilas de Rubashov relucir vivamente a través de los lentes, lo que le recordaba los grabados en color con el retrato de Rubashov vestido de uniforme, que, en los años pasados, se veían en todas partes; sonrió con despecho senil y retrocedió un paso.

—Es usted una... basura recalcó Rubashov lentamente, volviéndole la espalda y aproximándose a la ventana.

—Daré parte de que usted emplea un lenguaje insultante dijo la voz del viejo carcelero a sus espaldas, y cerró dando un portazo.

Rubashov limpió los lentes en la manga y esperó hasta que su respiración se hiciera más serena. Tenía que conseguir esos cigarrillos; de lo contrario, no podría seguir conteniéndose. Se impuso una espera de diez minutos, y luego llamó al número 402:

—¿TIENE USTED TABACO?

Tuvo que esperar un poco la contestación, que llegó clara y espaciada:

—NO PARA USTED.

Rubashov volvió lentamente a la ventana. Se imaginaba al joven oficial con su pequeño bigote y el monóculo encajado, mirando con una sonrisa estúpida la pared que los separaba; el ojo detrás del cristal era vidrioso, con el rojizo párpado levantado. Probablemente pensaba: "¿Puedes esperarlo?. Y también: "Canalla, ¿a cuántos de los míos has fusilado?" Rubashov miraba hacia la pared blanqueada, sintiendo que el otro estaba de pie tras ella, con la cara vuelta hacia él; creía oírlo respirar agitadamente. "Sí, ¿a cuántos de los tuyos habré fusilado? Me gustaría saberlo." No podía recordarlo, ya que eso había pasado hacía muchos años, durante la guerra civil, pero calculaba que serían entre setenta y un centenar. ¿Qué importaba eso? Era una cosa natural, colocada en un plano completamente distinto del caso de Ricardo, y lo volvería a hacer otra vez hoy. ¿Hasta en el caso de que hubiese podido prever que la revolución iba a elevar al poder al Número Uno? Sí. Aun así.

"Contigo" —pensaba Rubashov mirando a la pared blanqueada detrás de la cual estaba el otro (que mientras tanto seguramente habría encendido un cigarrillo y estaría echando el humo contra la pared)—, "contigo no tengo cuenta alguna que ajustar. A ti no te debo nada. Entre los dos no hay ni lenguaje ni moneda comunes... Bueno, ¿qué quieres ahora?"

Porque el número 402 había empezado a transmitir otra vez, y Rubashov volvió a la pared...

"LE VOY A MANDAR TABACO", oyó, y luego, más débilmente, cómo el número 402 golpeaba su puerta para llamar la atención del carcelero.

Rubashov contuvo el aliento; a los pocos minutos oyó el chancleteo del anciano aproximándose por el pasillo.

El carcelero no abrió la puerta del 402, sino que le preguntó por la mirilla:

—¿Qué desea?

Rubashov no pudo oír la respuesta, aunque le hubiese gustado oír la voz del número 402.

Luego el viejo dijo en voz alta, de modo que Rubashov lo oyese:

—No está permitido. Es contra el reglamento.

Tampoco Rubashov pudo oír la contestación. Luego el carcelero añadió:

—Lo denunciaré por usar un lenguaje insultante.

Y sus pasos se perdieron sobre las baldosas del corredor.

Durante algún tiempo reinó el silencio. Después, el número 402 transmitió:

—MALA SUERTE.

Rubashov no contestó. Se paseaba de un lado a otro, sin su seca garganta. Pensó en el número 402. "A pesar de todo, tiendo que el ansia de fumar le cosquilleaba las membranas de lo volvería a hacer" —se dijo a sí mismo—. "Era necesario y justo. Pero tal vez tenga también alguna deuda contigo. ¿Debe uno también pagar por los actos que fueron justos y necesarios?"

La sequedad de la garganta aumentaba, y sentía opresión en la frente. Siguió incansablemente sus paseos, y al par que pensaba, sus labios empezaron a moverse.

"¿Debe uno pagar también por los actos justos? ¿Existirá otra regla además de la regla de la razón?"

"¿Pesará más intensamente la deuda sobre el hombre justo cuando se lo juzgue por esta otra regla? ¿Acaso se habrá duplicado su deuda, porque los otros no sabían lo que hacían?..."

Rubashov se quedó parado en la tercera baldosa negra a contar de la ventana. ¿Qué era esto? ¿Un soplo de locura religiosa? Se percató de que hacía varios minutos que estaba hablando solo, a media voz. Y a pesar de que se observaba, sus labios, independientes de su voluntad, se movían y decían:

—Yo pagaré.

Por primera vez desde su arresto, Rubashov estaba asustado. Buscó sus cigarrillos. Pero no le quedaba ninguno.

Y entonces oyó otra vez el delicado golpeteo en la pared, sobre su cama. El número 402 tenía un mensaje para él:

—LABIO LEPORINO LE ENVÍA SUS SALUDOS.

Reprodujo en su mente la cara amarilla del hombre, vuelta hacia su ventana. El mensaje le hacía sentir desasosiego.

Transmitió:

—¿CÓMO SE LLAMA?

El número 402 contestó:

—NO LO QUIERE DECIR; PERO LE ENVÍA SUS SALUDOS.

12

Durante la tarde, Rubashov se encontró aún peor; experimentó un intermitente ataque de escalofríos. Otra vez le había empezado a doler el diente, uno de los incisivos superiores, conectado al nervio orbitario. No había comido nada desde su detención, mas no por eso sentía hambre.

Procuraba reconcentrar su pensamiento, pero los estremecimientos que sufría y la comezón y el cosquilleo de la garganta se lo impedían. Sus pensamientos giraban alternativamente entre dos polos: el desesperado deseo de fumar y la frase: "Yo pagaré."

Los recuerdos se le sobreponían, zumbando y susurrando en sus oídos. Las caras y las voces iban y venían, y cuando trataba de retener alguna, le lastimaba; todo su pasado estaba en carne viva y cada contacto le dolía. Su pasado era el movimiento, el Partido; el presente y el futuro también pertenecían al Partido, estaban inseparablemente enlazados con su destino, pero su pasado era idéntico a él. Y era este pasado el que se veía súbitamente puesto en tela de juicio. El cuerpo del Partido, caliente y animado, se le aparecía cubierto de llagas, de llagas venenosas, de estigmas sangrientos. ¿Cuándo y dónde han existido en la historia santos con tantas imperfecciones? ¿Cuándo una buena causa había estado peor representada? Si el Partido encarna la voluntad de la historia, entonces la misma historia era defectuosa.

Rubashov contempló las manchas de humedad en las paredes de su celda. Tiró después de la frazada de la cama y se la envolvió alrededor de los hombros; apresuró el paso, marchando con pasitos cortos y rápidos, dando súbitas vueltas al llegar a la puerta y a la ventana, pero los estremecimientos seguían corriendo hacia abajo por su espalda. El zumbido en sus oídos continuó, mezclado con voces vagas y suaves; no podía distinguir si venían del pasillo o si estaba sufriendo alucinaciones: "Es el nervio orbitario" —se decía—, "todo esto viene de la carie de la raíz de ese diente. Se lo diré al médico mañana, pero mientras tanto hay mucho que hacer. Hay que encontrar la causa del fracaso del Partido. Todos los principios de que partíamos eran exactas, pero nuestros resultados han sido fallidos. Éste es un siglo enfermo, y aunque nosotros diagnosticamos la enfermedad y sus causas can una exactitud microscópica, cada vez que aplicamos el bisturí aparece un nuevo tumor. Nuestras intenciones eran fuertes y puras y el pueblo debería habernos amado.

Pero nos odia. ¿Por qué somos tan odiados y detestados?

"Les trajimos la verdad, y en nuestra boca sonó a mentira; les trajimos la libertad, y en nuestras manos pareció un látigo; les trajimos la vida plena, y donde se oyó nuestra voz, los árboles se secaron, con un susurra de hojas muertas; les trajimos la promesa del porvenir, pero nuestra, lengua tartamudeó y salieron ladridos de nuestros labios..."

Rubashov se estremeció. Un cuadro se le presentó ante los ojos, una gran fotografía en un marco de madera: los delegados al primer congreso del Partido. Se sentaban a una larga mesa de pino, algunos con los codos apoyados en ella y otros con las manos en las rodillas, barbudos y entusiastas, mirando hacia la lente del fotógrafo. Encima de cada cabeza había un pequeño círculo con un número, que correspondía a un nombre impreso al pie del retrato. Todos tenían un aspecto solemne, con excepción del anciano que presidía, que tenía una expresión socarrona y divertida en los oblicuos ojillos tártaros. Rubashov estaba sentado en el segundo lugar a su derecha, con los lentes sobre la nariz. El Número Uno se encontraba casi al final de la mesa, con su aspecto pesado y cuadrado. Parecía una reunión del consejo municipal de una ciudad, y la realidad era que estaban preparando la más grande revolución en la historia de la humanidad. En aquel tiempo, ese puñado de hombres constituía una especie enteramente nueva: la de los filósofos militantes, y les eran tan familiares las cárceles de todas las ciudades europeas como a un viajante de comercio le son sus hoteles. Soñaban con el poder con el objeto de abolir el poder; soñaban con dominar al pueblo para apartarlo poco a poco del hábito de ser dominado. Todos sus pensamientos se convertían en realidades y veían cumplidos todos sus sueños. ¿Dónde estaban ahora esos hombres? Sus cerebros, que habían cambiado el curso de la historia del mundo, habían recibido una carga de plomo. Unos en la frente, otros en la nuca. De ellos, sólo dos o tres sobrevivieron, dispersos por el mundo, acabados. Y él mismo; y el Número Uno.

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