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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (10 page)

La enfermería era pequeña y mal ventilada. Olía a ácido fénico y a tabaco. Un balde y dos recipientes estaban llenos hasta el borde de trozos de algodón y vendas sucias. El médico se hallaba sentado ante una mesa, de espaldas a ellos, leyendo el periódico y masticando pan con grasa; el periódico estaba sobre un montón de instrumentos quirúrgicos, pinzas y jeringas. Cuando el carcelero cerró la puerta, el doctor volvió lentamente la cabeza, de cráneo excepcionalmente pequeño, y recubierto de una pelusilla blanca que recordaba el plumón de un avestruz.

—Dice que tiene dolor de muelas comunicó el carcelero.

—¿Dolor de muelas? —dijo el médico, mirando más allá de Rubashov—; abra la boca, pronto.

Rubashov lo miró a través de sus lentes.

—Debo indicarle dijo con tranquilidad— que soy un preso político y tengo derecho a un tratamiento correcto.

El médico volvió la cabeza hacia el viejo.

—¿Quién es este pájaro?

El carcelero dio el nombre de Rubashov. Durante un segundo sintió los redondos ojos de avestruz clavados en él, y luego el doctor dijo:

—Tiene usted la cara hinchada. Abra la boca.

A Rubashov no le dolía el diente en aquel momento, pero abrió la boca.

—No tiene usted ningún diente en todo el lado izquierdo de la mandíbula superior dijo el doctor, tocando con el dedo el interior de la boca de Rubashov. De pronto, éste se puso pálido y tuvo que apoyarse contra la pared.

—Aquí está —dijo el médico—; la raíz del segundo diente de la derecha está rota y ha quedado dentro de la encía.

Rubashov respiró profundamente varias veces. Los latidos del dolor le pasaban de la mandíbula al ojo, y de éste al dorso de la cabeza; sentía cada pulsación aisladamente y a intervalos regulares. El médico se sentó y cogió el periódico.

—Si quiere dijo— puedo extraerle esa raíz y se llevó a la boca un trozo de pan pringado—. Pero aquí no tenemos anestésicos, desde luego. La operación dura entre media hora y una hora.

Rubashov oía la voz del médico como a través de una niebla. Se apoyó contra la pared y respiró profundamente.

—Gracias dijo—, ahora no. Se acordó de Labio Leporino, del "baño de vapor" y de su ridícula actitud del día anterior, cuando se había aplicado el cigarrillo en el revés de la mano. "Las cosas irán mal", pensó.

Cuando regresó a la celda se dejó caer en el camastro y se durmió en seguida.

A mediodía, cuando llevaron la sopa ya no lo pasaron por alto, y a partir de entonces recibió sus raciones regularmente. El dolor se hizo más tolerable. Rubashov tuvo la esperanza de que el absceso se abriera por sí mismo.

Tres días después lo llevaron a sufrir el primer interrogatorio.

14

Eran las once de la mañana cuando fueron a buscarlo. Por la solemne expresión del carcelero, Rubashov adivinó inmediatamente hacia dónde se dirigían. Lo siguió con la serena indiferencia que siempre había sentido en los momentos de peligro, como un regalo inesperado de misericordia.

Fueron por el mismo camino que tres días atrás habían recorrido para la visita al médico. La puerta de hormigón armado nuevamente se abrió y se cerró con un chirrido. "Es extraño" —pensaba Rubashov— "lo rápidamente que se acostumbra uno a un ambiente cargado"; parecíale que hacía años que estaba respirando el aire de ese pasillo, como si la atmósfera enrarecida de todas las cárceles que había conocido se hubiese acumulado allí.

Pasaron delante de la barbería y de la puerta del doctor, que estaba cerrada: tres presos estaban fuera esperando su turno, custodiados por un soñoliento guardián.

Más allá de la puerta del médico, era terreno desconocido para Rubashov. Pasaron al lado de una escalera de caracol que bajaba a las profundidades del edificio. ¿Qué habría allí? ¿Almacenes, calabozos de castigo? Rubashov procuraba adivinar con el interés de un experto. No le gustaba el aspecto de aquella escalera.

Cruzaron un patio estrecho y sin ventanas, una especie de túnel ciego, bastante oscuro, por sobre el cual se veía un trozo de cielo abierto. Al otro lado del patio los corredores eran más brillantes; las puertas ya no eran de hormigón, sino de madera pintada, con manijas de bronce, y se veía pasar por ellas a ocupados funcionarios; detrás de una puerta se oía una radio, y detrás de otra el ruido de una máquina de escribir. Se encontraban en el departamento administrativo.

Se detuvieron en la última puerta, al final del pasillo; el carcelero llamó. Alguien estaba adentro hablando por teléfono, y una voz calmosa contestó: "Un minuto, por favor", y siguió pacientemente diciendo "sí" y "de acuerdo", en el aparato. La voz parecía familiar a Rubashov, pero no acababa de identificarla; era una voz agradable, masculina, ligeramente ronca, que él había oído con seguridad en alguna parte. "Entre", dijo la voz; el carcelero abrió la puerta y la cerró inmediatamente detrás de Rubashov. Éste vió un escritorio; detrás de él se sentaba su antiguo amigo de colegio y comandante de batallón, Ivanov, que lo miraba sonriendo mientras colgaba el receptor.

—De modo que estamos aquí otra vez dijo Ivanov.

Rubashov permaneció junto a la puerta.

—Qué agradable sorpresa repuso secamente.

—Siéntate dijo Ivanov con un ademán cortés. Se había levantado, y de pie le llevaba media cabeza a Rubashov. Lo miró sonriendo. Los dos se sentaron, Ivanov detrás de la mesa y Rubashov enfrente. Se miraron uno al otro con curiosidad durante un momento: Ivanov con su sonrisa casi tierna. Rubashov expectante y en guardia. Su mirada se dirigió a la pierna derecha de Ivanov, debajo de la mesa.

—Oh, eso está bien dijo Ivanov—. Pierna artificial con coyunturas automáticas e inoxidables de lámina cromada; puedo nadar, montar a caballo, conducir un auto y bailar. ¿Quieres un cigarrillo?

Y le alargó una cigarrera de madera.

Rubashov se quedó mirando los cigarrillos, y pensó en la primera visita que había hecho al hospital después que le habían amputado la pierna a Ivanov. Éste le había pedido que le procurase veronal, y en una discusión que duró toda la tarde había tratado de convencerlo de que todos los hombres tienen derecho al suicidio. Rubashov le había pedido algún tiempo para reflexionar, y aquella misma noche fue transferido a otro sector del frente. Pasaron unos años antes de que volviera a encontrarse con Ivanov. Miraba los cigarrillos en la caja de madera, hechos a mano con tabaco rubio americano.

—¿Es esto todavía un preludio no oficial, o han empezado ya las hostilidades? —preguntó Rubashov—. En el último caso, no tomaré ninguno; ya conoces la etiqueta.

—Tonterías —dijo Ivanov.

—Bueno, llamémoslas tonterías —dijo Rubashov, y encendió un cigarrillo, empezando a inhalar profundamente, pero procurando no dejar traslucir su satisfacción—. ¿Y cómo sigue el reumatismo del hombro? —preguntó.

—Bien, gracias —dijo Ivanov—. ¿Y cómo sigue tu quemadura?

Se sonreía, y señalaba inocentemente hacia la mano izquierda de Rubashov, en cuyo revés, entre las venas azuladas, en el lugar donde tres días antes había aplastado la colilla de su cigarrillo, había una ampolla del tamaño de una moneda de cobre. Durante un minuto, la mirada de ambos se fijó en esa mano, que yacía sobre la rodilla. "¿Cómo sabe eso?", pensó Rubashov. "Me ha hecho espiar", y sentía más vergüenza que rabia. Dio una chupada más al cigarrillo y lo tiró.

—En lo que a mí se refiere, ha terminado la parte no oficial —dijo.

Ivanov seguía fumando, haciendo anillos con el humo, y lo miraba con la misma irónica sonrisa.

—No te pongas agresivo —le dijo.

—¿En qué quedamos? —dijo Rubashov—. ¿He sido yo el que te ha detenido o ha sido tu gente la que me ha detenido?

—Te hemos detenido —repuso Ivanov. Apagó el cigarrillo, encendió otro y alargó la cigarrera a Rubashov, que no se movió—. El diablo te lleve —dijo Ivanov—, ¿has olvidado ya la historia del veronal? —Se inclinó hacia adelante y echó el humo en la cara de Rubashov—. No quiero que te fusilen —dijo lentamente. Se reclinó otra vez en el sillón—. El diablo te lleve —repitió sonriendo.

—Muy enternecedor, viniendo de ti —dijo Rubashov—. ¿Y por qué razón quieren fusilarme tus amigos?

Ivanov dejó transcurrir unos segundos. Seguía fumando y dibujaba figuras con un lápiz en el papel secante. Parecía estar buscando las palabras exactas.

—Escucha, Rubashov —dijo finalmente—; hay una cosa que quisiera indicarte. Tú has dicho repetidamente "ustedes", refiriéndote al Estado y al Partido, como algo opuesto a "yo", esto es, Nicolás Salmanovich Rubashov. Para el público se necesita, desde luego, una justificación legal con pruebas. Para nosotros, lo que te he dicho debiera ser suficiente.

Rubashov meditó sobre esto; y se quedó algo desconcertado. Por un momento fue como si Ivanov hubiese hecho resonar un diapasón con el cual su mente estuviese sincronizada, y al que respondiese con su propio acorde. Todo lo que él había creído, aquello por lo que había combatido, y que había predicado durante los últimos cuarenta años acudió a su imaginación con fuerza irresistible. El individuo no era nada, el Partido lo era todo, la rama que se desgaja del árbol tiene que secarse... Rubashov se limpió los lentes en la manga. Ivanov estaba sentado erguido en su sillón; ya no sonreía. De pronto, la mirada de Rubashov se fijó en una mancha cuadrada que había en la pared, una mancha de color un poco más claro que el resto del empapelado. Se dio cuenta instantáneamente de que el cuadro con las cabezas barbadas y los nombres numerados había estado colgado allí. Ivanov siguió su mirada sin cambiar de expresión.

—Tu argumentación es algo anacrónica —dijo Rubashov—. Como has observado correctamente, nosotros estábamos acostumbrados a usar siempre el plural, evitando en todo lo que fuera posible la primera persona de singular. Yo casi he perdido el hábito de esa forma de expresarme; tú todavía la conservas. Pero ¿quién es ese "nosotros" en cuyo nombre hablas tú hoy? Sería preciso volver a definirlo. Ésta es la cuestión.

—Ésa es enteramente mi propia opinión —repuso Ivanov— y me alegro de que hayamos llegado al corazón del asunto tan pronto. Dicho en otras palabras: tú estás convencido de que "nosotros", es decir, el Partido y las masas que hay detrás, no representan ya los intereses de la Revolución.

—Yo dejaría fuera a las masas —dijo Rubashov. —¿Desde cuándo tienes ese supremo desprecio por la plebe? repuso Ivanov—. ¿Tiene ello algo que ver con el cambio gramatical a la primera persona del singular?

Se inclinó sobre la mesa con un aspecto de burlona benevolencia. Ahora su cabeza tapaba la mancha clara en la pared, y, de pronto, Rubashov recordó la escena de la galería de pinturas, cuando la cabeza de Ricardo se interponía entre él y las plegadas manos de la Pietà. Y en el mismo instante, un espasmo de dolor le corrió de la mandíbula a la frente y el oído. Durante un segundo cerró los ojos. "Ya he empezado a pagar", pensó. Un instante más tarde no recordaba si había dicho en voz alta esas palabras. —¿Qué quieres decir? preguntó la voz de Ivanov, que sonaba inmediata a sus oídos, un poco burlona y ligeramente sorprendida.

El dolor fue disminuyendo y una quietud pacífica invadió su mente.

—Dejemos fuera a las masas —repitió—. Tú no entiendes nada de ellas. Probablemente, yo tampoco. Hubo un tiempo cuando el grandioso "nosotros" aún existía, en el que comprendimos a las masas como quizá nadie las haya comprendido jamás; penetramos en sus profundidades y trabajamos con la amorfa materia prima de la historia misma...

Sin darse cuenta, había tomado un cigarrillo de la cajita de Ivanov, que estaba abierta sobre la mesa. Ivanov se inclinó hacia adelante y se lo encendió.

—En aquellos tiempos —siguió Rubashov—, nos llamaban el Partido de la Plebe. ¿Qué sabían los demás de historia? Ondulaciones pasajeras, pequeños remolinos y olas que se rompen. Todos se extrañaban de las formas cambiantes de la superficie sin poder explicarlas. Pero nosotros bajamos a las profundidades, llegando a las entrañas de las masas anónimas y amorfas, que en todos los tiempos constituyeron la sustancia de la historia, y fuimos los primeros en encontrar las leyes de sus movimientos. Habíamos descubierto las leyes de su inercia, del lento cambio de su estructura molecular y de sus repentinas erupciones. Esto fue lo que constituyó la grandeza de nuestra doctrina.

Los jacobinos eran moralizantes; nosotros éramos empíricos. Excavamos en el fango primitivo de la historia y allí descubrimos sus leyes. Llegamos a saber más de lo que los hombres han sabido nunca acerca del género humano, y por eso nuestra revolución triunfó. Y ahora todo lo han vuelto a enterrar...

Ivanov seguía sentado con el cuerpo echado hacia atrás y las piernas estiradas, escuchando y dibujando figuras en el papel secante.

—Sigue —dijo—, tengo curiosidad por saber hacia dónde te diriges.

Rubashov fumaba con delicia. Sentía que la nicotina lo mareaba ligeramente después de su larga abstinencia.

—Como puedes observar, me estoy condenando yo mismo con lo que digo —continuó, y miró sonriendo a la mancha clara en la pared, donde había estado la fotografía de la vieja guardia. Esta vez Ivanov no siguió su mirada—. Bien —continuó Rubashov—, uno más o menos no importa mucho. Todo está enterrado: los hombres, sus conocimientos y sus esperanzas. Han matado el "nosotros"; lo han destrozado. ¿Se atreven a sostener sinceramente que las masas aún están detrás de ustedes? Otros usurpadores en Europa pretenden lo mismo con igual razón.

Tomó otro cigarrillo y lo encendió él mismo esta vez, pues Ivanov no se movió.

—Perdona el tono pomposo —continuó—, pero ¿es que realmente creen que el pueblo está detrás de ustedes? Los soporta, callado y resignado, igual que soporta a otros en otros países, pero no hay ninguna respuesta en sus entrañas. Las masas se han vuelto otra vez sordas y mudas, se han convertido en la gran incógnita silenciosa de la historia, tan indiferente a los sucesos como lo es el mar a los barcos que surcan su superficie. Cada luz que pasa se refleja en sus ondas, pero debajo hay oscuridad y silencio. Hace mucho tiempo, "nosotros" removimos esas profundidades, pero eso se acabó. Dicho en otras palabras —hizo una pausa y se puso los lentes—, en aquellos días hacíamos historia, ahora ustedes hacen política. En esto se compendia toda la diferencia.

Ivanov se recostó en su sillón y siguió soplando anillos con el humo de su cigarrillo.

—Lo siento mucho, pero no alcanzo a comprender la diferencia —dijo—. Quizá seas tan amable como para explicarla.

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