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Authors: Arthur Koestler

El cero y el infinito (24 page)

BOOK: El cero y el infinito
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Sin haber acabado la frase, Rubashov se dió cuenta de que hubiera sido mejor no haberla pronunciado. Deseaba intensamente que Gletkin le permitiera reponerse durante unos cuantos minutos. La forma en que éste le lanzaba sus preguntas, en rápidas ráfagas, sin pausa, le recordó la imagen de un ave de rapiña picoteando a su víctima.

—¿Dónde vió a este hombre la última vez?

La precisión de su memoria era cosa proverbial en el Partido.

Rubashov permaneció silencioso. Hacía esfuerzos de memoria, pero no lograba localizar a aquella aparición frente a la luz cegadora, con los labios temblorosos. Labio Leporino no se movía; pasándose la lengua sobre la marca del labio superior, miraba alternativamente a Gletkin y a Rubashov.

La secretaria había dejado de escribir, y sólo se oían el zumbido de la lámpara y el crujido de los puños de Gletkin; éste se había inclinado hacia adelante y puesto los codos sobre la mesa cuando lanzó la siguiente pregunta:

—¿De modo que se niega a contestar?

—No me acuerdo —dijo Rubashov.

—Bien —dijo Gletkin. Se inclinó todavía más hacia adelante, volviéndose a Labio Leporino como si quisiera hacer presión en él con todo el peso de su cuerpo—: ¿Querrá usted ayudar un poco la memoria del acusado Rubashov? ¿Dónde lo vió usted la última vez?

La cara de Labio Leporino se puso, si cabe, más blanca todavía, y movió los ojos titubeando hacia la secretaria, cuya presencia parecía que acababa de descubrir, como si estuviera buscando un lugar de reposo. Se pasó otra vez la lengua sobre los labios y contestó apresuradamente, de un solo golpe:

—El ciudadano Rubashov me instigó para que envenenase al jefe del Partido.

En el primer momento, Rubashov sintió únicamente sorpresa al oír la voz profunda y melodiosa que salía de los labios de aquel despojo humano. Su voz parecía lo único que había permanecido entero en él, y ofrecía un contraste pavoroso con su aspecto. El sentido de lo que había dicho no lo entendió Rubashov sino unos segundos después. Desde la llegada de Labio Leporino había olfateado un peligro y esperaba un ataque, pero ahora tenía plena conciencia de lo grotesco de la acusación. Un momento después oyó la voz de Gletkin, que sonaba irritada, detrás de su espalda, porque Rubashov estaba vuelto hacia Labio Leporino.

—No le he preguntado todavía eso, sino dónde vió usted por última vez al acusado Rubashov.

"Mal hecho" —pensó Rubashov—. "No debía haber insistido en que se había equivocado en la contestación y yo no lo hubiera notado." Le pareció que ahora tenía la mente completamente clara, febrilmente despierta y trató de encontrar una comparación: "Ese testigo es como un organillo automático" —pensó— "que ha empezado a tocar una pieza distinta de la pedida." La siguiente respuesta de Labio Leporino llegó con voz aún más melodiosa:

—Encontré al ciudadano Rubashov después de una recepción en la delegación comercial en B... Allí fue donde me incitó a llevar a cabo el complot terrorista contra la vida del jefe del Partido.

Mientras hablaba, su acosada mirada se posó sobre Rubashov y no se movió. Éste se caló los lentes y contestó a su mirada con aguda curiosidad. Pero en los ojos del joven no leyó ninguna demanda de perdón, sino más bien una confianza fraternal y el mudo reproche de quien está torturado sin remedio. Rubashov fue quien primero desvió los ojos.

Detrás de su espalda sonó la voz de Gletkin, otra vez con suficiencia, brutal:

—¿Puede usted recordar con precisión la fecha de la entrevista?

—La recuerdo perfectamente —dijo Labio Leporino con su voz extrañamente seductora—, fue después de la recepción que se dió con motivo del vigésimo aniversario de la Revolución.

Su mirada seguía clavada en los ojos de Rubashov, como aguardando de ellos una última y desesperada esperanza de rescate. Un recuerdo despertó en la mente de Rubashov, impreciso al principio, con mayor claridad después. Finalmente, recordó quién era Labio Leporino. Pero este descubrimiento no le causó más que una dolorosa sorpresa. Volvió la cabeza hacia donde estaba Gletkin y dijo tranquilamente, mientras sus ojos parpadeaban a la luz de la lámpara:

—La fecha es exacta. Al principio no reconocí al hijo del profesor Kieffer, a quien sólo había visto una vez antes que cayera en sus manos. Hay que felicitarlo por el resultado.

—¿De modo que usted admite que lo conoce, y que lo vió en la fecha y la ocasión antes mencionadas?

—Creo que acabo de decírselo —contestó Rubashov con cansancio. La claridad mental se había desvanecido y en cambio comenzó de nuevo el sordo martilleo—. Si me hubiese dicho desde el principio que era el hijo de mi desgraciado amigo Kieffer, lo habría reconocido mucho más pronto.

—En el acta de acusación figura su nombre completo —dijo Gletkin.

—Yo conocí al profesor Kieffer, como todo el mundo, sólo por su "nom de plume".

—Ése es un detalle sin importancia —repuso Gletkin, que otra vez dobló el cuerpo hacia donde estaba Labio Leporino, como para aplastarlo con su peso a través del espacio que los separaba—. Continúe con su declaración, y díganos cómo fue la entrevista.

«Otra vez lo está haciendo mal" —pensó Rubashov, a pesar de la somnolencia—. "No es por cierto un detalle sin importancia, y si yo realmente hubiera incitado a este hombre a llevar a cabo ese complot idiota, me habría acordado de él a la primera alusión, con nombre o sin él." Pero estaba demasiado cansado para embarcarse en tan largo razonamiento y además, tendría que volver la cara otra vez a la lámpara, mientras que ahora volvía la espalda a Gletkin.

En tanto que discutían su identidad, Labio Leporino permaneció con la cabeza hundida y los labios temblorosos, bajo la blanca y cegadora luz. Rubashov pensó en su viejo amigo y camarada Kieffer, el gran historiador de la Revolución. En la famosa fotografía de la mesa del congreso donde todos llevaban barba y pequeños círculos numerados, como halos, alrededor de la cabeza, él se sentaba a la izquierda del antiguo jefe. Había sido su colaborador en cuestiones históricas y también su compañero de ajedrez, y, quizá, su único amigo personal. Después de la muerte del anciano jefe, Kieffer; que lo había conocido más íntimamente como ningún otro, recibió el encargo de escribir su biografía. Trabajó en ella durante diez años, pero su obra no estaba destinada a ser publicada. La versión oficial de los sucesos de la revolución sufrió un cambio peculiar en aquellos diez años, y había que volver a escribir las partes representadas por los principales actores, y barajar la escala de valores; pero el viejo Kieffer era testaruda y no entendía nada de la dialéctica interna de la nueva era bajo la dirección del Número Uno.

—Mi padre y yo —continuó Labio Leporino, con su sorprendente y musical voz—. Al volver del Congreso Etnológico Internacional, adonde lo había acompañado, nos detuvimos en B., por el deseo de mi padre de saludar a su antiguo amigo, el ciudadano Rubashov...

Rubashov lo escuchaba con una mezcla de curiosidad y melancolía. Hasta aquí la historia era exacta: el viejo Kieffer había ido a verlo, llevado por la necesidad de desahogar su corazón y también para pedirle consejo. La noche que pasaran juntos fue probablemente el último rato agradable en la vida de Kieffer.

—No podíamos quedarnos más que un día —continuó Labio Leporino, con la mirada pegada en la cara de Rubashov, como si en ella encontrara firmeza y estímulo—. Recuerdo la fecha con tanta exactitud porque justamente era el aniversario de la Revolución. Durante todo el tiempo el ciudadano Rubashov estuvo muy ocupado con la recepción y sólo pudo ver a mi padre unos pocos minutos, pero por la noche, cuando terminó la ceremonia en la Legación, lo invitó a su casa y mi padre me permitió que lo acompañara. El ciudadano Rubashov estaba algo cansado y se puso una bata, pero nos recibió con mucho afecto. Sirvió vino, coñac y pasteles, y saludó a mi padre, después de abrazarlo, con las siguientes palabras: "La fiesta de despedida para el último de los mohicanos..."

Detrás de la espalda de Rubashov, la voz de Gletkin interrumpió:

—¿No se dió usted cuenta de la intención de Rubashov de emborracharlo con el fin de conseguir más fácilmente sus planes?

A Rubashov le pareció que una ligera sonrisa vagaba por los labios contraídos del testigo, que por primera vez ofrecía un ligero parecido con el joven que había conocido aquella noche; pero la expresión se desvaneció rápidamente. Labio Leporino parpadeó varias veces y se pasó la lengua por el labio superior.

—Me pareció algo sospechoso, pero no llegué a darme plena cuenta de la intención —dijo.

"Pobre cerdo" —pensó Rubashov—. "Qué han hecho contigo?"

—¡Siga! —tronó la voz de Gletkin.

Labio Leporino tardó unos minutos en reponerse después de esa interrupción; mientras tanto, se oía el ruido que hacía la delgada secretaria afilando con cuidado el lápiz.

—Rubashov y mi padre cambiaron recuerdos durante algún tiempo, pues no se habían visto desde hacía años. Estuvieron hablando de los tiempos anteriores a la Revolución, sobre personas de la generación anterior a quienes yo conocía sólo de oídas, y también de la guerra civil. Con frecuencia hacían alusiones que yo no entendía y se reían de cosas para mí incomprensibles.

—¿Bebieron mucho? —preguntó Gletkin.

Labio Leporina parpadeó con desesperación en la luz, y Rubashov notó que se balanceaba ligeramente mientras hablaba, coma si se mantuviera en pie con dificultad.

—Creo recordar que bastante —contestó—. En los últimos años nunca había visto a mi padre tan contento ni de tan buen humor.

—Eso ocurrió —resonó la voz de Gletkin— tres meses antes de que se descubrieran las actividades contrarrevolucionarias de su padre, que lo condujeron al patíbulo otros tres meses después, ¿verdad?

Labio Leporino se relamió el labio, miró tristemente a la luz y permaneció silencioso.

Rubashov se había vuelto hacia Gletkin en primer impulso, pero cegado por la lámpara cerró los ojos y se desvió lentamente otra vez, limpiando los lentes en la manga. El lápiz de la secretaria chirrió sobre el papel y se detuvo, y luego se oyó otra vez la voz de Gletkin: —¿Estaba usted ya en aquel tiempo al tanto de las actividades contrarrevolucionarias de su padre?

Labio Leporino se humedeció los labios.

—Sí —contestó.

—¿Y sabía que Rubashov compartía las opiniones de su padre?

—Sí.

—Refiera las principales frases de la conversación, dejando a un lado lo que no sea esencial.

Labio Leporino había puesto las manos detrás de la espalda, y apoyaba los hombros contra la pared de la habitación.

—Después de un rato, mi padre y Rubashov llevaron el tema de su conversación a los tiempos presentes, hablando con frases despreciativas de la marcha de los asuntos en el Partido y de los métodos que se empleaban en su dirección. Rubashov y mi padre llamaban siempre al jefe del Partido "el Número Uno". Rubashov dijo que desde que el Número Uno se sentaba sobre el Partido con su anchuroso trasero, el aire debajo se había hecho irrespirable. Declaró que ésa era la razón por la cual prefería las misiones en el extranjero.

Gletkin se volvió hacia Rubashov:

—¿Eso ocurrió poco antes de su primera declaración de lealtad al jefe del Partido?

Rubashov se ladeó a medias hacia la luz:

—Así fue exactamente —dijo.

—¿Se mencionó la intención de Rubashov de hacer esa declaración? —preguntó Gletkin.

—Sí. Mi padre se lo reprochó, diciéndole que lo había desilusionado. Rubashov se rió, llamó a mi padre un viejo tonto y un Quijote. Afirmó que lo más importante era aguantar el mayor tiempo posible, y esperar la hora decisiva.

—¿Qué quiso decir con esa expresión: "Esperar la hora decisiva"?

Otra vez la mirada del joven buscó la cara de Rubashov con una expresión desamparada y casi tierna; Rubashov tuvo la impresión absurda de que iba a avanzar desde la pared y a besarlo en la frente. Se sonrió con la idea, mientras oía contestar a la agradable voz:

—La hora en que el jefe del Partido fuese destituido de su puesto.

Gletkin, que había observado la sonrisa de Rubashov, dijo secamente:

—Parece que esas reminiscencias lo divierten mucho.

—Quizá —contestó Rubashov, y cerró los ojos otra vez.

Gletkin se arregló los puños de la camisa y siguió interrogando a Labio Leporino:

—De manera que Rubashov habló de la hora en que el jefe del Partido sería depuesto. ¿Cómo se iba a conseguir eso?

—Mi padre consideraba que llegaría un momento en que la copa rebosaría, y entonces el Partido lo obligaría a dimitir o lo depondría; y que además la oposición debía propagar esa solución.

—¿Y Rubashov?

—Rubashov se reía de lo que decía mi padre, repitiendo que era un tonto y un Quijote.

Después afirmó que el Número Uno no era un fenómeno accidental, sino la personificación de una cierta característica humana, a saber, de una absoluta creencia en la infalibilidad de las propias convicciones, de la cual sacaba la fuerza para su completa ausencia de escrúpulos. Por consiguiente, el Número Uno nunca abandonaría el poder por su propia y libre voluntad, y tendría que ser suprimido por la violencia. No se podía esperar nada de las resoluciones del Partido, porque el Número Uno tenía todos los hilos en la mano y había hecho su cómplice a la burocracia del Partido, de modo que tuviese que caer con él; y la burocracia lo sabía. A pesar de su somnolencia, a Rubashov le chocó que el joven hubiera retenido sus palabras con tal exactitud. Él mismo no recordaba los detalles de la conversación, aunque no cabía duda de que Labio Leporino lo hacía con fidelidad. Empezó a observar al joven Kieffer a través de sus lentes con renovado interés.

La voz de Gletkin resonó de nuevo:

—¿De modo que Rubashov hizo hincapié en la necesidad de usar la violencia contra el Número Uno, es decir contra el jefe del Partido?

Labio Leporino asintió.

—¿Y sus argumentos, ayudado por un liberal consumo de bebidas alcohólicas, hicieron una fuerte impresión sobre usted?

El joven Kieffer no contestó en seguida. Luego dijo con la voz ligeramente cambiada:

—Yo no bebí prácticamente nada, pero todo lo que dijo me impresionó profundamente.

Rubashov inclinó la cabeza, agobiado por una sospecha que le afectaba casi como un dolor físico y le hacía olvidar todo lo demás. ¿Sería posible que este desgraciado joven hubiese sacado en realidad conclusiones particulares de la línea de pensamientos de Rubashov? ¿Y que ahora estuviese delante de él, en la luz cegadora del reflector, como una consecuencia encarnada de su lógica?

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