El lugar estaba oscuro y más nebuloso que un campo de batalla a causa del humo del tabaco. Sobre las paredes resplandecían carteles de Pabst Blue Ribbon y Old Milwaukee. A lo largo de la barra se sentaban hombres demacrados de mejillas arrugadas y mujeres con los labios pintados de rojo oscuro. Un par de tipos con botas de puntera metálica jugaban al billar.
Nos sentamos en la barra. Papá pidió Bud para los dos, aunque yo le dije que quería un Sprite. Transcurrido un rato, se levantó para jugar al billar y tan pronto como abandonó su taburete, vino un hombre y se sentó. Tenía un bigote negro rodeándole la boca y mugre de carbón bajo las uñas. Echó sal en su cerveza, cosa que, decía papá, hacían algunos porque les gustaba con espuma extra.
—Me llamo Robbie —se presentó—. ¿Tú estás con ese tío? —Hizo un gesto señalando a papá.
—Soy su hija —dije.
Lamió un poco de espuma y empezó a hacerme preguntas sobre mí, inclinándose hasta ponerse muy cerca.
—¿Qué edad tienes, chica?
—¿Cuántos te parece? —pregunté.
—Unos diecisiete.
Sonreí, tapándome los dientes con la mano.
—¿Sabes bailar? —preguntó. Sacudí la cabeza—. Por supuesto que sabes —afirmó, tirando de mí para hacerme bajar de la banqueta. Miré hacia papá, que me sonrió burlón, saludándome con la mano.
En la máquina sonaba una canción de Kitty Wells sobre hombres casados y ángeles de clubes nocturnos. Robbie me sostuvo muy cerca de él, con su mano sobre mi espalda, sin llegar a la cintura. Bailamos otra canción, y cuando volvimos a sentarnos en las banquetas, mirando hacia la mesa de billar, la espalda contra la barra, me rodeó con el brazo. Aquel brazo me puso tensa, pero no me disgustó del todo. Nadie había flirteado conmigo después de Billy Deel, si exceptuamos a Kenny Hall.
Aun así, sabía lo que perseguía Robbie. Estaba a punto de decirle que no era esa clase de chica, pero luego pensé que me estaba adelantando demasiado a los acontecimientos. Después de todo, lo único que había hecho era bailar lento conmigo y rodearme con el brazo. Miré a papá a los ojos. Esperaba que acudiera, atravesando el bar a toda velocidad para sacudirle a Robbie con el taco de billar, por pasarse de listo con su hija. En cambio, le aulló:
—Haz algo que merezca la pena con esas condenadas manos que tienes. Ven aquí y juega conmigo una partida de billar.
Pidieron whisky y le pusieron tiza a sus tacos. Al principio papá se dejó ganar y perdió un poco de dinero con Robbie, luego empezó a subir las apuestas y a ganarle. Después de cada partida, Robbie quería volver a bailar conmigo. Siguieron así durante un par de horas, con Robbie emborrachándose, perdiendo continuamente y metiéndome mano cuando bailábamos o nos sentábamos en la barra entre partida y partida. Lo único que me dijo papá fue:
—Mantén las piernas cruzadas, cariño, y bien apretadas. Cuando papá le sacó alrededor de ochenta pavos, Robbie empezó a farfullar entre dientes, enojado consigo mismo. Dejó con un ruidoso golpe la tiza del taco sobre el borde de la mesa, levantando una nubecilla de polvo azul, y erró el último tiro. Arrojó su taco sobre la mesa, anunciando que había tenido suficiente, y luego se sentó a mi lado. Sus ojos estaban vidriosos. Se puso a decir que no podía creer que ese viejo payaso le hubiera birlado ochenta pavos, como si no acabara de decidirse si estar cabreado o impresionado.
Luego me dijo que vivía en un apartamento encima del bar. Tenía un disco de Roy Acuff que no estaba en la máquina de discos y quería que fuéramos arriba a escucharlo. Si todo lo que él quería hacer era bailar un poco más y quizás darme unos morreos, podía manejarlo. Pero tuve la sensación de que se creía con derecho a algo a cambio de haber perdido tanto dinero.
—No estoy segura —dije.
—Ah, venga —dijo, y le gritó a papá—: Voy a llevarme a tu hija arriba.
—Por supuesto —asintió papá—. Mientras no hagas nada que yo no haría. —Me señaló con el taco de billar—. Si me necesitas, grita —dijo, guiñándome el ojo como diciéndome que tenía claro que sabía cuidarme, que aquello simplemente formaba parte de mi trabajo.
Así que, con la bendición de papá, me dirigí al piso de arriba. Dentro del apartamento, pasamos a través de una cortina de chapas de latas de cerveza encadenadas. En el sofá había dos hombres sentados, mirando un combate de boxeo en la televisión. Cuando me vieron, le sonrieron burlones y con mirada rapaz a Robbie, que puso el disco de Roy Acuff sin apagar la televisión. Me apretó contra él y empezó a bailar una vez más, pero me di cuenta de que esta vez la cosa no iba por donde quería, y me resistí. Deslizó las manos hacia abajo. Me apretó el culo, me empujó sobre la cama y empezó a besarme.
—¡Bien! —dijo uno de sus amigos, mientras el otro gritaba—: ¡Métesela!
—No soy esa clase de chica —dije yo, pero él no me hizo caso. Cuando traté de zafarme, me sujetó los brazos. Papá dijo que chillara si lo necesitaba, pero no quería gritar. Estaba tan enfadada con él que no soportaba la idea de que me rescatase. Mientras tanto, Robbie decía que era demasiado huesuda para follarme.
—Ajá, no le gusto a casi ningún tío —dije—. Además de ser flacucha, tengo estas cicatrices.
—Sí, venga, sí —dijo. Pero se detuvo.
Rodé hacia un lado y me bajé de la cama; rápidamente me desabroché el vestido a la altura de la cintura, abriéndolo para mostrarle la cicatriz de mi lado derecho. Hasta donde él podía imaginarse, mi torso era un gigantesco amasijo de tejido cicatrizado. Robbie miró a sus amigos indeciso. Fue como ver un hueco en una cerca.
—Creo oír que mi padre me está llamando —dije, y me dirigí hacia la puerta.
• • •
En el coche, papá sacó el dinero ganado, contó cuarenta dólares, y me los tendió.
—Formamos un buen equipo —aseguró.
Sentí deseos de arrojarle el dinero a la cara, pero mis hermanos y yo lo necesitábamos, así que puse los billetes en el monedero. No habíamos timado a Robbie, pero se le había manipulado de un modo absolutamente deshonesto, y yo había estado en apuros. Si Robbie había sido víctima de una trampa tendida por papá, yo también.
—¿Estás disgustada por algo, Cabra Montesa?
Por un momento, pensé en no decirle nada. Tenía miedo de que la cosa terminara en un derramamiento de sangre, ya que él siempre andaba diciendo que mataría a cualquiera que me pusiera un dedo encima. Luego decidí que quería ver cómo le daban una paliza a aquel tipo.
—Papá, ese asqueroso trató de abusar de mí cuando estábamos arriba.
—Estoy seguro de que sólo te manoseó un poco —dijo, cuando salíamos del aparcamiento—. Sé que supiste controlar bien la situación.
De regreso a Welch, la carretera estaba oscura y vacía. El viento silbaba a través de la ventanilla rota del Plymouth. Papá encendió un cigarrillo.
—Fue como esa vez que te arrojé en el manantial de azufre para enseñarte a nadar —dijo—. Estabas convencida de que te ibas a ahogar, pero sabía que lo harías muy bien.
A la noche siguiente, papá desapareció. Pasados un par de días, quiso que volviera a salir con él para ir a algún bar, pero me negué. Él se enfadó y dijo que si yo no iba a formar un equipo con él, lo menos que podía hacer era darle un poco de dinero para el billar. Me vi a mí misma aflojándole un billete de veinte y luego otro pocos días después.
Mamá me dijo que esperaba un talón para principios de julio, por los derechos de perforación de las tierras de Texas. También me advirtió que papá intentaría echarle el guante. De hecho, estuvo esperando durante algunos días al cartero al pie de la colina, y se quedó con el cheque el día que llegó, pero cuando el cartero me contó lo sucedido, bajé corriendo por la calle Little Hobart y le alcancé antes de llegar al pueblo. Le dije que mamá quería que escondiera el talón hasta que ella regresara.
—Escondámoslo juntos —dijo papá, y sugirió que lo ocultáramos en la Enciclopedia
World Book
de 1933, que mamá retiró de la biblioteca, bajo la entrada «moneda».
Al día siguiente, cuando fui a mirar si estaba el cheque, había desaparecido. Papá juraba que no tenía ni idea de lo sucedido con él. Sabía que mentía, pero también sabía que si le acusaba, él lo negaría y nos enzarzaríamos en una estruendosa pelea a gritos que no me haría ningún bien. Por primera vez en la vida, tuve una clara idea de a qué se enfrentaba mamá. Ser una mujer fuerte era más arduo de lo que creía. A mamá todavía le quedaba un mes más en Charleston; estábamos a punto de quedarnos sin dinero para comer; y lo que ganaba con mis trabajos como canguro no iba a cambiar demasiado las cosas.
Había visto un cartel en el que se pedía a alguien para ayudar en el escaparate de una joyería en la calle McDowell, llamada El Joyero de Becker. Me puse un montón de maquillaje, mi mejor vestido —de color granate, con diminutos lunares blancos y una cinta atada en la espalda— y un par de zapatos de tacón de mamá, dado que calzábamos el mismo número. Luego bajé rodeando la montaña para solicitar el trabajo.
Empujé la puerta, haciendo sonar una campanilla sobre mi cabeza. El Joyero de Becker era una tienda elegante, la clase de lugar en el que nunca había tenido ocasión de entrar, con aire acondicionado ronroneando y luces fluorescentes que zumbaban. Las vitrinas cerradas bajo llave exhibían anillos, collares y broches, y sobre las paredes de paneles de pino había colgadas algunas guitarras y banjos, para diversificar la oferta de artículos. El señor Becker se encontraba inclinado sobre el mostrador, con los dedos entrelazados. Tenía una tripa tan grande que su estrecho cinturón negro me recordó al ecuador circundando el globo terráqueo.
Temí que el señor Becker no me diera el trabajo si se enteraba de que sólo tenía trece años, así que le dije que tenía diecisiete. Me contrató en el acto por cuarenta dólares a la semana, en efectivo. Me quedé alucinada. Era mi primer trabajo de verdad. Trabajar de canguro, dar clases particulares, hacer los deberes de otros niños, cortar el césped, revender botellas y vender chatarra metálica no contaba. Cuarenta dólares a la semana era dinero auténtico.
• • •
El trabajo me gustó. La gente que compra joyas siempre está contenta, y aunque Welch era un pueblo pobre, El Joyero de Becker tenía bastantes clientes: viejos mineros que les compraban a sus esposas un alfiler o un broche con una piedra del mes de nacimiento de cada hijo; parejas de adolescentes que compraban anillos de compromiso, con la chica riendo tontamente llena de excitación y el chaval actuando con orgullo y virilidad.
En los momentos de inactividad, el señor Becker y yo mirábamos los programas sobre el caso Watergate en un pequeño televisor en blanco y negro. El señor Becker estaba cautivado por la esposa de John Dean, Maureen, que se sentaba detrás de su marido cuando éste testificaba, iba elegantemente vestida y se peinaba el cabello rubio hacia atrás, en un apretado moño.
—Maldita sea, esa tía tiene clase —decía el señor Becker.
A veces, después de mirar a Maureen Dean, el señor Becker se ponía tan cachondo que venía detrás de mí cuando estaba limpiando la vitrina y empezaba a restregarse contra mi culo. Le retiraba las manos y me apartaba unos pasos sin decir una palabra, y él volvía a donde estaba el televisor, como si no hubiera pasado nada.
Cuando el señor Becker se dirigía a la acera de enfrente a la cafetería Mountaineer para el almuerzo, siempre se llevaba la llave de la vitrina en la que guardaba los anillos de diamante. Si venían clientes que querían ver los anillos, cruzaba corriendo la calle para avisarle. Una vez se olvidó de llevar la llave, y cuando volvió, contó los anillos delante de mí, con malicia. Era su forma de hacerme saber que no confiaba en mí en lo más mínimo. Un día, después de regresar de su almuerzo y revisar las vitrinas, me puse tan furiosa que miré a todos lados para ver si había en toda aquella maldita tienda algo que valiera la pena robar. Collares, broches, banjos, nada de eso significaba nada para mí. Pero entonces, me quedé mirando la vitrina de los relojes de pulsera.
Siempre había querido un reloj. A diferencia de los diamantes, los relojes eran prácticos. Los usaba la gente que andaba apresuradamente, gente que tenía que acudir a citas y cumplir con su agenda. Ésa era la clase de persona que quería ser yo. En el mostrador, detrás de la caja registradora, decenas de relojes hacían tic-tac. Había uno en particular que me encantaba. Tenía cuatro correas de diferentes colores —negro, marrón, azul y blanco—, de modo que uno podía cambiársela para que hiciera juego con la ropa. Tenía el precio marcado en una etiqueta: 29,95 dólares, diez dólares menos que mi salario semanal. Pero si quería, podía ser mío en un instante, y gratis. Cuanto más pensaba en el reloj, más me atraía.
Un día, pasó por la joyería la mujer que trabajaba en la tienda que el señor Becker tenía en War. El señor Becker quiso que me enseñara algunos trucos de belleza. Mientras me mostraba sus diferentes estuches de maquillaje, aquella mujer, con el cabello rubio platino tieso y las pestañas embadurnadas de rímel, dijo que seguramente estaba ganando un montón de dinero en comisiones. Cuando le pregunté qué era lo que quería decir, me explicó que además de su salario semanal de cuarenta dólares, ella se quedaba con el diez por ciento de cada venta. Sus comisiones a veces duplicaban su salario.
—Demonios, con el paro cobrarías más de cuarenta pavos por semana —afirmó—. Si no te está dando comisiones, te está timando.
Cuando le pregunté al señor Decker por las comisiones, me dijo que eran para los vendedores, y que yo sólo era una ayudante. Al día siguiente, cuando el señor Becker se fue al Mountaineer, abrí la vitrina y saqué el reloj de las cuatro correas. Lo deslicé en mi bolso y volví a ordenar los relojes restantes, para que no quedara un hueco. Había vendido muchas cosas yo sola cuando él estaba ocupado. Puesto que no me había pagado ninguna comisión, simplemente estaba llevándome lo que era mío.
Cuando regresó del almuerzo, examinó la vitrina de los anillos de diamantes, como hacía siempre, pero ni siquiera miró los relojes. Cuando iba andando hacia casa, esa noche, con el reloj oculto en mi bolso, me sentí ligera y exaltada. Después de la cena, subí a mi litera, para que nadie me viera, y me probé el reloj con cada una de las correas, gesticulando del modo que creí hacían los ricos.
Ir con el reloj puesto al trabajo estaba descartado, por supuesto. También me di cuenta de que podría cruzarme con el señor Becker en el pueblo en cualquier momento, así que decidí que hasta que comenzaran las clases, sólo me pondría el reloj en casa. Luego empecé a preguntarme cómo les explicaría aquello a Brian, a Lori, a mamá y a papá. También empecé a preocuparme de que el señor Becker pudiera notarme cara de ladrona por mi expresión. Tarde o temprano, descubriría que faltaba un reloj, me interrogaría, tendría que mentir de modo convincente, y no era demasiado buena. Si no resultaba convincente, me mandaría a un reformatorio con personas como Billy Deel, y el señor Becker tendría la satisfacción de saber que había hecho bien por haber desconfiado de mí todo el tiempo.