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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada (47 page)

BOOK: El caso de la joven alocada
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Este segundo libro, posiblemente el instrumento más potente de chantaje y terrorismo que pudiera concebir el más ingenioso cerebro humano, llegó incompleto al Comisario Auxiliar. Era claro que la convención había estado compuesta por más de una veintena de socios y el libro tenía la forma de un gran volumen de hojas movibles, con varias hojas asignadas a cada uno de los candidatos para registrar sus actividades. Estas actividades estaban anotadas en parte a máquina y en parte a mano. Era interesante observar que la máquina que se había usado era una portátil
Crown Imperial
, casi nueva, con una S mayúscula torcida (la máquina se encontró después en el piso de Luke), mientras que los pasajes manuscritos fueron fáciles de identificar con los de Mr. Barker, registrados en el libro de visitas de la
Green Maiden
de Merrington. Bryony, como lo admitía en la carta adjunta, había sacado y quemado el registro de los socios que habían sido sus amigos personales. Pero, en su precipitación había olvidado el índice al final del volumen, y allí se encontraban los nombres de Geoffrey Perfect, Margaret Joane, Joy Wyon, Iseult Cork y John Traquair, tachados con una raya de tinta roja, síntoma de mal augurio.

El intervalo de diez días que transcurrió desde que robó los libros hasta la fecha estipulada para que Mr. Cohen los entregara a la Yard, se debió a que Bryony cuidó de la seguridad de sus otros amigos. Fue en la mañana del día de San Juan cuando el pequeño judío visitó al Comisario Auxiliar, y no se necesita ser adepto de Montague Summers para saber que la víspera del día de San Juan (el 23 de junio, de acuerdo al calendario romano), es uno de los dos grandes festivales anuales de los que adoran al Diablo, y que entonces, entre medianoche y la aurora, se practican ritos particularmente frenéticos. Bryony sabía que la víspera de San Juan sería la ocasión propicia para que se reuniera la Convención en pleno. En consecuencia, era una ocasión excepcionalmente propicia para un raid de la policía al templo de
Tulse Hill
(donde, como ella había descubierto, estaba situado el templo de los satanistas). Tenía que darse algún tiempo para que los anónimos necesarios llegaran a aquellos socios compañeros, a quienes ella deseaba avisar para que se mantuvieran alejados. El envío de estos avisos, sin duda por vía indirecta, había distraído su ingenio durante dos o tres días, después de su afortunado robo. De aquí, que haga falta poca imaginación para dar explicación sobre el tiempo transcurrido desde que ella recibió la carta amenazadora de que me había hablado. Si yo estuviera escribiendo una de esas características historias de detectives, de que hablábamos hace poco, sin duda podría reconstruir con lujo de detalles las circunstancias en que Bryony robó los libros y cómo y cuándo se descubrió el robo, pues resultaría increíble que en tal ficción Luke y sus asociados hubieran ido a la horca sin hacer una amplia y satisfactoria confesión de todo el asunto. El que no hicieran nada de eso es simplemente otro ejemplo de la desventaja de uno cuando trabaja ajustándose estrictamente a la verdad. Los cuatro hombres y las tres mujeres que fueron procesados, resultaron ser un conjunto silencioso y obstinado, y no se obtuvo de ellos nada más que lo ya conocido o conjeturado. Para hacer justicia a Xantippe Gnox, creo que no se hubiera descubierto nada si se la hubiese puesto en el banquillo juntó a ellos, pues era a todas luces una mujer que sabía reservar lo suyo. Pero éstas son sólo conjeturas. Como sabéis, consiguió abrirse las venas y morir la clásica muerte en su celda, veinticuatro horas después de saber el resultado de la visita del Dr. Cohen a la Yard, con gran desconcierto de aquellos designados para vigilarla, desde el Ministro del Interior hasta la celadora Queenie Muggeridge.

Y ahora, estoy ya muy cansado con este libro, como sin duda lo estáis vosotros, todos los lectores, desde hace ya un rato largo, y si protestáis porque con todo su gran volumen y sus interminables divagaciones todavía no hay nada de que dar cuenta, de todo corazón estoy de acuerdo con vosotros, y me permito señalaros cómo, en ello, hay una especie de similitud con el concepto de la vida en general. Pues es sólo en las novelas (y en las novelas baratas) donde los asuntos de esta naturaleza llegan a un final prolijo y bien dispuesto, con la virtud recompensada y el mal castigado; lavados todos los platos sucios y la mesa bien tendida de nuevo, para una nueva comida criminológica. En la vida siempre quedan cabos sueltos y en el presente caso no veo por qué habría de torcer justamente la vida para satisfacer una convención. Además, tengo otras cosas en que ocuparme, y también, ya es hora de que vosotros, mis lectores, dejéis los libros a un lado y hagáis un poco de trabajo honesto. Dentro de media, hora, así me han dicho, el camello y el escocés van a venir para hacer una inspección final a mi vientre (donde Xantippe me hirió), con la intención de quitarme del cuidado de la pava real y de la gatita rubia y de relegarme a la misericordia de mi prima Barbary. Y antes de que me disponga a volver a
Gentlemen’s Rest
es necesario que acicale y descarbonice mi barba. Separémonos entonces, antes de que nos enemistemos, antes de que mi paciencia se acabe, como alguien ha dicho. Que nos encontremos o no nos encontremos alguna vez, depende de una serie de factores que rehúso rotundamente a enumerar aquí. Si no nos encontramos, estoy completamente seguro de que sobreviviré. Y si nos encontramos el placer será casi enteramente vuestro.

POSTSCRIPTUM
PALABRAS A LOS INTELIGENTES

"… y dedícate con incesante asiduidad

a la heroica virtud de ocuparte de tus propios asuntos".

PERE DE RUFFIGNAC,

Cartas de un penitente.

1

R
UFFUS
Plugge, mi editor, es uno de esos hombres a quienes les gusta saber lo que ocurre, mantener benignamente una mirada despótica sobre los autores, y tener la seguridad de que sus narices resplandecen como carbones vivientes al contacto constante con la piedra literaria de amolar.

En cuanto a mí, nunca me resiento por su interés en mi trabajo. En primer lugar, uno tiene la lisonjera impresión de que el mundo siente ansiosa expectativa por su última obra maestra y de que puede ocasionar una ola de suicidios en masa, si uno no presenta la mercadería con fiel prontitud. Además, el querido Ruffus siempre me está rescatando de los tribunales de justicia del distrito, de autos deprimentes, y de qué sé yo cuantas cosas, y trabaja como un león para hacer ver al público cuan inmensamente superiores son mis libros a los de cualquier otro. Y a través de incontables épocas, desde los intrépidos días de mi antepasado Aethebald el Rudo, la gratitud ha sido prominente, en todo momento, entre las resplandecientes virtudes de los Poynings. Huelga decir, naturalmente, que la rutina regular de la inspección de narices, antes mencionada, le cuesta a Ruffus, o en todo caso a la firma «Plugge y Postleth-waite» sus buenos peniques; entre comidas y, diversiones, pues les prevengo que los autores somos gente endiabladamente costosa para entretener. Por ironía, como es natural, los autores más haraganes son los que necesitan más invitaciones, mientras que a los que trabajan constantemente como yo, les basta sólo que se les llene el buche acaso un par de veces al año. Pero como sucede que yo sé que no hay nada que odie más este buen Ruffus que llevar a los autores a comer, hago todo lo posible para evitarle molestias, enviándole, a intervalos regulares, tangible evidencia de mi industria. Es mi costumbre, entonces, no amontonar todo el manuscrito de un libro, sino enviarle pilas de regular altura de vez en cuando, conforme, las tengo listas. Esto no sólo conforta a Ruffus, sino que asegura que por lo menos una copia de mis escritos escapa al engolfamiento de los espumantes mares de papel que surgen en oleadas entre el techo, las paredes y el piso de mi estudio.

He seguido esta excelente práctica en el caso de la presente y veraz narración. Cuando las completé, envié a Ruffus las tres primeras partes y el interludio, guardando, naturalmente, una copia en carbónico para propia referencia en caso necesario. Por consiguiente, poco después de haber despachado la parte tercera y el interludio (del que estaba desmedidamente orgulloso), recibí una invitación a comer para la semana siguiente. Me di cuenta en seguida de que la llamada no podía atribuirse a falta de diligencia de mi parte. Y creí conocer el motivo de la misma. Como editor, Ruffus está lejos de ser uno de esos luteranos hipocondríacos que vacilan ante un Danns y se desmayan ante un Bleedy, pero tiene una constante y conveniente estimación por el prestigio de su casa, y su enfada si sus autores descienden demasiado abiertamente a la anatomía o a la biología. Con una mueca feroz, yo recordaba cómo, en una ocasión por lo menos, me había aventurado a emplear la perversa y ruda voz «vientre».

—Bueno, bueno —observé a Barbary, después de mostrarle la carta—, si Ruffus quiere gastar una fortuna en darme de almorzar, para intentar seducirme a cambiarla por «estómago» o por «abdomen», es cosa suya. Iré, consumiré sus viandas, me embriagaré con sus vinos y quemaré sus cigarrillos. También le pediré un anticipo de cincuenta libras por lo menos, y si todo sale bien tendrá que enviarte un canasto de capullos tempranos Y una titánica caja de bombones de licor. Pero no modificaré «vientre» por «estómago». Los dos órganos o zonas no son, después de todo, sinónimos, no obstante la corriente confusión. La bala de Xantippe me dio en el vientre y…

—Pero justamente en la última línea de la parte tercera, tú mismo dices que era el «estómago» —objetó Barbary astutamente.

—Eso fue sólo para presentar la tragedia suavemente al lector delicado —repliqué—, si es que existe tal criatura, y para indicar, por decirlo así, la dirección en que debía dirigir sus miradas, sin revelar todo el horror del asunto, a una imaginación no preparada todavía para la brutal verdad. Soy inflexible en este asunto. Iré y comeré la comida de Ruffus pero no alteraré la palabra.

Sugiere el próximo viernes. Ten la amabilidad de poner mis mejores pantalones domingueros bajo tu colchón, mi amor, y procura que mi sombrero negro de alas anchas esté limpio de polvo y paja para el martes a más tardar. No sé si recuerdas que la última vez que lo llevé un hongo de aspecto singularmente grasoso cayó del interior de la copa, sobre mi coronilla, para profunda consternación de mis compañeros de viaje del tren de las nueve y cuarenta y tres.

Y así, con mi acostumbrado y minucioso cuidado del detalle, planeé la excursión…

2

D
URANTE
la comida me di cuenta de que el bueno de Ruffus tenía algo en su imaginación. Para ser un editor, es un hombre modesto, algo corto de genio (como se habrá observado, también yo lo soy), y uno se da cuenta de que le cuesta gran trabajo criticar severamente cualquier cosa que se haya escrito.

Cuando, por consiguiente, llegó la hora del café y del chartreuse sin que se hubiera pronunciado una palabra de la esperada censura, consideré que era mi deber ayudar al buen hombre. Después de todo, no está bien beberse el chartreuse de una persona, mientras un velo de contrición separa su alma de la vuestra.

—¿Cómo le fue con la tercera parte y con el Interludio? —inquirí cordialmente—. Confío que los haya encontrado entretenidos.

—¡Oh!, sí —replicó Plugge tragando café—; muy entretenido y divertido, mi querido amigo. Reí de todo corazón cuando Xantippe le disparó a usted en el… abdomen.

Lo observé más bien fríamente.

—¿Se rió usted? —repetí sorprendido—. Mi querido Mr. Plugge, permítame asegurarle que no fue cosa de risa para mí. Y en cualquier caso —proseguí aprovechando la obvia apertura—, no fue en el estómago donde me dispararon, sino en el vientre, y si usted va a encontrar dificultades en ello, señalaré que «vientre» es una hermosa palabra antigua, del más respetable
pedigree
.

—Completamente, completamente de acuerdo –asintió Ruffus Plugge, al parecer algo intrigado por mi elocuencia—. Vientre o estómago, mi querido amigo, vientre o estómago. Completamente, completamente de acuerdo. Me da lo mismo. ¿Un poco más de chartreuse? ¿Está bueno el cigarro? ¿Otra taza de café? Pero usted sabe, mi querido Poynings, hablando de estas cosas, que es realmente notable el cuidado que hay que tener en este asunto de la publicidad. Los obstáculos más inesperados se presentan por todas partes, y no sólo con relación a palabras y situaciones que no son convencionalmente corteses. El resentimiento se debe a veces a las razones más extraordinarias e imprevistas, y la crítica viene de los sitios más insospechados. ¡Válgame Dios, hombre! Justamente el otro día se dio el caso… —su voz se perdió en la reminiscencia.

—¿Qué? —pregunté con prudencia.

—Yo no debo citar nombres —confirmó Ruffus Plugge aspirando el humo de su cigarro—, pero el libro en cuestión era de uno de mis propios autores. En rigor, puedo llamarle uno de mis autores de primera fila. Sin nombres, pero bueno, bueno. Envió su nuevo libro y debo decirle que nos agradó a todos. Francamente, me gustó una enormidad, y le doy mi palabra de que ni siquiera se me ocurrió que hubiera nada inconveniente en él. No era en modo alguno de esos libros dificultosos. Bueno, como usted sabe, nunca trabajamos libros de esa clase. No, ¡válgame Dios! Bien, como digo, a todos nos gustó ese libro, es decir, me gustó a mí, y a John Slickabed, el corrector, le agradó muchísimo, y hasta me las arreglé para persuadir al viejo Postlethwaite de que le echara un vistazo (aunque ya sabe usted que apenas si lee nada), y también a él le gustó. Así que fue a la imprenta para que los impresores hicieran las primeras pruebas y a su debido tiempo volvió. —Ruffus hizo una pausa para fumar su cigarro.

—¡Ah! —dije yo, pues tengo mis puntos de vista sobre los impresores—, no me diga que tuvieron la impertinencia de alterar la palabra «adulterio» por las palabras «nula conducta», como el editor de G. K. Chesterton.

—¡Oh, no! —replicó Ruffus—. Nuestros impresores están endurecidos a los adulterios, forman un lote de muchachos decentes bajo todos los conceptos. No, las pruebas estaban todas bien y no perdí tiempo en distribuirlas a todos los interesados: una copia al autor, otra al corrector de pruebas, y otra a un lector de afuera. En este caso a un doctor retirado que frecuentemente nos complace por un pequeño honorario. También mandé una copia a mi amigo Uprusshe, quien, como usted sabe, es jefe comprador de la cadena de Bibliotecas Asociadas Lda. Un mozo útil, este Uprusshe; si se apasiona por un libro coloca un pedido muy importante, y tenía fundados motivos para confiar en que éste habría de gustarle.

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