Esto la sorprendió.
—No va usted a decirme —dijo incrédulamente— que estaban casados.
—No —respondí con aspereza—. Es mejor que me permita explicarle. Ni el casamiento ni ninguna otra unión más convencional hubiera sido posible entre Bryony y yo aunque la hubiésemos deseado. En primer lugar… ¿qué edad me da, Miss Gnox?
Estaba ciertamente intrigada, pero calculó la edad con toda calma.
—Treinta y cinco —dijo después de meditado.
—Usted me halaga —mentí—. Soy algo mayor. —Recordaréis que acababa de cumplir treinta y seis, de modo que seguía mi receta para mentir—. Con mejor luz creo que se daría usted cuenta de su error. Tengo edad suficiente para ser el padre de Bryony…
Se encogió de hombros.
—¿Qué hay con eso? —dijo con impaciencia—. Puede usted tener cuarenta o cuarenta y cinco, pero es un hombre bien conservado, fuerte y activo. Las muchachas de la edad de Bryony no son muy exigentes.
—Fui gran amigo de la madre de Bryony —dije tranquilamente.
—¡Oh! Pero…
—Y usted acaba de admitir que podría ser el padre de Bryony —proseguí con énfasis creciente—. ¿Tengo todavía algo que aclarar?
Xantippe Gnox dejó escapar un suspiro. Y haciendo caso omiso a la mortaja de seda aceitada, se incorporó y me miró con inquietud.
—¡Mi Dios! —exclamó entrecortadamente—. ¡Usted, padre de Bryony!… ¡No, no lo creo!
N
O OBSTANTE
, se veía claramente que lo creía y que el descubrimiento la preocupaba. Estaba atolondrada.
—Somos seres con libre albedrío —comenté alzando los hombros—, y no puedo obligada a creerme. Ni puedo probar mi paternidad, porque su madre estaba casada con Maurie Hurst cuando la conocí y nos enamoramos. Bryony figura en los registros como hija de Maurice Hurst y siempre me contenté con que pasara como tal. Posiblemente Hurst esté satisfecho de serlo, pero Lulú, su mujer, y madre de Bryony, sabía que no lo era. Bryony también lo sabía, porque su madre se lo dijo antes de morir. Yo también lo sé.
Siguió un corto silencio.
—¡Maldito sea! —suspiró Xantippe Gnox.
—Es muy posible —respondí secamente—, pero esto no justifica la falta de modestia en que está incurriendo; Por favor, acuéstese —lo hizo apresuradamente, pero con una mirada maligna.
En resumen —dije con aire dictatorial—, no estoy dispuesto a continuar conversando en estas condiciones. Mejor será que la deje unos minutos, mientras se viste. Después podemos hablar en otra habitación. —Mientras hablaba me levantaba de mi silla.
—No tengo nada que hablar con usted Mr. Poynings —me espetó.
—Sus deseos no tienen importancia —repliqué—. No abandonaré esta casa hasta conseguir los informes que vine a buscar.
—¿Cómo se atreve usted a hablarme de este modo?
—Me atrevo y lo haré.
—Pero no comprendo.
—Me importa, un bledo que entienda usted o no —ladré—. Hará exactamente lo que le ordene o… Había un tono de seda en su voz cuando dijo:
—¿Sí? ¿O de lo contrario…?
La miré duramente.
—Hace algunos segundos observó usted que cualquiera que fuese mi edad, soy fuerte y activo —dije—. Su diagnóstico resulta correcto. En verdad, soy aún más fuerte de lo que, parezco.
Por otra parte, usted es mujer y aunque sea una mujer fuerte es inferior a mí en fuerza física.
No tengo intención de maltratarla pero le advierto que no vacilaré en hacer uso de la fuerza bruta si fuera necesario. Convénzase. —Durante algunos minutos nos miramos ferozmente y vislumbré otra vez la mirada infernal de sus ojos. Pero ahora no me tomó de sorpresa. Se vió obligada a bajar la vista.
—¡Qué caballerosidad! —exclamó ácidamente Xantippe Gnox—. ¡Amenazar por la fuerza a una, mujer desnuda!
—¡Al diablo la caballerosidad! —rugí—. Asesinaron a mi pequeña Bryony, asesinaron, ¿me entiende? ¡Si cree usted que voy a permitir que la gentileza entorpezca la justicia, está usted equivocada! El crimen nunca es caballeresco y yo vi las cosas monstruosas que hicieron en su cuerpecito débil y blanco. Fue una carnicería, pero hasta el carnicero mata a su víctima sin hacerla sufrir.
A ella la carnearon sin confesión. ¡Y me habla usted de caballerosidad!
Tomé aliento y proseguí en un tono menos exaltado:
—Perdóneme. Espero no tener que recurrir a medidas drásticas a menos que usted me obligue a ello. Sólo le advierto que he venido a esta casa con un propósito y que no tengo intención de abandonarla hasta no haberlo logrado. Depende de usted que mi tarea resulte difícil o fácil, agradable, o no. Mi propósito es discutir en detalle la historia completa de su amistad con Bryony y en especial los acontecimientos que provocaron —hice una pausa significativa— su ejecución.
Xantippe Gnox permaneció impasible. Pero noté que esa palabra en particular la había asustado.
—¿Ejecución? —murmuró—. ¿Ejecución? ¿Por qué la llama usted así? ¿Qué sabe usted?
Cuidadoso de mi fórmula, evité mentir. Es de hacer notar que no había dicho una sola mentira desde que entrara en la casa.
—Bryony pasó doce horas en mi compañía el domingo pasado —dije—, las doce horas que precedieron a su muerte. Conversamos la mayor parte del día. Me dijo muchas cosas, algunas cosas muy, muy extrañas. ¿Entiende?
No contestó en seguida. Sabía yo que dentro de su cabeza tan compuesta y tan bella, su cerebro tortuoso estaba maquinando.
—Temo que no —dijo con tono de desafío—. ¿Qué tengo que ver con todo eso?
—Usted lo sabe mejor que yo —le contesté (y no decía más que la verdad)—. Pero lo discutiremos después, cuando usted me haya hecho el favor de vestirse y me permita verla en otra habitación.
Ya sea por temor o rencor o tal vez por una mezcla de estas dos emociones, se mantenía inactiva, y en vez de complacer mi pedido se volvió a acostar tranquilamente en su baño y contempló el mosaico del cielo raso.
—No tengo intención de recibir órdenes de nadie en mi propia casa —dijo fríamente—. Debe usted estar loco.
Loco estaba, sí, pero no en el sentido que daba ella a mis palabras. Ni tanto como se mostró Xantippe Gnox dos segundos y medio después. Tres pasos bastaron para conducirme hasta la bañera y, antes de que pudiera reaccionar, me incliné y tomándola por debajo de los brazos, desde atrás, la saqué del dorado baño perfumado. Sosteniéndola decorosamente de espaldas la deposité en el suelo desnuda y chorreando agua. El denuesto que dejó escapar no figura en el diccionario…
Después, asiéndola aún para que no pudiera resistirse, dije ásperamente:
—Esperaré cinco minutos en la puerta de esta habitación. Si para ese entonces no se reunió usted conmigo, vendré a buscarla. Y será mejor… mucho mejor, que no entre a buscarla…
Con las últimas palabras le volví la espalda y abandoné con rigidez la habitación.
Y
A HABÍA
notado con anterioridad que en una de las esquinas del baño una arcada con cortinado conducía a otro aposento, posiblemente la alcoba o dormitorio de la dama. De cualquier modo, como en el baño no había rastros de ropa ni de envoltura alguna, llegué a la conclusión de que difícilmente pudiera seguirme. Quedaba por ver si obedecería o no mis indicaciones. Decidí aprovechar los cinco minutos.
No se veía a nadie. Me encontraba en un corredor largo y alfombrado sobre el que daban tres puertas a cada lado. Por instinto supe cuáles eran las de los aposentos personales de Xantippe. Las evité, naturalmente. Crucé el corredor y traté de abrir la puerta que encontré. Resultó dar acceso a un dormitorio pequeño, lujoso y exóticamente decorado en gris y malva, pero aparentemente desocupado. La habitación contigua era semejante excepto en el colorido, rojo tomate y crema. La tercera, aunque desocupada en ese momento, albergaba seguramente a un huésped, que acaso se hubiera ido por uno o dos días. Todos los adminículos de tocador faltaban de encima de la cómoda. Era una habitación voluptuosamente decorada en azul profundo y plata, pero su ocupante era, con seguridad, un hombre.
Además de todos los artículos masculinos que se veían, había olor a tabaco en el lugar. Claro está que hay varios miles de hombres equivocados que ensucian su sistema respiratorio con esa clase de tabaco; sin embargo su uso no está aún —gracias a Dios— tan popularizado como para que no hayamos asociado instintivamente ese olor apestante con dos o tres o cuando mucho media docena de hombres cuyas volutas de humo se han mezclado con las nuestras. En ese momento, mientras el efluvio rancio invadía mis fosas nasales pensé en un hombre. En uno solamente –cosa natural— considerando que ya sabía por Khushdil Khan que Maurice Hurst residía en esa casa.
El testimonio posterior de mis ojos corroboró el de mi nariz, pues descubrí a los pies de la cama una gran valija de cuero con las iniciales del sujeto.
Como no tenía reloj, no sabía cuánto faltaba para completar los cinco minutos de mi ultimátum, pero calculaba que aún disponía de un minuto para inspeccionar esta habitación. Ausente su ocupante, no era posible que descubriera nada de importancia, pero no había nada de malo en que probara mi suerte. Una rápida búsqueda por los cajones de la cómoda dio por resultado el hallazgo de unas pocas camisas y unos pocos juegos de ropa interior. La valija estaba cerrada con llave, pero era de cuero de sambhur y por consiguiente de muy probable procedencia hindú. Sabía demasiado bien que el talabartero de la India rara vez gasta un anna de más en poner cerraduras especiales. Saqué mi llavero con una sensación de confianza. Por cierto, la primera llave que probé abrió la valija.
Estaba a medio llenar y de su variado contenido sólo dos cosas consiguieron interesarme. En primer lugar, una pequeña pistola automática Webley calibre 32, cargada y lista para disparar a la menor presión del gatillo. Distraídamente la guardé en el bolsillo, tal vez por principio.
Era improbable (me decía, para justificarme) que Hurst tuviera permiso policial para portar armas, de modo que al confiscarla estaba haciéndole un favor. Además, yo no había traído armas y estaba convencido del poder persuasivo de una pistola.
La otra cosa que me llamó la atención fue un libro, por otra parte el único libro que había en la habitación. Era un libro pequeño y la encuadernación me resultó familiar antes de saber el título. Lo tomé y vi que se trataba de un ejemplar del mismo poema narrativo, largo y tenebroso llamado
El polvo de Día
, por Oriel Ostrich Organ, que había visto esa misma mañana en la biblioteca de cabecera de Bryony.
Me maldije y guardé el volumen en otro bolsillo para que sirviera de contrapeso a la pistola.
Volví a cerrar la valija; eché una mirada final que no dio frutos, a la habitación, y me deslicé silenciosamente hacia afuera. El corredor estaba aún desierto y un silencio profundo llenaba la casa. Los cinco minutos ya habían pasado, pero todavía quedaba una puerta sin explorar. El corredor, debo explicado, era un
cul de sac
, y la puerta de que hablo daba de frente al pasillo, vale decir que formaba el lado más corto del rectángulo. Está sólo a ocho o diez pasos de donde me encontraba y cubrí la distancia caminando de espaldas, para poder mirar al mismo tiempo hacia las puertas de las habitaciones de Xantippe. No deseaba que me descubriera metiendo las narices donde no tenía derecho.
Pero resultó que la puerta estaba cerrada con llave, lo que ya era sugestivo, dado que las demás de la casa estaban sólo cerradas con picaporte. Otra circunstancia sugestiva era que la puerta no tenía una cerradura común como las otras puertas, sino una yale que parecía de mucho precio. La puerta no tenía picaporte y sólo se podía entrar en la habitación con la llave. Desilusionado, volví en silencio sobre mis pasos. Había llegado casi al baño cuando oí abrirse una puerta vecina y encontré a Xantippe Gnox observándome gravemente.
N
O HABÍA
en sus hermosas facciones griegas rastro alguno de enfado ni de resentimiento ni de ninguna otra emoción. Su rostro y sus ojos estaban más impasibles que nunca y no traslucían su estado de ánimo. Se había vestido con un traje de una pieza, parecido al buzo glorificado de un mecánico; pantalones negros y con vuelo que se prolongaban en forma de peto que terminaba en anchos breteles. Era un traje sumamente sencillo, adecuado a sus líneas estatuarias y tan decente como para dar satisfacción al autor del Levítico.
Todavía recordaba que el buen soldado no debe permitir que el enemigo tome la iniciativa.
—¡Se ha retrasado usted! —le dije brevemente frunciendo el ceño—. Si hubiera tardado usted diez segundos más, hubiera entrado a buscada.
—Su reloj debe adelantar —me contestó—. Por el reloj eléctrico de mi dormitorio falta todavía medio minuto.
—No discuta —le dije agriamente—. Lléveme donde podamos conversar.
—Sus modales son ultrajantes, Mr. Poynings —declaró fríamente—. Supongo que tiene derecho a algún exceso por el golpe que le ha causado la muerte de su… hija. ¿No me creerá usted si le aseguro que no puedo decirle nada de este crimen, ni de los acontecimientos que lo desencadenaron?
—No —dije—. No le creeré.
—¿Y que las únicas cosas que puedo decide de Bryony no harán más que acongojado a usted, su padre, sin que ayuden a aclarar el misterio de su muerte?
—No —dije nuevamente—. No puedo aceptar como verdades tales aseveraciones.
Encogió sus blancos hombros en un gesto despectivo.
—Muy bien —dijo tranquilamente—, pase por aquí.
Me llevó escaleras abajo, por entre los descarados tapices sáficos y me introdujo en una habitación de regular tamaño al frente de la casa que daba sobre el Market. Los adornos eran aquí muy severos Y menos raros que los que había visto hasta ahora. Una desnudez utilitaria reemplazaba el esplendor más que oriental de las habitaciones superiores. La sala parecía ser, en un amplio sentido modernista, una especie de escritorio o estudio; una mesa inmensa ocupaba el centro de la misma y había varios estantes para libros, empotrados en las paredes. Les eché una mirada mientras seguía a Xantippe y me sorprendió que la mayoría de los libros tuvieran títulos griegos o latinos. El otro estante que alcancé a examinar brevemente mientras Xantippe todavía estaba de espaldas, no sólo contenía un
Montague Summers
, sino por lo menos media docena de ejemplares, uno junto a otro, de
El polvo de Día
por Oriel Ostrich Organ.