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Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

El caos (17 page)

Diálogos con el portero

Las grandes vías imperiales, Flaminia, Aurelia, Nomentana, etcétera, por donde Nerón, San Pedro y Mesalina solían correr tan agitados en el cine mudo sobre vehículos adecuados a la irregularidad del pavimento y a la temblorosidad de la pantalla, convergen sobre Roma formando una telaraña en cuyo centro el santo y rico Papa con su mantillita blanca y hordas ociosas de adolescentes pobres con sus pantalones azules ajustados y sus camisetas rojas o verdes esperan a los turistas extranjeros, que simulando visitar los tesoros artísticos se lanzan como moscas suicidas hacia un tipo u otro de emoción, o a ambos simultáneamente en el peor de los casos. La planta de esta telaraña, varias veces recompuesta durante la Edad Media y la Edad Moderna, sigue siendo sumamente irregular y crece sin cesar. Las casas se adaptan a la curvatura de las calles, tienen en general de ocho a diez pisos y en su interior encierran grandes patios sucios con frecuencia salpicados de sangre por el cuerpo de un suicida o de alguna criadita campesina que pierde el equilibrio mientras cuelga la ropa en los alambres tradicionalmente tendidos de ventana a balcón y viceversa.

Me hice amigo del portero, que tenía la costumbre de sentarse por las tardes en el patio y tomar café en grandes cantidades porque sufría de baja presión. Entre taza y taza me relataba las vidas y los hechos de la casa, mientras ondulaba a nuestro alrededor, como una selva de enredaderas submarinas, la maraña italiana de silbidos más o menos melódicos que surgiendo de la calle, las escaleras y los tallercitos, ascendía hacia los pisos superiores, donde ya confundida en un concierto amorfo dodecafónico se arrastraba como un manojo de ortigas por la cara de los acostados que querían pensar; yo en cambio le contaba lo que veía afuera. Nuestra casa tenía dos cuerpos, el A y el B, con nueve pisos cada uno y tres departamentos por piso; eran más de cincuenta departamentos, y el portero no había conseguido nunca (tal vez por inercia, tal vez por prudencia) establecer un registro completo de todos los inquilinos. Conocía solamente a los más antiguos.

—En el departamento siete, cuerpo B —me decía—, vive Madame Bhuda, la famosa clarividente, que se ha enriquecido vendiendo a sus clientes retratos del espíritu de sus respectivos muertos queridos. Estos retratos los fabrica en realidad fotografiando el humo de un cigarrillo iluminado lateralmente por un reflector poderoso. Si se toma el trabajo de recorrer el barrio, verá en muchas casas una velita encendida delante de un cuadro con marco plateado que encierra la imagen de una voluta de «Lucky Strike», «Muratti», «Camel» o «Esportazione». Usted no querrá creerlo, pero cuanto más fino es el cigarrillo, así me han dicho, más se parece el humo al desaparecido. Y hay una marca suiza que da la clara impresión de la barba, si el difunto era fascista.

—Cuando llegué a Roma hace unos meses —le contaba yo—, un muchacho que viajaba en mi compartimiento del tren y que venía durmiendo desde Florencia se despertó sobresaltado a la altura de la estación Tiburtina y me mostró con cara desdeñosa un mapa de Italia del Touring Club desplegado sobre una gran mochila de forma mamelonar recostada sobre el asiento a su lado, explicándome que estaba efectuando una gira por todo el país porque le habían regalado un boleto circular válido hasta fin de año y no quería desperdiciarlo porque ya empezaba diciembre, aunque el tren lo mareaba y por ejemplo no podía mirar por la ventanilla o leer el diario sin ponerse a vomitar. Durante los viajes dormía. Al llegar a una ciudad tampoco salía de la estación porque no le gustaba perder tiempo y en general tomaba el primer tren que salía para cualquier parte. En efecto, cuando bajamos en Términi bebió con cara de asco un sorbo de una botella oscura que extrajo de la mochila y se alejó hacia otro convoy que partía para Bríndisi. No se me ocurrió preguntarle de dónde era porque me pareció una de esas personas que hablan por hablar y no escuchan lo que les dice su interlocutor; además era demasiado joven. ¿Cuántos miles calcula usted que habrá de estos adolescentes desesperadamente entregados al vértigo incontenible de la gira circular por las ciudades de Italia?

—No creo que lleguen al millar —observaba mi amigo— aunque no se puede negar que el mundo está cada vez más lleno de menores de edad, sanos, desinteresados, inquietos. Algunos bailan y otros viajan. El contador del departamento dieciséis, cuerpo B, tiene un hijo de quince años que se ha convertido hace unos días al comunismo a consecuencia de una hendidura que se le ha abierto en el cráneo; esta criatura, por medio del insulto, de los vendajes y de la dialéctica materialista, ha destruido por así decir para siempre las posibilidades de trabajo, de reposo o de esparcimiento de la familia. Las ventajas prácticas del poder le interesan menos que su ejercicio; sus padres hablan de él como de un marciano, con rencor y respeto. Su hermano menor, en cambio, se dedica a la reproducción oral, o sea repite al azar todo lo que oye decir a los adultos, por más banal u obsceno que sea. En sus labios he reconocido viejas observaciones mías sobre la humedad o los problemas del transporte, entremezcladas con biografías de músicos y comentarios automovilísticos transmitidos por la televisión.

De mi portero me gustaba sobre todo el hecho de que hablara, cosa extraña en un romano, con cierto refinamiento literario. Yo le seguía en lo posible la conversación:

—Hablando de transporte, ayer tuve que viajar en tranvía. Me asombró el nuevo sistema de distribución de los pasajeros; la parte posterior estaba llena de gente que desbordaba por los costados, y en cambio la delantera estaba vacía, salvo dos o tres personas silenciosas de aire soñoliento, que parecían decididas a efectuar un viaje mucho más largo y pausado. Los de atrás se entretenían en arrojar flechas de papel a los de adelante, protestando al mismo tiempo por la injusticia de su posición, aunque nada les impedía adelantarse. Cuando uno ya cree estar a punto de entender las intenciones del Ministerio del Transporte, o por lo menos las de sus beneficiados directos, se encuentra con uno de esos tranvías incomprensibles, y desiste.

—Aquí, en cambio, pudimos asistir ayer a un pequeño escándalo romano — intercalaba él. La señora Cecchi, la del departamento cinco cuerpo A, en el primer piso, estaba conversando con una vecina, de balcón a balcón; en cierto momento se abre la ventana contigua, se asoma el hijo de la señora Cecchi, ese chico que algunos llaman Gianni cuando en realidad se llama Alberto; exclama: «Soy el Sputnik», se precipita al patio y se tuerce un tobillo. La madre baja la escalera aullando como una hiena caída en un estanque, y al pasar casi me vuelca la cafetera. Detrás de ella aparecen unas veinte o treinta mujeres arrancándose los cabellos, seis gatos flacos que se creen que alguien les ha arrojado comida, un joven siciliano que a veces viene a cantar con un acordeón para ver si también a él le tiran algo, aunque después de lo ocurrido nadie le tiró nada y el chico que acababa de caer no le servía o no se lo podía llevar, y varios grupos irónicos de esos muchachos que simulan reparar motocicletas, camas y colchones en los tallercitos del fondo y que en realidad se reducen a pagar las consecuencias de no haberse efectuado alguna especie por lo menos de mutilación ritual al llegar a la pubertad.

—Comprendo —le decía yo, sin mala intención, como constatando sencillamente un hecho—, comprendo que en esas circunstancias sus meditaciones se vuelvan poco a poco cada vez más superficiales.

—Cosas de gente pobre —decía él—, o en todo caso de gente que nació pobre. En cambio la marquesa Terandi, la del departamento uno, cuerpo A, es sobrina de un santo; se pasa el día escribiendo poesías y mantiene a sueldo a un poeta francés para que se las traduzca, porque no le gusta su lengua nativa. Pero este señor en vez de traducirlas escribe otras poesías sobre el mismo tema; según afirma, no sé si equivocadamente porque no conozco idiomas, el más delicado verso italiano suena ridículo en francés. Sea como sea, una vez por semana la marquesa lo obliga a vestirse de antiguo romano y lo exhibe ante sus amigas a la hora del té, haciéndole recitar con una lira criselefantina heredada del cardenal Aldobrandini esas poesías que ni siquiera son de ella. Muchos ven con malos ojos semejante colaboración, salvo la crítica vaticana que todo lo perdona cuando la intención es buena.

Ya que hablábamos de disfraces y poesía recitada, no podía dejar de contarle mis últimas experiencias en ese sentido:

—Anoche, después de comer, asistí a la adjudicación pública del premio literario que le mencioné por la tarde. Interesante ceremonia; los electores visten todos alguna prenda verde para reconocerse entre sí, ya que sólo ellos gozan, entre otros privilegios, del derecho de bailar entre las cariátides del jardín de la antigua villa; a los demás concurrentes se les permite en cambio visitar gratis el museo contiguo, especialmente iluminado para la ocasión con antorchas y lamparitas de minero que crean un ambiente de galería subterránea. Para poder votar hay que ser amigo de todos los concurrentes, probar que no se tiene motivo de enemistad con ninguno de ellos, y jurar que en el curso del año no se ha leído ningún otro libro, fuera de los presentados al concurso; como demostración de que los han leído todos, los electores representan previamente, de memoria, las escenas más interesantes. Después del escrutinio todos los asistentes recitaron poesías picarescas improvisadas, para expresar su disgusto por el resultado del concurso, como se hacía antiguamente después de la elección de un papa.

—El domingo pasado estuve en el mercado de Porta Pórtese —decía el portero—, y me detuve un momento a observar a los vendedores. Sus costumbres, sus actitudes son peculiares. Mientras charlan o discuten entre ellos, se pasean con fingida distracción entre los objetos que se exhiben para la venta sobre una alfombrita o una lona, y los arruinan. A escondidas, en carpas especiales según me han dicho, cometen profanaciones inexplicables con sus catálogos de sellos de correo, sus lámparas, sus tinteros y sus vírgenes.

—El otro día —lo interrumpía yo— me llevaron a uno de esos cines donde se prostituyen los adolescentes. En un momento dado, como había pocos clientes, los chicos entablaron entre ellos una guerra general de escupidas. Bajo esa pérgola de escupidas parabólicas que se cruzaban entre sí como los surtidores de Villa d'Este, y que al atravesar los rayos del proyector parecían de metal fundido, los demás espectadores se vieron poco a poco obligados a evacuar un tercio de las plateas. Nadie protestó, porque después de todo era un juego de Cupidos y no en vano el cine se llama «Versailles».

—Hace poco —me interrumpía él—, la hija de la señora paralítica del doce, cuerpo A, volvió de la calle llorando como una desesperada, entró en su casa sin saludar y se encerró en la cocina. «Anna, ¿qué haces en la cocina?», le preguntaba la anciana desde su sillón. «Abro el gas para suicidarme», le contestaba llorando Anna. Como no podía moverse, la madre llamaba a los vecinos, con gritos de auxilio y socorro; pero nadie la oía, porque cada familia tiene sus problemas, además de la radio encendida a todo volumen, y por otra parte son tantos los que de vez en cuando piden auxilio sin merecerlo. Finalmente la oyeron; pero no se podía entrar, porque nadie tenía la llave del departamento. Cuando por fin consiguieron abrir, en vez de devolverle la hija se la llevaron en una ambulancia, como una especie de trofeo en pago del trabajo de haber forzado la cerradura; en pocos minutos el departamento, restituido al dominio público, se llenó de mujeres y a la salida del trabajo también de hombres. Ya que no podía hacer otra cosa para atenderlos, la señora paralítica se puso a cantar una vieja canción abruzzesa que habla justamente de un suicida, con gran sentimiento y melancolía.

A intervalos, como flores que brotaran de pronto en medio del matorral de los silbidos, se elevaban desde los patios y los balcones voces que clamaban «¡Agua!» y que ningún funcionario del Gobierno ni representante del Condominio atendía.

—Una vez —decía yo, sin intención de reproche porque el portero después de todo no tenía la culpa—, vi por la puerta entreabierta del baño al dueño de la casa donde vivo que se lavaba los pies; había colocado un balde en medio del agua que llenaba la bañera, y se lavaba con un pie dentro del balde y el otro sobre el piso, para no contaminar con su propia suciedad al agua limpia almacenada para la tarde, cuando cesa el suministro. De ese modo, introduciendo el detalle pintoresco en la vida cotidiana, el romano se evita tener que dar largos viajes por el mundo en busca de emociones y costumbres exóticas.

—El hijo menor de la señora Bertucci —me explicaba el hombre mientras se servía su eterna taza de café—, la del departamento siete, cuerpo B, tendrá unos cuarenta años, y usa siempre corbatas de moño; basta verlo para colegir su amor al vuelo. Cuando entra en las piezas no parece provenir del piso contiguo, sino de una mesa, o en el mejor de los casos de un banco. Como quien juega al avión, abre los brazos para caminar, rozando con la punta de los dedos la superficie de los muebles. A veces zumba. Se sienta, tenso, sobre el borde de la silla, dispuesto a obedecer cualquier llamado repentino que le venga del aire. La señora Bertucci, desde una vez que lo vio volar sobre un techo peligroso, no abre más la ventana, ¿ve, es aquella que está siempre cerrada en el segundo piso? —y me la señalaba—, ni siquiera la abre en agosto cuando hace tanto calor. También ella es una mujer rica, y usa perfumes excéntricos, con olor a comida; quién sabe dónde los consigue. Baja las escaleras como una ráfaga de cordero al horno o de pescado hervido.

—Ayer volvía con dos amigos por la Via Appia Antigua —le decía yo, siempre afecto a la nota lírico-descriptiva— entre ruinas de ruinas al atardecer; del otro lado de un portón, vimos a un muchacho escondido que observaba con atención a una pareja también escondida dentro de un sepulcro; cuando vio que lo habíamos visto se escapó rápidamente en una bicicleta.

El portero me interrumpía con un ademán, para citar un dístico en inglés que seguramente había aprendido de algún negro spiritual de moda:

—The tomb is a quiet and prívate place,

But none I think do there embrace.

—Más tarde, ya casi de noche —proseguía yo, sin hacerle caso—, volvimos a verlo, recortado sobre el cielo morado, trepando agazapado por un terraplén detrás de unas ruinas altas, persiguiendo otro par de sombras. Mis amigos me explicaron que era un cazador de amantes; de estos cazadores ya quedan pocos, al parecer han sido diezmados por las enfermedades del crepúsculo. El muchacho espiaba los sepulcros, y yo lo espiaba a él, sin saber quién, seguramente, estaría espiándome a mí. Me sentía tan cansado de todo que ya ni conversaba con mis amigos, y los dejaba adelantarse, el más alto con un brazo sobre los hombros del más bajo, melancólicos y oscuros bajo el aire lila denso de murciélagos.

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