Read El caos Online

Authors: Juan Rodolfo Wilcock

Tags: #cuento,fantástico,literatura argentina

El caos (11 page)

Mientras tanto el Comisionado y el ex Secretario se habían sumido en una discusión cuyos violentos ademanes contrastaban con la suavidad de las voces, casi imperceptibles; al parecer discutían los méritos relativos de dos espadas iguales, pero de vez en cuando observaban a Trenti de reojo, como dando a entender que sólo él estaba en condiciones de pronunciar la palabra definitiva, de colocarse como un árbitro entre las dos armas y con un gesto patriarcal (que por el momento le parecía imposible, sin embargo, tan fuerte era la pereza que lo invadía) decir: ésta, sin lugar a dudas, es la mejor.

El hindú se encontraba ahora junto a la ventana, comentando con el pirata el baile popular que acababa de iniciarse en la plaza. En efecto, a lo lejos se oían los altoparlantes que propalaban uno música vienesa y el otro música cubana, superpuestas sin mayor discriminación. Cuando Trenti quiso acercarse a la ventana para oír mejor la música, comprobó que no podía moverse sin grandes esfuerzos y mucho menos levantarse de la silla. La inyección le había calmado el dolor de muelas, pero lo había dejado exánime.

No obstante, experimentaba en todo el cuerpo una euforia peculiar, como un alegre millón de alfileres o burbujas de soda, que lo incitaba a observar complacido todo lo que ocurría en el vasto despacho; le encantaba en especial el Comisionado, que en esos momentos, con el paraguas en una mano y el sable en la otra, simulaba atravesar de una estocada el vientre del ex Secretario. Este se acercó a Trenti, le tomó el pulso con aire reflexivo y agitó por segunda vez la campanilla del patibulito, mientras el Comisionado, cada vez de mejor humor, bailaba la rumba-vals de los altoparlantes, rodeando con el brazo derecho la cintura de una compañera imaginaria. Un perrito pekinés que hasta ese momento había vigilado desde un escabel las idas y venidas de los circunstantes, se echó de pronto a ladrar espasmódicamente, bajó de su escabel y trató de morder el paraguas del Comisionado; éste a su vez lo amenazó en broma con el sable, mientras el pirata y un representante de la policía montada se llevaban del despacho a Trenti, que apenas podía caminar, pero no por eso dejaba de sonreír agradecido, balbuceando una despedida cordial. Tal vez por efecto de la inyección, se sentía como inundado por una especie de oleada cálida de afecto hacia el frivolo y despreocupado Comisionado.

Lo ayudaron a subir a un camioncito decrépito. Un cartel sobre el parabrisas declaraba aún su nombre y destino cotidianos: «La Estrella Doble. Venta de Antracita y de Coke»; pero el resto del camión había sido lujosamente adornado y embellecido para la ocasión, mediante listas diagonales alternativamente verdes y blancas. De un palo plantado sobre el techo de la cabina descendían radialmente hacia la periferia del vehículo incontables guirnaldas temblorosas de flores de papel coloradas y amarillas. Bajo esta pérgola sucia colocaron a Trenti, sentado en una sillita de paja, de espaldas al motor; delante de él se ubicaron a continuación el agente de policía montada y el pirata, sobre sendos cajones de cerveza. Una enfermera samaritana manejaba el camión.

Así se inició el desfile de Trenti. Casi instantáneamente llegaron a la avenida principal de Colquetá, por la cual avanzaban dos hileras de vehículos, en direcciones opuestas, sobre una capa de serpentinas que se enrollaban en los ejes y formaban gruesos apéndices de colores en el centro de las ruedas. Había sulkys y jardineras, volantas, coches de plaza y automóviles; los caballos ostentaban penachos en la cabeza y adornos florifrutales en el lomo y la cola. La presencia conciliadora de una carreta de bueyes obligaba a la caravana a desplazarse con benévola lentitud.

Apenas se agregó el camión a la fila de coches, pasó a constituir el centro de la atención general. Era lo que todos aguardaban (con esa ansiedad que no excluye sin embargo la posibilidad de una decepción) para sentirse vinculados entre sí, como a veces ocurre con los componentes de una multitud limitada, cuando a pesar de conocerse hasta el aburrimiento logran establecer de pronto, en una hora de entusiasmo, nuevas relaciones que derogan las cotidianas.

En un momento Trenti, el camión y sus acompañantes quedaron triunfalmente cubiertos de serpentinas y papel picado. Las criaturas preferían lanzarles, con sus revólveres de goma, chorros de agua sucia recogida en las alcantarillas; una mujer soltera de edad algo avanzada y expresión pétrea arrojó un clavel rojo que dio en el blanco, es decir en el regazo ya multicolor del Prosecretario. Éste sonreía sin cesar, dichoso por primera vez en su vida anónima, mientras su mente erraba como quien recoge asfódelos por una pradera de beatitud neumática, quizá por efecto de esa inyección.

El policía-pirata, entusiasmado y agitado, lamentaba no poder asomarse a los dos lados del camión a la vez, para responder, con alegres insultos y referencias a la vida privada de sus compueblerinos, al homenaje popular que también él compartía y apreciaba; en cambio el guardia de la montada, que se había visto obligado por el calor a desprenderse la chaqueta, se reducía a extraerse con monotonía de metrónomo el papel picado que se le introducía entre la camiseta y la piel. En voz baja, la samaritana gruñía malas palabras, y a intervalos espaciados, cuando nadie se lo esperaba, gritaba como un trueno: ¡Viva Perón!

Al llegar al extremo de la avenida los carruajes rodeaban la plaza y regresaban, entre un estruendo de pitos y matracas que confortaba los corazones y despavoría los caballos. Pero a las diez de la noche los altoparlantes anunciaron que el corso había terminado y que por lo tanto los coches debían retirarse de la calzada para que el Representante de la Oposición pudiera recorrerla por última vez gloriosamente solo. En medio del entusiasmo casi histérico de los concurrentes, Trenti, incapaz de todo movimiento, desfiló sonriendo, sentado en su camión como un faraón egipcio, bajo una lluvia de flores de papel y otros proyectiles afectuosos, a lo largo de los balcones, los palcos y los cordones de espectadores radiosos que entrelazando las manos cantaban con inocente fervor «Los Muchachos Peronistas». Algunas mujeres se arrodillaban y rezaban golpeándose el pecho con mirada extática, y una niña disfrazada de patito atravesó corriendo la avenida para entregar a la samaritana un ramo de azucenas. La enfermera le espetó una palabra espantosa, agregando entre dientes algo incomprensible que terminaba en Evita.

A medida que Trenti se iba acercando a la plaza principal, la multitud abandonaba sus puestos de observación y se sumaba al séquito del camión, formando una ancha procesión jocosa que avanzaba a saltos a los costados y aun delante del vehículo, aunque los más favorecidos eran los que iban detrás prodigando encomios a los organizadores del espectáculo, que entre otros aciertos habían sabido elegir una víctima propiciatoria capaz de iluminarles el alma hasta en sus rincones más recónditos con la mera felicidad de su sonrisa. Cuando el camión llegó a la plaza, una banda militar lo recibió con una marcha, y la fachada gótica de la Municipalidad se encendió toda de bombitas celestes y rosadas que formaban el escudo provincial con zonas parciales de oscuridad porque la mitad de las bombitas estaban rotas o quemadas o habían sido transportadas por el diputado Mariano Moreno Jalam al jardín de su nueva residencia, con motivo justamente de los carnavales.

Dos conocidos mellizos de Colquetá, vestidos de diablos, ayudaron al pirata y al guardia de la policía montada (aferrado ahora a una tajada de sandía que una cuñada suya le había ofertado al pasar) en la tarea de hacer bajar al Prosecretario entumecido del camión, entre vítores y protestas de las personas bajas que no conseguían ver lo que ocurría sobre todo porque los padres alzaban a sus criaturas sobre los hombros, obliterando el campo visual de los rezagados. A pesar de la apatía muscular que todavía lo paralizaba, Trenti comprobó que ahora podía caminar, siempre que lo sostuvieran ligeramente los diablos; con la confusión nadie advertía que era rengo, ni tampoco que no era plenamente dueño de sus movimientos. En consecuencia casi todos comentaban, favorable aunque diversamente, su serenidad, si bien algunos, que hubieran deseado verlo debatirse e insultar a los mellizos (sepulturero y guardián del cementerio local respectivamente), se sentían un poco decepcionados.

En ese momento empezó a llover y los espectadores mejor disfrazados se retiraron en tumulto hacia las arcadas que circundaban la plaza, en posesión de la cual quedaron únicamente los seis o siete fantasmas y romanos que sólo vestían sábanas, y un marciano; aunque después de unos minutos de lluvia el marciano se vio obligado a quitarse el casco que al parecer le permitía soportar la presión inusitada de la atmósfera terrestre, para refugiarse también él bajo la arcada, apostrofando a un amigo suyo Superman que allí lo esperaba muerto de risa:

—¡Yo te había dicho, desgraciado, que si se mojaba el casco espacial se descolaba!

Los mellizos, sin parar mientes en la lluvia, conducían mientras tanto a un Trenti ya empapado y levemente preocupado por la deserción de su público hasta la plataforma de cemento imitación mármol que se extiende frente a la estatua de la Constitución Justicialista, personificada por la vieja Victoria de Samotracia de yeso del Colegio Nacional a la que habían agregado recientemente un brazo de mezcla y alambres para que pudiera sostener en la mano el rollo de papeles que justamente debía simbolizar la nueva Constitución.

Sobre esta plataforma se alzaba la pira oficial, o sea un palo alto que emergía de un montón de leña. El palo servía también de mástil para la ocasión, y de él colgaba en esos momentos, como un trapo mojado, la bandera que no ha sido atada todavía al carro triunfal de ningún vencedor de la tierra.

Uno de los diablos se corrió hasta la arcada y allí obtuvo de algún admirador un paraguas para proteger de la lluvia a Trenti; éste lo aceptó, se sentó sobre unas maderas de la pila, y se dispuso a esperar pacientemente que comenzara la ceremonia diferida.

Por suerte no tuvo que esperar demasiado. Poco después cesó la precipitación; los espectadores repoblaron rápidamente la plaza, la banda militar prorrumpió en la ejecución de la marcha «Escudo Peronista», que tantas lágrimas hizo asomar en tantos ojos, y la Comisión Directiva del Comité de Festejos Carnavalescos de la Nueva Argentina se alineó a un costado del monumento. Trenti observó con halago que entre sus miembros figuraban el ex Secretario de su Partido, la señora de Souza y el venerable señor Souza, prestigiado por el único sombrero de copa de la asamblea y por las atenciones especiales del Comisionado. En cambio no se veía en ninguna parte al Comisario de Policía; probablemente sus obligaciones no le daban un minuto de reposo.

Una compañía de boy-scouts tomados de la mano formaban en torno de la pira oficial un cordón humano que bajo la presión de la multitud afanosa se cortaba continuamente, dejando pasar grupitos de entusiastas que luego quedaban aislados en el interior del círculo vacío y para disimular su timidez se ponían a saludar a sus conocidos y los llamaban para que vinieran a hacerles compañía.

Después de cerrar laboriosamente el paraguas y devolverlo, Trenti subió a la pira ayudado por los diablos que le aconsejaban pronunciar una oración o discurso de circunstancias, mientras requerían silencio al auditorio.

—¡Que hable, que hable! —gritaban a compás los espectadores.

—Querido público —se decidió por fin a decir el sacrificado, recobrando, quizá por influjo de la emoción, el uso perdido de la palabra—, agradezco conmovido esta manifestación de afecto a mi entender inmerecida, y antes de rematar la fiesta quisiera confesarles que éste ha sido el día más feliz de mi vida, y que nunca sentí como en este momento el lazo indisoluble que me une a mis conciudadanos, ya sean de mi pueblo o de cualquier otro pueblo o ciudad de esta vasta tierra bendita y bienamada que me dio el ser…

Las lágrimas le impidieron proseguir. Rápidamente, para cubrir su confusión, los mellizos lo ataron al palo con la soga suministrada por un boy-scout magnánimo que sin pensarlo dos veces ofrendaba al holocausto de la hoguera patriótica lo que después de todo constituye el adminículo fundamental de su equipo. A continuación trataron de encender la pira, pero la madera estaba tan mojada por la lluvia que el empeño fracasó repetidas veces. Entonces la samaritana, con expresión hierática, coronada por una aureola casi tangible de improperios musitados entre dientes, bajó del camión una lata de nafta que solucionó magníficamente la dificultad, ante la ovación cerrada de la multitud. De Trenti se oyó apenas un último alarido crepitante, coreado por los diablos.

Hundimiento

I

En parte nadando de frente y en parte flotando de costado entre palmeras húmedas y heléchos que el vaivén de las olas arrastra por la playa como el pelo de una mujer que se enjuaga la cabeza en un torrente, Ulf Martin llega a la costa. Se sienta al sol en un lugar más o menos seco, y se queda contemplando, hasta verlo desaparecer recortado en tres estratos de espejismo, el barco roto, su inútil
Mutumaru
.

La marea sube; mientras tanto el sol le seca la camisa, los pantalones y las partes más expuestas del cinturón de cuero. En ese paisaje insólito de vegetales que crecen tanto en la costa como dentro del mar, descansa un rato antes de internarse en la isla con la vaga intención de encontrar un hotel o un bar donde se pueda hablar por teléfono o averiguar cómo se vuelve a Sydney. En medio de la espuma indiferente de las olas que rompen sobre la playa, se yerguen las palmeras derribadas que aún conservan su cepillo circular de raíces en una punta y su manojo de palmas en la otra; entre los cocos dispersos flota una especie de faisán podrido. ¡Qué isla rara!, piensa Ulf.

La tormenta de anoche habrá sido realmente violenta, piensa, o tal vez se trate de una variedad de palmera que puede vivir en el agua salada, como las algas. Recuerda que el padre de Violet, la vez que intentó venderle una raqueta de mujer con mango de plomo asegurándole que era un invento norteamericano, le habló de un lugar del norte donde la vegetación era tan abundante que los árboles se desarraigaban entre sí por falta de lugar y en ciertas épocas atacaban a los colonos levantándoles la cama cuando dormían, volcándoles la mesa cuando comían y a veces obligándoles a escaparse por las ramas más altas para no morir atrapados entre los troncos. Violet, murmuran sus labios.

Como en otras ocasiones, para distraerse, hace la prueba de recordar los nombres de todos los sobrinos y tíos de Violet. Tan lejos de Sydney, Ulf Martin se siente perdido; sin saber qué hacer, inscribe con un cortaplumas la inicial de su novia en el tronco de una palmera, y a continuación se adentra en la maraña. Observa que hasta donde llega la marea el suelo es un conglomerado calcáreo; más arriba predomina un polvo fino, sin rastros de sílice ni de arcilla; tal vez sea polvo de coral, piensa Ulf, con un porcentaje infinitesimal de esqueleto molido de persona ahogada trágicamente, con cuyos huesos se hacen los corales, como dice Shakespeare.

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