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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y juvenil

El caldero mágico (14 page)

BOOK: El caldero mágico
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—Oh, puedes estar seguro de que amamos muchísimo a la dulce criaturita —dijo Orddu.

—Entonces, os suplico que nos ayudéis a cumplir sus deseos y los de Gwydion, Príncipe de Don —continuó diciendo Taran.

Les explicó lo que había ocurrido en el consejo, lo que habían descubierto después en la Puerta Oscura y lo que les dijo Gwystyl. Les habló de cuan apremiante era llevar el caldero a Caer Dallben y finalmente les preguntó también si habían visto a Ellidyr.

Orddu sacudió la cabeza.

—¿Un hijo de Pen-Llarcau? No, patito mío; no hemos visto a tal persona en este lugar. Si hubiera cruzado los pantanos le habríamos visto, sin duda alguna.

—Oh, desde lo alto de la colina tenemos una vista preciosa de las ciénagas— le interrumpió Orwen, con tal entusiasmo y agitación que su collar tintineó ruidosamente—. Tenéis que subir para disfrutar de ella. Naturalmente, podéis quedaros aquí el tiempo que os plazca —añadió a toda prisa—. Ahora que el pequeño Dallben se ha ido y ha logrado encontrar una barba, este lugar no es ni la mitad de alegre que antes. No os convertiremos en sapos, a menos que insistáis.

—Quedaos, claro que sí —graznó Orgoch con una mueca espantosa.

—Nuestra misión es recobrar el caldero —insistió Taran, prefiriendo fingir que no había oído las palabras de Orgoch—. . Por lo que nos dijo Gwystyl…

—Corderito, antes nos dijiste que había sido su cuervo —le interrumpió Orddu —. No debes creer todo lo que te cuente un cuervo.

—Doli del Pueblo Rubio le creyó —dijo Taran— ¿Afirmáis ahora que el caldero no está en vuestras manos? Os pido que contestéis a mi pregunta como si la hubiera hecho el mismísimo Dallben.

—¿Un caldero? —exclamó Orddu—. ¡Pero si tenemos docenas! Calderos, marmitas, ollas…, a veces es difícil saber dónde se encuentran, de tantos como hay.

—Hablo del caldero de Annuvin —dijo con firmeza Taran—, el caldero de Arawn y sus guerreros que no mueren.

—Oh —dijo Orddu, riendo alegremente—, debes referirte al Crochan Negro.

—No conozco su nombre —dijo Taran—, pero quizá sea el que buscamos.

—¿Estás seguro de no preferir alguno de los otros? —le preguntó Orwen—. Son mucho más atractivos que ese viejo trasto, y bastante más prácticos. ¿Qué utilidad se le puede encontrar a un Nacido del Caldero? Son un estorbo y nada más. Podemos darte una marmita con la que harás unas pociones narcóticas maravillosas, y hay otra con la que puedes rociar los narcisos y quitarles ese feo color amarillo que tienen.

—El que nos preocupa es el Crochan Negro —insistió Taran, decidiendo que ése debía ser realmente el nombre del caldero de Arawn—. ¿Por qué no me decís la verdad? ¿Está aquí el caldero?

—Por supuesto que está aquí —dijo Orddu—. ¿Por qué no iba a estar, si era nuestro desde el principio? ¡Y siempre lo ha sido!

—¿Vuestro? —exclamó Taran—. Entonces, ¿Arawn os lo robó?

—¿Robar? —le contestó Orddu—. No, al menos no exactamente. No podría decirse que nos lo robara…

—Pero es imposible que se lo dierais —chilló Eilonwy—. ¡No, sabiendo para qué iba a usarlo!

—Incluso Arawn tiene derecho a que se le dé una oportunidad —dijo Orddu con ademán tolerante—. Algún día entenderéis la razón. Hay un destino para todo, tanto para los enormes y feos Crochans como para los pobres patitos…; incluso para nosotras hay un destino fijado de antemano. Por otra parte, Arawn pagó muy caro poder usarlo… Sí, muy caro lo pagó, de eso podéis estar bien seguros. Los detalles, patita mía, son de naturaleza privada y no deben preocuparos. En cualquier caso, el Crochan no iba a ser suyo para siempre, claro que no…

—Arawn juró devolverlo pasado un tiempo —dijo Orwen—. Pero cuando llegó el momento de hacerlo, rompió el juramento, como era de esperar.

—Lo cual fue una estupidez —murmuró Orgoch.

—Y dado que no pensaba devolverlo —dijo Orddu—, ¿qué otra cosa podíamos hacer? Fuimos y lo cogimos.

—¡Gran Belin! —gritó el bardo—. Señoras, ¿pretendéis decirme que las tres os aventurasteis en el corazón de Annuvin y os llevasteis el caldero? ¿Cómo fue posible?

Orddu sonrió.

—Oh, hay muchos modos de hacer las cosas, mi curioso gorrión. Podríamos haber inundado Annuvin de tinieblas y el caldero habría salido flotando de ahí. Podríamos haber hecho que todos los centinelas se durmieran. O podríamos habernos convertido en…, bueno, no importa…, digamos que podíamos usar una amplia variedad de métodos. En cualquier caso, el caldero está nuevamente aquí.

»Y —añadió la bruja— aquí va a quedarse. No, no —dijo, alzando la mano al ver que Taran pretendía decir algo—, ya veo que te gustaría tenerlo, pero eso está fuera de discusión. Es demasiado peligroso para estar en manos de unos polluelos vagabundos como vosotros. Caramba, pero si ni podríamos dormir de lo preocupadas que estaríamos… No, no, ni siquiera en nombre del pequeño Dallben.

»De hecho —siguió diciendo Orddu —, estaríais mucho más seguros siendo sapos si os enredáis con el Crochan Negro. —Sacudió la cabeza—. Mejor aún, podríamos convertiros en pájaros y así volveríais volando a Caer Dallben en seguida.

»No, no —dijo, levantándose de la mesa y poniendo la mano en el hombro de Taran—. Patitos, debéis marcharos en seguida y no pensar nunca más en el Crochan. Decid al querido Dallben y al príncipe Gwydion que lo sentimos enormemente, y que si hay alguna otra cosa que esté en nuestras manos hacer… Pero eso no. Oh, no, ni hablar.

Taran se dispuso a protestar, pero Orddu le silenció con un gesto y le condujo a toda velocidad hacia la puerta, mientras las otras dos brujas empujaban presurosas a sus compañeros para que le siguieran.

—Podéis dormir esta noche en el establo, gallinitas mías —les dijo Orddu —. Y por la mañana, lo primero que debéis hacer es partir en busca del pequeño Dallben. Mientras tanto, será mejor que decidáis cómo preferís el viaje: con vuestras piernas, o… —añadió, esta vez sin sonreír— con un bonito par de alas.

—O dando saltos —murmuró Orgoch.

13. El plan

La puerta se cerró ruidosamente detrás de ellos, y una vez más los compañeros se encontraron fuera de la cabaña.

—¡Bueno, eso sí que me ha gustado! —exclamó Eilonwy, indignada—. Después de tanto hablar sobre nuestro querido Dallben y de lo encantador que era nuestro pequeño Dallben…, ¡nos han echado!

—Si quieres saber mi opinión, prefiero que nos hayan echado a que nos hayan transformado —dijo el bardo—. A un Fflam siempre le gustan los animales, ¡pero no consigo convencerme de que pudiera acabar gustándome ser convertido en uno de ellos!

—¡No, oh, no! —gritó fervorosamente Gurgi—. También Gurgi quiere seguir siendo como es ahora…, ¡osado e inteligente!

Taran se volvió hacia la cabaña y empezó a golpear la puerta.

—¡Debéis escucharnos! —pidió—. Ni siquiera os habéis tomado el tiempo suficiente para pensarlo.

Pero la puerta no se abrió, y aunque luego fue hasta la ventana y estuvo largo tiempo llamando a ella, las tres brujas no volvieron a dar señales de vida.

—Me temo que ahí tienes tu respuesta —dijo Fflewddur—. Han dicho ya todo lo que pensaban…, y quizá sea mejor así. Además, tengo la incómoda e inquietante sensación de que todos esos gritos y golpes en la puerta…, bueno, nunca se sabe lo sensibles que pueden ser esas…, esto, esas damas a los ruidos.

—No podemos irnos así como así —replicó Taran—. El caldero está en sus manos y, sean amigas de Dallben o no, es imposible saber lo que harán con él. Me dan miedo y no les tengo confianza. Ya habéis oído lo que hablaba ésa que se llama Orgoch. Sí, puedo imaginarme muy bien lo que habría hecho con Dallben.

—Agitó la cabeza con expresión grave—. Gwydion ya nos lo advirtió. Quien tenga el caldero puede acabar convirtiéndose en una amenaza mortal para Prydain cuando lo desee…

—Al menos no lo ha encontrado Ellidyr —dijo Eilonwy—, podemos dar gracias de ello.

—Si queréis el consejo de quien, después de todo, es el más viejo de los aquí presentes —dijo el bardo—, creo que deberíamos marcharnos a toda prisa y dejar que Dallben y Gwydion se cuidaran del asunto. Después de todo, Dallben debe saber mejor cómo tratar a esas tres…

—No —contestó Taran—, eso no servirá: perderíamos varios días preciosos en el viaje. Los Cazadores no consiguieron recuperar el caldero; sin embargo, ¿quién sabe en qué consistirá la próxima intentona de Arawn? No, correr el riesgo de que se quede aquí es imposible.

—Por una vez estoy de acuerdo —declaró Eilonwy—. Hemos llegado ya muy lejos y debernos continuar hasta el final. Tampoco yo me fío de esas brujas. ¿Así que ellas no podrían dormir si tuviéramos el caldero? ¡Pues yo ciertamente tendré pesadillas, sabiendo que está en sus manos! ¡Y eso sin hablar de Arawn! Creo que nadie, sea humano o no, debería tener tal poder. —Se estremeció—. ¡Uf! ¡Ya vuelvo a sentir las hormigas por mi espalda!

—Sí, bueno, eso es cierto —empezó a decir Fflewddur—. Pero los hechos siguen siendo que ellas tienen esa maldita olla y nosotros no. Ellas están ahí dentro y nosotros aquí fuera y, al parecer, así es como van a seguir las cosas.

Taran se quedó callado y pensativo durante unos momentos.

—Cuando Arawn no quiso devolverles el caldero —dijo por fin—, fueron y lo cogieron. Ahora, dado que no piensan entregárnoslo, sólo veo un camino: ¡tendremos que cogerlo nosotros!

—¿Robarlo? —chilló el bardo.

Su expresión preocupada se desvaneció en un segundo, y en sus ojos empezó a brillar una chispa.

—Quiero decir —añadió, bajando la voz hasta convertirla en un murmullo—, ¿robarlo? Vaya, eso es una idea —prosiguió lleno de entusiasmo—, jamás se me habría ocurrido. Sí, sí, ése es el camino. ¡Pero debemos hacerlo de un modo elegante y hábil!

—Hay una dificultad —dijo Eilonwy—. No sabemos dónde han escondido el caldero y, evidentemente, no piensan dejarnos entrar para que lo descubramos.

Taran frunció el ceño.

—Ojalá Doli estuviera aquí; entonces no tendríamos ningún problema. No lo sé…, debe existir algún modo. Nos dijeron que podíamos pasar aquí la noche — prosiguió—, y eso nos da tiempo desde ahora hasta el amanecer. Venga, no podemos quedarnos aquí delante de su cabaña, o acabarán sabiendo que planeamos algo. Orddu mencionó el establo.

Los compañeros llevaron sus caballos al otro lado de la colina, donde se levantaba un pequeño cobertizo en bastante mal estado que parecía a punto de hacerse pedazos en el barro. Su aspecto era lúgubre y poco acogedor; el viento otoñal silbaba por entre las grietas de las paredes. El bardo golpeó el suelo con los pies y empezó a frotarse los brazos.

—Un sitio bastante gélido para hacer planes —señaló—. Puede que esas brujas tengan una vista excelente de los pantanos, pero al parecer es bastante fría.

—Ojalá tuviéramos algo de paja —dijo Eilonwy—, o cualquier otra cosa para mantenernos calientes. Nos quedaremos helados antes de que podamos pensar en nada.

—Gurgi encontrará paja —sugirió Gurgi, y salió disparado hacia el gallinero. Taran empezó a caminar de un lado a otro.

—Tendremos que entrar en la cabaña apenas se hayan dormido. —Sacudió la cabeza y acarició el broche que llevaba al cuello—. Pero, ¿cómo? El broche de Adaon no me ha dado ninguna idea al respecto. Los sueños que tuve sobre el caldero carecen de significado para mí. Si al menos pudiera entenderlos…

—Supón que te fueras a dormir ahora mismo —dijo Fflewddur para ayudarle—, y que intentaras dormir lo más de prisa posible… Bueno, quiero decir lo más profundamente posible. Podrías encontrar la respuesta.

—No estoy seguro —replicó Taran—, no funciona exactamente de ese modo.

—Comparado con hacer un agujero a través de la colina —dijo el bardo —, eso debería ser mucho más fácil. Es lo que pensaba sugerirte a continuación, pero…

—Podríamos tapar su chimenea y hacerlas salir con el humo —dijo Eilonwy—. Entonces uno de nosotros podría entrar en la cabaña sin ser visto. No —añadió—, pensándolo mejor, temo que fuera lo que fuese lo que pudiéramos meter en su chimenea, se les ocurriría algo peor para sacarlo de ahí. Por otra parte, no tienen chimenea, así que deberemos olvidar esa idea.

Mientras tanto, Gurgi había vuelto con un enorme montón de paja que había cogido del gallinero y sus compañeros, agradecidos, empezaron a cubrir con ella el suelo arcilloso. Mientras Gurgi iba a buscar más paja, Taran contempló con aire dubitativo la que habían puesto en el suelo.

—Supongo que podría intentar soñar algo —dijo, sin demasiadas esperanzas—. La verdad es que no tengo ninguna idea mejor.

—Podemos hacerte una cama lo más cómoda posible —dijo Fflewddur—, y mientras tú sueñas podemos ir pensando también. Así, cada uno de nosotros estará trabajando a su modo. No me importa decirte que me encantaría tener el broche de Adaon —añadió—. ¿Dormir? No haría falta que me lo pidieran dos veces, porque me caigo de cansancio.

Taran, aún no muy seguro, se estaba preparando para acostarse en la paja cuando apareció otra vez Gurgi, con los ojos desorbitados y temblando. El pobre ser se encontraba tan trastornado que sólo lograba hacer muecas y emitir jadeos. Taran se incorporó de un salto.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Gurgi les hizo gestos para que le acompañaran hasta el gallinero, y todos se apresuraron a seguirle. El inquieto Gurgi les llevó hasta la pequeña construcción de ramajes cubiertos con lechada y luego retrocedió, aterrado, señalando hacia una esquina. Allí, entre la paja, se encontraba el caldero.

Era rechoncho y negro y tendría la altura de un niño. Su fea boca era lo bastante ancha como para engullir un cuerpo humano; los bordes estaban sucios y medio agrietados. El fondo del caldero estaba manchado de hollín y había en él estrías de un color marrón oscuro que Taran sabía muy bien que no se debían a la herrumbre. Su mango, largo y grueso, estaba asegurado con una pesada barra de metal, y a cada lado del caldero había una gruesa anilla que parecía el eslabón de una enorme cadena. Aunque estaba hecho de hierro inanimado, el caldero parecía vivo, como retorciendo su forma en un frenesí de maldad más vieja que el hombre. En su boca abierta la gélida brisa gemía, aprisionada, haciendo nacer de sus silenciosas profundidades un murmullo como el de las voces perdidas de las almas muertas que sufren tormento.

—Es el Caldero Negro —dijo Taran.

Su voz se había convertido en un murmullo por el miedo y la sorpresa. Comprendía muy bien el terror de Gurgi, pues le bastaba con ver el caldero para sentir que una mano helada le aferraba el corazón. Se apartó de él, sin atreverse a contemplarlo por más tiempo.

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