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Authors: Lian Hearn

Tags: #Aventura, Fantastico

El brillo de la Luna (35 page)

BOOK: El brillo de la Luna
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—Ahora puedes contestar a mis preguntas —dijo Arai.

Le hablé de los informes sobre la Tribu recogidos por Shigeru y le expliqué que me habían sido entregados en Terayama.

—¿Dónde están ahora? ¿En Maruyama?

—No.

—¿Dónde entonces? ¿No vas a decírmelo?

—No se encuentran en mi posesión, pero sé dónde están. Y tengo en la cabeza casi toda la información.

—De manera que por eso has logrado tantos éxitos —dedujo Arai.

—La Tribu parece ansiosa por asesinarme —tercié yo—. No había muchos miembros de la organización en Maruyama, pero cada uno de ellos representaba una amenaza, por lo que me vi obligado a erradicarlos. Habría preferido utilizarlos a mi favor; sé lo que pueden hacer y lo útiles que pueden llegar a ser.

—¿Me enseñarás los documentos?

—Siempre que nos ayude a ambos a conseguir nuestros objetivos.

Arai permaneció sentado, meditando mis palabras.

—Me enfurecí por el papel que la Tribu jugó el año pasado —explicó—. Yo no sabía que eran tan poderosos. Te llevaron con ellos y se las arreglaron para mantenerte oculto mientras mis hombres rastreaban Yamagata en tu busca. De repente me di cuenta de que eran como la humedad que ataca el suelo de las casas o la carcoma que destroza los cimientos de un edificio gigantesco. También yo quería acabar con ellos, pero era más sensato controlarlos. Por cierto, eso me recuerda otro asunto que quiero comentar contigo. ¿Te acuerdas de Muto Shizuka?

—Claro que sí.

—Probablemente sabes que tuve dos hijos con ella.

Asentí con la cabeza. Conocía sus nombres, Zenko y Taku, y sus edades.

—¿Sabes dónde están? —preguntó Arai.

En su voz se apreciaba un curioso matiz, casi de súplica. Yo lo sabía, pero no pensaba decírselo.

—No exactamente —respondí—. Supongo que podría adivinar por dónde empezar a buscarlos.

—Mi hijo, el nacido en mi matrimonio, murió recientemente —dijo Arai de forma brusca.

—No lo sabía. Lo lamento mucho.

—Fue viruela, pobre criatura. La salud de su madre es delicada y la pérdida la ha afectado mucho.

—Mi más sinceras condolencias.

—He enviado mensajes a Shizuka diciendo que quiero a mis hijos conmigo. Los reconoceré y adoptaré oficialmente; pero no he recibido ninguna noticia de ella.

—Es vuestro derecho como padre —dije yo—, pero la Tribu reclama a los niños con mezcla de sangre que han heredado las dotes propias de la organización.

—¿Qué dotes son ésas? —preguntó Arai con curiosidad—. Sé que Shizuka era una espía magnífica y he oído muchos rumores sobre ti.

—No son nada excepcional —repliqué—. Se suele exagerar al hablar sobre ellas. Se trata más que nada de una cuestión de entrenamiento.

—No estoy seguro —dijo él sin quitarme los ojos de encima.

Resistí la tentación de encontrarme con su mirada. De repente caí en la cuenta de que el vino y la noticia del indulto de mi muerte me habían mareado. Permanecí inmóvil, sin pronunciar palabra, e hice un esfuerzo por recobrar el control.

—Bueno, hablaremos del asunto en otra ocasión. Mi segunda pregunta tiene que ver con tu apresurada retirada a la costa. En todo momento habíamos pensado que regresarías a Maruyama.

Le hablé de mi pacto con Terada, de mis planes para acceder a Hagi por barco y atacar el castillo desde el mar, mientras que enviaba a mi ejército como señuelo ante las fuerzas Otori y las mantenía luchando en tierra. De inmediato, Arai se interesó por el plan de ataque, como yo sabía que haría, y su entusiasmo por iniciar el ataque contra los Otori antes de que Hagi quedara aislada por el invierno aumentó en gran medida.

—¿Podrías conseguir que los Terada se aliaran conmigo? —preguntó Arai con ojos fieros e impacientes.

—Supongo que exigirán algo a cambio.

—Averigua de qué se trata. ¿Cuánto puedes tardar en alcanzarlos?

—Si no cambia el tiempo, puedo hacerles llegar un mensaje en menos de un día.

—Te estoy otorgando mucha confianza, Otori. No me defraudes.

Arai me habló con la arrogancia de un señor supremo, pero ambos sabíamos que en nuestra transacción yo ostentaba un poder considerable. Hice otra reverencia y, al incorporarme, le dije:

—¿Puedo haceros una pregunta?

—Desde luego.

—Si hubiera venido a veros en la primavera a pediros vuestra autorización para casarme con Shirakawa Kaede, ¿me la habríais concedido?

Arai sonrió y sus dientes se vieron muy blancos en contraste con la barba.

—El compromiso ya había sido acordado con el señor Fujiwara. A pesar de mi afecto por la señora Shirakawa y por ti, tu matrimonio era imposible. Yo no podía insultar aun hombre de la posición de Fujiwara, vinculado a tantas personas de importancia. Además —Arai se inclinó hacia delante y bajó la voz—, Fujiwara me contó un secreto sobre la muerte de Iida que muy pocos conocemos —se rió entre dientes otra vez—. La señora Shirakawa es una mujer demasiado peligrosa para permitirle vivir en libertad. Prefiero mantenerla recluida a cargo de alguien como Fujiwara. Muchos opinaron que había que darle muerte; se puede decir que la generosidad del noble le ha salvado la vida.

Yo no deseaba escuchar nada más acerca de Kaede; me enfurecía demasiado. Sabía que mi situación seguía siendo peligrosa y no debía permitir que mis emociones enturbiaran mi buen juicio. A pesar de la cordialidad de Arai y su oferta de sellar una alianza, no me fiaba del todo de sus intenciones. Tenía la impresión de que me había liberado demasiado a la ligera y de que tenía planes para mí que por el momento no quería desvelar.

Cuando nos pusimos de pie, dijo de un modo casual:

—Veo que llevas el sable de Shigeru. ¿Puedo verlo?

Saqué el sable del cinturón y se lo entregué. Arai lo recogió con deferencia y lo desenvainó. La luz se reflejó en la reluciente hoja de color azul grisáceo dejando al descubierto sus motivos ondulados.

—La Serpiente —dijo Arai—. El tacto es perfecto.

Entendí entonces que Arai ambicionaba a
Jato.
Me pregunté si tendría la obligación de ofrecérselo como regalo; en todo caso, no pensaba hacerlo.

—He hecho un juramento por el que me comprometo a conservar este sable hasta mi muerte y entregárselo a mi heredero —murmuré—. Es un tesoro del clan Otori...

—Sin duda —replicó Arai con frialdad, sin soltar la espada—. Hablando de herederos, te encontraré una novia más apropiada. La señora Shirakawa tiene dos hermanas. Estoy pensando en casar a la mayor con el sobrino de Akita, pero aún no he concertado nada con respecto a la pequeña. Es una muchacha preciosa, muy parecida a la señora Shirakawa.

—Gracias, pero no me es posible considerar la posibilidad de un matrimonio hasta que mi futuro sea menos incierto.

—No hay prisa, la niña sólo tiene diez años.

Arai realizó un par de movimientos con el sable y Jato entonó una melancólica melodía en el aire. Me hubiera gustado arrebatárselo y permitirle que cortara el cuello de Arai. No quería a la hermana de Kaede, la quería a ella misma. Sabía que Arai estaba divirtiéndose a mi costa, pero ignoraba sus intenciones.

Mientras él me observaba sonriente, pensé que sería muy fácil clavar mi mirada en la suya y, a medida que fuera perdiendo la conciencia, quitarle mi sable... Me haría invisible, burlaría a los guardias y escaparía a la campiña.

Y después, ¿qué? Volvería a ser un fugitivo y mis hombres, Makoto, los hermanos Miyoshi —también Hiroshi, probablemente— serían masacrados.

Estos pensamientos me iban asaltando la mente a medida que Arai alzaba a
Jato
por encima de mi cabeza. La belleza de la escena me impresionó. Vi a un hombre corpulento, su rostro ensimismado y carente de expresión; sus movimientos, ligeros. El sable que blandía cortaba el aire más deprisa de lo que el ojo lograba ver. Me encontraba, sin duda alguna, ante la presencia de un maestro cuya habilidad en el arte de la espada procedía de años de entrenamiento y disciplina. La admiración que sentí en aquel momento me llevó a otorgar mi confianza al hombre que tenía frente a mí. Decidí actuar como un auténtico guerrero; obedecería sus órdenes, cualesquiera que fuesen.

—Es un arma extraordinaria —dijo por fin al dar por acabada la demostración, pero no me devolvió a
Jato.
Arai respiraba con cierta dificultad y diminutas gotas de sudor le perlaban la frente—. Hay otro asunto que debemos tratar, Takeo.

Yo permanecí en silencio.

—Existen muchos rumores sobre ti. El más dañino, y también el más persistente, es que tienes alguna conexión con los Ocultos. Las circunstancias de la muerte de Shigeru y de la señora Maruyama no hicieron más que aumentar las especulaciones. Los Tohan siempre han afirmado que Shigeru se confesó creyente de la doctrina del Secreto, que nunca acataría la consigna de arremeter contra los Ocultos ni destruiría sus imágenes cuando Ilida se lo ordenase. Lamentablemente, ningún testigo fiable sobrevivió a la caída de Inuyama, por lo que nunca sabremos si era cierto o no.

—El señor Otori nunca me habló de ello —repliqué yo, diciendo la verdad.

El pulso se me había acelerado. Tuve la impresión de que iba a ser forzado a renegar públicamente de mis creencias de la niñez y la idea me horrorizaba. No podía imaginar la elección a la que me iba a enfrentar.

—La señora Maruyama tenía reputación de mostrarse comprensiva con los Ocultos. Se dice que muchos miembros de la secta encontraron refugio en su dominio. ¿Tienes alguna prueba al respecto?

—Me preocupaba más localizar a la Tribu —repliqué—. Los Ocultos siempre me han parecido inofensivos.

—¿Inofensivos? —explotó Arai con un grito de cólera—. Su doctrina es la más dañina y peligrosa de cuantas existen. Insulta a todos los dioses y amenaza el tejido mismo de nuestra sociedad. Afirma que las castas más ínfimas, los campesinos y los parias, son iguales a los nobles y guerreros. Se atreve a declarar que los grandes señores serán castigados tras su muerte al igual que los plebeyos y niega las enseñanzas y la existencia del Iluminado.

Arai me clavó las pupilas de sus ojos encolerizados; las venas del cuello parecían a punto de estallarle.

—No soy creyente —dije.

No mentía, pero sentí una punzada de añoranza por las creencias de mi niñez y un cierto remordimiento por mi ausencia de fe. Arai gruñó:

—Ven conmigo.

Salió a toda prisa de la sala y se plantó en la veranda. Sus guardias se pusieron en pie de un salto y uno de ellos le trajo las sandalias para que se las calzara. Seguí a Arai mientras recorría a toda prisa el perímetro del lago y dejaba a un lado las hileras de caballos.
Shun
me vio y me lanzó un relincho. Hiroshi se encontraba junto al caballo, sujetando un cubo. Al verme rodeado por guardias, palideció. Dejó caer el cubo y nos siguió. En ese momento noté un movimiento a mi izquierda. Escuché la voz de Makoto y, al girar la cabeza, le vi entrar a caballo a través de la cancela que conducía al recinto del templo. Mis hombres estaban reunidos en el exterior.

Un pesado silencio pareció desplomarse sobre el pueblo. Imaginé que todos, al ver a Arai caminando a grandes zancadas hacia la montaña y llevando
a Jato
en la mano, creerían que iba a ser ejecutado.

En la ladera de un monte había un grupo de prisioneros atados; formaban una mezcla de bandidos, espías, guerreros sin amo y pequeños delincuentes que, simplemente, habían tenido la mala suerte de ser atrapados. Casi todos estaban en cuclillas, en silencio, resignados a su suerte; algunos lloriqueaban aterrorizados; uno de ellos entonaba lamentos fúnebres.

Por debajo de sus gemidos escuché a Jo—An, que rezaba en voz baja.

Arai dio una orden y el paria fue traído a nuestra presencia. Bajé la mirada hasta él e intenté mantener una actitud distante. Me limitaría a hacer lo que el señor Arai ordenase.

Arai dijo:

—Te pediría que destrozaras públicamente las despreciables imágenes de los Ocultos, Otori, pero no disponemos de ninguna. Esta cosa, este paria, fue recogido anoche en la carretera, montado en el caballo de un guerrero. Algunos de mis hombres le conocían de Yamagata. Había sospechas de que tenía alguna relación contigo. Se creía que había muerto y ahora vuelve a aparecer, tras haber escapado ilegalmente de su lugar de residencia y, según hemos sabido, después de haberte acompañado en varias batallas. No oculta que es un creyente.

Arai bajó la vista hasta Jo—An con una expresión de disgusto en el rostro. Entonces, se volvió hacia mí y me alargó el sable.

—Demuéstrame cómo actúa
Jato —
dijo.

Yo no veía los ojos de Jo—An. Quería encontrarme con su mirada, pero él estaba atado con la cabeza hacia delante y le resultaba imposible moverla. Siguió susurrando plegarias que sólo yo lograba oír, las que los Ocultos elevan en el momento de la muerte. No había tiempo para otra cosa más que para agarrar el sable y blandirlo. Sabía que si dudaba por un instante nunca sería capaz de hacerlo y echaría a perder todo aquello por lo que había luchado.

Noté el peso familiar y reconfortante de
Jato
en mi mano, recé para que no me fallara y clavé los ojos en los huesos del cuello desnudo de Jo—An.

El corte de la hoja fue tan limpio y certero como de costumbre.

"Liberaste a mi hermano de su sufrimiento en Yamagata. Si llegara el momento, ¿harías lo mismo por mí?".

El momento había llegado, y actué según los deseos de Jo—An. Le libré de la angustia de la tortura y le ofrecí, como a Shigeru, una muerte rápida y honorable. Con todo, aún considero el hecho de haberle matado como una de las peores acciones de mi vida, y el recuerdo de aquello todavía me hace temblar.

En aquel momento no podía yo demostrar mis sentimientos. Cualquier señal de debilidad o arrepentimiento habría supuesto mi fin. La muerte de un paria tenía menos importancia que la de un perro. Aparté la vista de la cabeza cercenada y del torrente de sangre. Comprobé el filo de la hoja; estaba completamente limpio. Miré a Arai. Él mantuvo mi mirada por un momento, antes de que yo bajase los ojos.

—Muy bien —aprobó con satisfacción mientras paseaba la mirada por sus lacayos—. Sabía que no teníamos que preocuparnos por Otori —me dio una palmada en el hombro; había recuperado su buen humor—. Comeremos juntos y conversaremos sobre nuestros planes. Tus hombres pueden descansar aquí; me encargaré de que sean alimentados.

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