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Authors: Esther Sanz

Tags: #Juvenil

El bosque de los corazones dormidos (30 page)

BOOK: El bosque de los corazones dormidos
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Robin tiró del brazo de su compañero para que cesara las descargas. Me pareció oírle en inglés algo así como «Déjalo ya, vas a matarla». Luego se agachó a tomarle el pulso. Vi cómo le aflojaba un poco las muñecas.

La voz de Bosco irrumpió desgarrada.

—¡Basta!

—¡No juegues con nosotros, muchacho! No sabes de lo que somos capaces. Una vida no significa nada comparada con nuestra misión. Ya acabamos con un hombre en este mismo bosque hace más de veinte años. ¿Sabes a quién me refiero?

El bosque enmudeció.

—Yo creo que sí. —Adam se contestó a sí mismo.

—¿Quiénes sois y por qué lo hicisteis? —La voz de Bosco sonó firme.

—No voy a contarte nuestros secretos.

—Puesto que voy a entregarme a vosotros, me parecería un trato justo.

La risa ronca de Adam retumbó entre los pinos.

—Está bien. Si ese es tu último deseo, te lo explicaré todo. Supongo que ya no importa.

Un escalofrío de pánico recorrió mi espalda y me hizo temer lo peor. Que aquel hombre estuviera dispuesto a airear las intenciones de la Organización delante de mis amigos solo podía significar una cosa: ni Berta ni Bosco tenían ninguna posibilidad de salir con vida de sus garras.

Adam tomó aire antes de continuar. Por un momento pensé que iba a reconsiderar su confesión. Sin embargo, su voz grave volvió a resonar en el bosque con fanfarrona grandilocuencia. Hablar de aquellos hallazgos parecía llenarle de orgullo.

El miedo me hizo temblar con tanta fuerza que estuve a punto de caer de mi escondite.

—Hace más de medio siglo, un grupo de botánicos de National Geographic encontró unos documentos muy antiguos en los que se hablaba de una flor única. Una variedad que jamás se marchitaba. Una flor que contenía en su código genético el secreto de la inmortalidad. Sabes de lo que hablo, ¿verdad, muchacho?

—Claro. De una quimera que ha acompañado al hombre desde sus orígenes. De una fantasía. Un delirio de poder como otro cualquiera.

Adam ignoró el comentario sarcástico de Bosco.

—La pista los llevó a un templo griego. Allí debía estar la semilla de la eterna juventud, pero cuando dieron con ella germinó en una vulgar flor sin ninguna cualidad extraordinaria. Pasaron décadas hasta que descubrieron que la auténtica simiente había sido robada y sustituida por una falsa. Después de muchas investigaciones, encontraron al ladrón: un aventurero inglés del siglo XV con raíces castellanas. Afectado por la peste negra, su pista se perdía en España.

Aquella historia coincidía con la que me había explicado Bosco en la cabaña del diablo.

—Sabíamos que la semilla había llegado a Castilla hacía siglos, pero nadie lograba ubicar su paradero… hasta que uno de nuestros hombres dio con este lugar tras oír las leyendas de un anciano que habitaba en esta sierra desde hacía siglos.

—¿Por qué lo mató?

—No fue intencionado. Su existencia ya era de por sí una buena pieza de estudio. Pero, harto de que no soltara ni media palabra sobre la semilla, lo torturó hasta acabar con él.

Hizo una pausa.

No lograba imaginar qué clase de martirio habrían empleado para acabar con alguien inmortal. Me estremecí al pensarlo. La maldad de aquellos hombres no conocía límites.

—¿Desde cuándo la National Geographic es un nido de asesinos?

—No seas iluso. Aunque originariamente fueron varios botánicos de la revista los que investigaron el tema, al descubrir lo que tenían entre manos se desvincularon de ella y se unieron a nosotros. Pertenecemos a una organización secreta formada por militares, exploradores, biólogos, ingenieros… y miembros de la élite científica americana. Colaboramos con el gobierno en misiones secretas de inteligencia.

—¿En serio? A mí no me parecéis muy listos —se mofó Bosco—. Mi abuelo murió hace veinte años. ¿No habéis tardado un poquito en recuperar su rastro?

—Nuestro hombre también desapareció —respondió algo molesto—. Había llevado el tema tan en secreto, que nos costó dar con este lugar. Años después encontramos un cuaderno suyo que hablaba de esta sierra, del viejo inmortal y de la semilla… Lo que no sabíamos era que aquel anciano hubiera tenido descendencia.

Imaginé que aquel detalle lo había descubierto gracias a mí y a la droga de la verdad que me habían suministrado y me odié por eso.

Oí el llanto sordo de Berta en el suelo y recé para que aquello acabara pronto y dejaran de hacerle daño.

—La semilla ya no existe. El viejo la destruyó para que no cayera en vuestras manos.

—Miente… —gruñó Robin.

—No importa —concluyó Adam—. Existes tú. Y por lo que nos han contado, hace más de un siglo que respiras. Estoy convencido de que resultarás muy interesante en un laboratorio.

—Me entregaré, pero solo si soltáis a la chica y prometéis dejadla en paz.

—Sal donde podamos verte.

—¡Liberadla primero!

—No estás en condiciones de exigir nada —replicó Adam.

—Yo creo que sí. Mi vida a cambio de la suya.

Bosco saltó de un pino y se colocó frente a ellos, a varios metros de distancia.

Mientras observaba la escena con el corazón encogido, me sorprendió el brillo de unos ojos que me miraban desde un árbol vecino. Supuse que eran los de alguna criatura del bosque, una lechuza o cualquier otra ave nocturna.

De no ser por un rayo de luna que se filtró en aquel momento entre las nubes, jamás hubiera distinguido a quien pertenecía aquella mirada.

Me quedé un segundo paralizada.

Era Álvaro.

Mi tío.

Mejor dicho, mi padre.

Mientras la acción se desarrollaba a nuestros pies, mi padre y yo nos miramos. Él me mostró un saco que sostenía en las manos y yo me encogí de hombros. No entendía qué hacía él allí, encaramado a un árbol, siendo testigo de una trama que no tenía nada que ver con él. Pero, sobre todo, no comprendía cuál era su propósito.

Entre los sonidos de la noche, me llegó el de un zumbido suave.

Lo que ocurrió a continuación sucedió muy rápido. Álvaro vació su saco sobre las cabezas de aquellos miserables. El nido de abejas que contenía voló por los aires y chocó con fuerza contra el suelo. A continuación, un enjambre de abejas furiosas se precipitó sobre ellos.

Un zumbido bestial precedió a sus alaridos.

Ávidos de venganza por la profanación de su descanso invernal, los insectos se ensañaron de forma brutal, clavando sus aguijones sin clemencia en la piel de aquellos hombres. Me impresionó el manto de abejas que se formó sobre sus cuerpos.

Observé cómo Bosco cargaba a Berta en sus brazos mientras ellos se retorcían de dolor en el suelo. En aquel momento, no supe explicarme por qué las abejas parecían esquivar a mis amigos.

Álvaro me hizo una señal para que huyera con ellos.

Aunque jamás había trepado por un árbol, bajé de aquel tronco con destreza, colocando cuidadosamente los pies y las manos sobre las ramas para no resbalar. Sentí dos picaduras en la mano, pero aun así no me detuve hasta poner los pies en tierra firme.

Mi ángel me esperaba en la base.

Corrí junto a él por el bosque hasta que nos detuvimos en un lugar apartado, junto al río.

En nuestra huida, vi una sombra negra abrirse paso en dirección contraria.

Mientras Bosco liberaba a Berta de su capucha, yo corté con su navaja las cuerdas que le oprimían las muñecas y los tobillos. También tenía varias picaduras.

Bosco sacó de su bolsillo un frasquito con un líquido amarillo y le obligó a beber. Luego me lo ofreció para que yo hiciera lo mismo.

—¿De dónde lo has sacado? —pregunté alucinada, sin comprender cómo era posible que llevara consigo aquel remedio.

—Cayó del cielo —respondió divertido.

Entendí que Álvaro se lo había lanzado desde las alturas para aliviar nuestras picaduras… Lo que no lograba comprender era por qué aquellos insectos habían sido tan selectivos con sus víctimas. Entre Berta y yo no sumábamos más de cinco y, sin embargo, cientos de ellas habían dejado sus aguijones en los hombres de negro.

Berta abrió los ojos con dificultad y se lanzó a su cuello. Lloró deconsoladamente un ratito al tiempo que él la abrazaba en su regazo, meciéndola con dulzura, tratando de tranquilizarla.

—No pasa nada, Berta —le susurró al oído—. Estás a salvo.

Poco a poco, fue serenándose hasta agotar sus lágrimas.

Traté de imaginarme el calvario por el que habría pasado.

Apreté su mano para mostrarle que estaba con ella. Me miró un instante y las dos nos fundimos en un abrazo. Había pasado una eternidad desde que nos habíamos separado aquella misma tarde.

Y el día todavía no había acabado.

Antes de que saliera el sol, aún nos esperaba la experiencia más fascinante de nuestras vidas.

Herederas del secreto

C
omo un telón que se abre para presentar a la actriz principal, las nubes negras se fueron disipando para mostrar una luna blanca y radiante. El bosque adquirió de repente un matiz plateado. Hacía mucho frío, pero la noche era serena y hermosa. El viento suspiraba entre las ramas de los pinos y perfumaba el bosque con aromas helados de tomillo y manzanilla.

—¿Estás bien, Berta? —La voz de Bosco sonó increíblemente dulce—. Tenemos que huir de aquí.

Él intentó tomarla en brazos, pero ella se negó con un gesto.

—Puedo caminar. —Sonrió para reforzar sus palabras—. Estoy bien.

Berta se incorporó casi de un salto. Me sorprendió su facilidad para sobreponerse a la terrible experiencia que había vivido. Su melena rubia ondeó al viento. Me recordó a una de esas hadas de las leyendas serranas: hermosa y de aspecto delicado pero con una gran fortaleza interior.

—Quiero enseñaros algo a las dos.

Las palabras de Bosco sonaron profundas y misteriosas en la quietud del bosque.

Berta y yo nos miramos llenas de curiosidad. Estábamos agotadas y doloridas, pero la expectativa de lo que Bosco podría mostrarnos reavivó nuestras fuerzas.

Durante un buen rato, ninguno de los tres se atrevió a comentar lo que había sucedido. Estábamos demasiado impresionados para ponerle palabras. Por suerte, los hombres de negro ya no eran una amenaza inminente. Les habíamos visto cubiertos de abejas, retorcerse de dolor en el suelo… Y ningún humano se sobrepondría a un ataque así sin pasar unos días en el hospital. No descartaba incluso que alguno hubiera muerto intoxicado por la sobredosis de veneno.

Caminamos en silencio durante horas, monte arriba, bordeando el río. Cuanto más nos adentrábamos en el corazón del bosque, más difícil era el acceso. Los helechos eran tan altos que parecían arbustos y debíamos caminar con cuidado para no enredarnos entre matorrales de robles y zarzas. Dondequiera que fuéramos, estaba claro que era un lugar recóndito, más incluso que la cabaña del diablo o el lago de las laureanas.

Cuando llegamos, ya había amanecido.

—Aquí es —dijo Bosco por fin.

Los tres nos quedamos un rato contemplando aquel paraje. Nada en él delataba el gran misterio que ocultaba.

Habíamos llegado hasta un recodo del río, un lugar en el que el agua bajaba por las rocas formando una cascada de poco más de un metro. Aquel salto de agua no tenía nada de particular, había visto otros más espectaculares en las inmediaciones de la Dehesa.

Me pregunté dónde estaría oculta la semilla. ¿Tendría Bosco un plano en su cabeza? ¿Habría que contar cien pasos desde algún punto para empezar a excavar?

Y entonces ocurrió algo increíble.

Bosco se dirigió a la cascada desde un extremo del río y se perdió tras la cortina de agua. Desde allí sacó un brazo y nos hizo un gesto con un dedo para que le siguiéramos.

Berta y yo nos encogimos de hombros sorprendidas. Supusimos que al otro lado nos esperaba una cueva, pero aun así era imposible llegar a ella sin empaparse. Mojarnos era lo que menos nos apetecía a esas horas de la mañana, cuando la brisa soplaba helada a esa altitud de la sierra, pero hicimos lo que nos pedía sin rechistar.

Yo fui la primera en cruzar el dosel de agua gélida. Para ello tuve que agacharme. Aunque caía con poca fuerza desde aquella altura, me contuve para no gritar cuando sentí el chorro helado en mi cabeza.

Bosco tiró de mi brazo y me arrastró hacia el interior. Y lo mismo hizo con Berta.

Había poco espacio para tres personas en aquel pasadizo, pero él lo solucionó apartando una roca. Un túnel de unos ochenta centímetros de diámetro apareció ante nosotros.

Cuando volvió a poner la roca en su lugar, bloqueando la entrada, me sentí como un topo en su madriguera. Para avanzar por aquel orificio teníamos que gatear. Y aunque la luz se filtraba entre las grietas, era imposible ver dónde apoyábamos las manos y las rodillas. Estuve a punto de chillar cuando sentí el tacto viscoso de una lombriz entre mis dedos.

Después de unos metros, el paso subterráneo se ensanchó y llegamos a un voladizo. Mientras Bosco encendía una antorcha que había sujeta a la roca, Berta y yo nos quedamos un instante apoyadas en la piedra temerosas de caer en los abismos de la cueva. Después nos indicó una escalera oxidada de hierro sujeta a la pared y empezamos a bajar.

Tras varios metros de descenso, empezamos a notar un agradable calor que provenía de las profundidades de la tierra.

Al alcanzar el último peldaño y poner los pies en el suelo, me giré para contemplar el final de aquella excursión.

Tuve que frotarme los ojos para asegurarme de que no era ninguna alucinación.

Frente a nosotros se extendía un lago de aguas cristalinas sobre el que flotaba una neblina blanca. Supe que eran termales por el calor que se condensaba en aquella sala. La temperatura era tan agradable que me dieron ganas de zambullirme al instante.

Bosco encendió varias antorchas dispuestas en puntos estratégicos de la cueva, confiriendo a aquel espacio un aire todavía más romántico e irreal.

Alcé la mirada y observé la cúpula que envolvía aquel embalse subterráneo a unos seis metros de altura. La luz se filtraba por algunas grietas dibujando un arcoíris en el agua.

—¿A qué esperáis chicas? —dijo Bosco divertido quitándose la ropa—. El agua está a treinta grados.

—¿Cubre? —preguntó Berta algo avergonzada—. Es que no sé nadar…

—En la orilla no, pero en el centro tiene más de cuatro metros de profundidad.

Berta y yo observamos cómo se metía en el lago y se alejaba con cuatro brazadas. Luego nos miramos un instante. Nuestro aspecto era horrible. Teníamos las ropas y la cara manchadas de barro. Nada me apetecía más que un baño.

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