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Authors: George Alec Effinger

Tags: #Ciencia Ficción

El beso del exilio (20 page)

BOOK: El beso del exilio
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—Estoy seguro de que Friedlander Bey encontrará algún modo de recompensar tu amabilidad.

—Si ése es su deseo —dijo Ferrari, mirándome de soslayo con sus pequeños ojos porcinos—, será un honor aceptarlo.

—Estoy seguro.

—Ahora debo regresar con mis clientes. Si necesitáis algo sólo tenéis que descolgar el teléfono y marcar el ciento once. El personal tiene órdenes de traeros lo que deseéis.

—Excelente Signor Ferrari. Si esperas un momento, me gustaría escribir una nota. ¿Puede alguien de tu personal llevarla por mí?

—Bueno...

—Es en el club de Chiriga, en la Calle.

—Sí —dijo.

Escribí un rápido mensaje a Chiri, diciéndole que estaba vivo, pero que debía mantenerlo en secreto hasta que limpiáramos nuestros nombres. Le dije que llamara al número de Ferrari a la extensión setecientos setenta y siete si deseaba hablarme, pero que no debía utilizar el teléfono del club porque podía estar pinchado. Doblé la nota y se la di a Ferrari, que me prometió entregarla en quince minutos.

—Gracias por todo, Signor —le dije, bostezando.

—Ahora me voy —dijo Ferrari—. Sin duda necesitáis descansar.

Mascullé unas palabras y cerré la puerta tras él. Luego fui a la segunda habitación de invitados y me tumbé en la cama. Esperé a que sonora el teléfono.

No se hizo esperar. Respondí al teléfono con un brusco:

—¿Quién es?

Era Chiri, por supuesto. Durante unos segundos, sólo la oí farfullar. Luego empecé a separar despacio las palabras de la histérica retahíla.

—¿De verdad estás vivo? ¿No es ningún truco?

Me eché a reír.

—Sí, tienes razón, Chiri, yo preparé todo esto antes de morir. Estas hablando con una grabación. ¡Oye, claro que estoy vivo! En verdad crees...

—Hajjar me informó de que os habían detenido por asesinato, a ti y a Papa, y que os enviaron a un exilio del que no regresaríais jamás.

—Bueno, Chiri, aquí estoy.

—Mierda, lo pasamos muy mal cuando oímos que habías muerto. La pena fue por nada, ¿es eso lo que me estás diciendo?

—¿La gente se apenó?

Debo admitir que la idea me produjo una especie de placer perverso.

—Bueno, yo estoy segura de que me apené, y un par de chicas, e... Indihar. Creyó que se había quedado viuda por segunda vez.

Me mordí el labio unos segundos.

—Vale, puedes decírselo a Indihar, pero a nadie más. ¿Lo entiendes? Ni a Saied Medio Hajj ni a ninguno de mis amigos. Aún deben de estar vigilados. ¿Desde dónde llamas?

—Desde el teléfono público que está detrás de Vast Foods.

Era un bar de almuerzos. La comida no era tan abundante como pretendía sugerir el nombre del establecimiento. Fue un error del pintor del letrero que nunca se molestaron en corregir.

—Bien, Chiri. Recuerda lo que te he dicho.

—¿Qué tal si te hago una visita mañana?

Lo medité un segundo y finalmente decidí que entrañaba poco riesgo y tenía ganas de volver a ver la sonrisa de caníbal de Chiri.

—Muy bien. ¿Ya sabes dónde estamos?

—¿En el piso de arriba del Loro Azul?

—Aja.

—Negrita estar feliz—feliz de verte mañana, bwana.

—Sí, seguro —dije y colgué el teléfono.

Tenía la mente hecha un torbellino de pensamientos y planes a medio construir. Por fin, escuché a Friedlander Bey moviéndose en la cocina. Me levanté y me reuní con él.

—¿No hay ninguna tetera por ahí? —se quejó Papa.

Miré el reloj. Eran las dos y cuarto de la madrugada.

—¿Por qué no bajamos? —le propuse—. Ferrari estará cerrando el local.

Lo pensó un instante.

—Me gustaría —dijo—. Me gustaría sentarme y relajarme con una taza de té.

Bajamos las escaleras. Me aseguré cuidadosamente de que todos los clientes hubieran salido del Loro Azul, y luego Papa y yo nos sentamos a una de las mesas. Uno de los lacayos de Ferrari le llevó una tetera y después de la primera taza nunca hubierais dicho que Papa acababa de regresar de un sombrío y peligroso exilio. Cerró los ojos y saboreó hasta la última gota de té.

—Té civilizado —lo llamó.

Lo había deseado cada vez que había tenido que tragar el insulso y alcalino té de los Bani Salim.

Me quedé junto a la puerta, atisbando la acera. Me escondí dos o tres veces cuando los coches patrulla traquetearon sobre la calle empedrada.

Por fin nos rindió la fatiga y deseamos buenas noches a Signor Ferrari una vez más. Luego subimos la escalera hasta nuestro escondite. En unos minutos me había desnudado y dormido en la cómoda cama de invitados de Ferrari.

Dormí unas diez horas. Fue la noche de sueño más reparadora y gratificante que recuerdo. Hacía mucho que no disfrutaba de sábanas limpias. Me sobresaltó el teléfono. Cogí el aparato que había junto a mi cama.

—Si.

—Signor Audran —dijo la voz de Ferrari—, dos mujeres quieren verle. ¿Las hago pasar?

—Sí, por favor —dije, pasándome la mano por mi alborotado pelo.

Colgué el teléfono y me vestí a toda prisa. Podía oír la voz de Chiri llamándome desde la escalera.

—¿Marîd? ¿Qué puerta? ¿Dónde estás Marîd?

No me daba tiempo ni a ducharme ni a afeitarme, pero no me importó y no creo que a Chiri le importara. Abrí la puerta y me sorprendió ver también a Indihar.

—Entrad —dije en voz baja—. Debemos hablar bajo, porque Papa aún duerme.

—Muy bien —murmuró Chiri, entrando en el salón—. Vaya sitio tiene Ferrari aquí.

—Oh, éstas son sólo sus habitaciones de invitados. Imagina cómo será su habitación.

Indihar vestía el negro de las viudas. Se acercó y me tocó la cara.

—Me alegro de comprobar que estás bien, esposo mío —dijo y luego se dio la vuelta, llorando.

—Quiero saber una cosa —dijo Chiri, dejándose caer pesadamente en un antiguo sillón de orejas—. ¿Mataste a ese policía?

—Yo no maté a ningún policía —dije bruscamente—. Papa y yo hemos sido acusados de ello, juzgados in absentia y enviados a la Región Desolada. Ahora que hemos vuelto, y podéis estar seguras de que alguien creía que nunca íbamos a regresar, resolveremos ese crimen para limpiar nuestros nombres. Cuando lo hagamos, rodarán cabezas. Literalmente.

—Te creo, esposo —dijo Indihar, que se sentó a mi lado en un costoso sofá que hacía juego con el sillón de Chiri—. Mi..., mi último esposo y tú erais buenos amigos del patrullero muerto. Su nombre era Khalid Maxwell y era un hombre amable y generoso. No quiero que su asesino salga indemne.

—Te prometo, esposa, que eso no sucederá. Lo pagará caro.

Hubo un molesto momento de silencio. Miré incómodo a Indihar y ella bajó la vista hacia sus manos, recogidas en su regazo. Chiri salió en mi ayuda. Tosió educadamente y dijo:

—Te traigo algo, Señor Jefe.

La miré; estaba sonriendo, su tatuado rostro se arrugaba de alegría. Sacó una ristra de plástico de moddies.

—¿Mis moddies! —dije felizmente—. Parece que están todos.

—Aquí tienes suficiente material raro como para mantenerte ocupado mientras te escondes —dijo Chiri.

—Y hay algo más, esposo.

Indihar me tendió un objeto de plástico oscuro en la palma de su mano.

—¡Mi caja de píldoras! —Me alegré más que al ver la ristra de moddies. La cogí, la abrí y vi que estaba abarrotada de beauties, sunnies, Paxium, de todo lo que un trabajador fugitivo necesita para mantenerse cuerdo en un mundo hostil—. Pero —dije, aclarándome la garganta medio inconscientemente—, estoy intentando dejarlo.

—Eso es bueno, esposo —dijo Indihar.

Sabía que, tácitamente, aún me acusaba a mí, y a mi abuso de sustancias, de la muerte de su primer marido. Ofrecerme la caja de píldoras fue todo un gesto por su parte.

—¿De dónde habéis sacado estas cosas? —pregunté.

—De Kmuzu —dijo Chiri—. Se lo he contado a ese bello muchachito pero no le he dicho dónde estabais.

—Sabía que lo harías —dije—. De modo que ahora Kmuzu sabe que he vuelto.

—Hey, es Kmuzu —dijo Chiri—. Puedes confiar en él.

Sí, confiaba en Kmuzu. Más que en ninguna otra persona. Cambié de tema.

—¿Esposa, como están mis ahijados?

—Están bien —dijo, sonriendo por primera vez—. Todos quisieron saber dónde habías ido. Creo que la pequeña Zahra está enamorada de ti.

Me eché a reír, aunque estaba un poco inquieto por esas noticias.

—Bueno —dijo Chiri—, debemos irnos. El magrebí tiene que ponerse a trabajar en sus planes de venganza. ¿No es cierto, Marîd?

—Bueno, algo así. Muchísimas gracias por venir. Y gracias por traerme los moddies y la caja de píldoras. Habéis sido muy amables.

—En absoluto, esposo —dijo Indihar—. Rezamos a Alá, dando gracias por tu regreso.

Se acercó y me dio un casto beso en la mejilla.

Las acompañé a la puerta.

—¿Y el club? —pregunté.

—La misma vieja historia. El negocio está muerto, las chicas intentan robarnos a manos llenas, ya sabes el resto.

Indihar se echó a reír.

—El resto es que el club está dando una locura de dinero y que tu socia necesitará un camión para llevarlo al banco.

En otras palabras, todo andaba bien. Excepto en el aspecto de la libertad personal para mí y Friedlander Bey. Pero tenía algunas ideas para mejorar las cosas en ese aspecto. Sólo necesitaba hacer unas importantes llamadas.

—Salaamtak —dijo Indihar, inclinándose ante mí.

—Alá yisallimak —respondí.

Luego las dos mujeres se marcharon y yo cerré la puerta.

Casi inmediatamente, fui a la cocina y me tragué unos cuantos sunnies con un vaso de agua. Me había prometido a mí mismo que no caería en mis antiguos hábitos, pero eso era una pequeña recompensa por mi reciente comportamiento heroico. Luego puse la caja de píldoras a buen recaudo, por si las moscas.

Por curiosidad, miré mi ristra de moddies y daddies y descubrí que Chiriga me había hecho un pequeño regalo. Lo examiné. La etiqueta decía que era Inferno en la noche, uno de los primeros moddies de Dulce Pilar, pero estaba grabado desde el punto de vista de su compañero.

Fui al dormitorio, me desnudé y me tumbé en la cama. Luego lo cogí, murmuré «Bismillah» y me conecté el moddy.

Lo primero que Audran notó fue que era mucho más joven, mucho más fuerte y lleno de una ansiedad que rozaba la desesperación. Se sentía maravillosamente bien y se reía mientras se quitaba la ropa.

La mujer que estaba con él en el dormitorio era Dulce Pilar. Audran la amaba con una pasión demoledora desde que la había conocido, hacía dos horas. Pensó que era un gran privilegio verla y componer torpes poemas en su honor. Follar con ella era más de lo que podía soñar.

Ella se desnudó despacio y cautivadoramente, luego se reunió con Audran en la cama. Su pelo era rubio claro y sus ojos de un verde excepcional, como límpidas y frías olas del océano.

—¿Sí? —dijo ella—. ¡Estás muy herido!

Su voz era lánguida y musical.

Inferno en la noche era uno de los primeros sex—moddies de Dulce y tenía un argumento rudimentario. Audran se percató de que era un héroe herido de la lucha de Cataluña por la independencia y Dulce representaba a la valiente hija del malvado duque valenciano.

—Estoy bien —dijo Audran.

—Necesitas urgentemente un masaje —murmuró ella, moviendo las yemas de los dedos tiernamente sobre su pecho y deteniéndose justo en el límite de su vello púbico.

Ella esperó, le miró para solicitar su permiso.

—Oh, por favor, sigue —dijo Audran.

—Por la revolución —dijo ella.

—Claro.

Y entonces le acarició la picha hasta que él no pudo soportarlo. Le acarició con los dedos su fragante pelo, luego la cogió y la tumbó sobre la cama.

—¡Tus heridas! —gritó ella.

—Me has curado milagrosamente.

—¡Oh, qué bien! —dijo ella suspirando mientras Audran la penetraba. Follaron despacio al principio, luego más y más rápido hasta que Audran estalló de intenso placer.

Después de un rato, Dulce Pilar se sentó.

—Debo irme —dijo tristemente—. Hay otros heridos.

—Lo comprendo —dijo Audran.

Se levantó y desconectó el moddy.

Jo, murmuré. Hacía mucho que no pasaba un rato con Dulce Pilar. Empezaba a creer que me estaba haciendo demasiado viejo para estas cosas. Quiero decir que ya no era ningún niño. Mientras yacía, jadeante, en la cama me di cuenta de que había estado a punto de provocarme un tirón en un músculo de la pierna. Quizás existieran sex—moddies para parejas que llevaban veinte años casados. Eso se adecuaba más a mi marcha.

Llamaron a mi puerta.

—Hijo mío —llamó Friedlander Bey—, ¿estás bien?

—Sí, oh caíd —respondí.

—Lo pregunto porque te he oído gritar.

Yepa.

—Una pesadilla, eso es todo. Deja que me dé una ducha rápida y me reuniré contigo.

—Muy bien, oh excelente.

Salté de la cama, me di una rápida ducha, me vestí y salí al salón.

—Me gustaría ponerme ropa limpia —dije—. No me he quitado esta vestimenta desde que nos secuestraron y creo que está definitivamente acabada.

Papa asintió.

—Ya me he ocupado de ello. He enviado un mensaje a Tariq y a Youssef; estarán aquí de un momento a otro con ropa nueva y dinero.

Me senté en el sillón de orejas y Papa se sentó en el sofá.

—Supongo que tus negocios han funcionado bien con ellos al volante —A Tariq y Youssef les confiaría mi vida y lo que es más: les confiaría mis pertenencias.

—Me alegraré de volver a verlos.

—Ya has tenido visitas. ¿Quién era?

Tragué saliva. De repente me percaté de que podía interpretar la visita de Indihar y Chiri como una seria brecha en nuestra seguridad. Peor aún, la podía considerar una estupidez punible.

—Mi esposa y mi socia. Chiriga —dije.

De repente se me quedó la boca seca.

Pero Papa se limitó a asentir.

—¿Están las dos bien, supongo?

—Sí, gracias a Alá, lo están.

—Me alegro de oírlo. Ahora... —Fue interrumpido por una llamada en la puerta principal del apartamento—. Hijo mío —dijo con serenidad—, ve a ver quién es. Si no es Tariq ni Youssef, no les dejes pasar, aunque sea uno de tus amigos.

—Comprendo, oh caíd.

Fui a la puerta y observé a través de la mirilla. Se trataba de Tariq y Youssef, el valet y el mayordomo de Papa y los directores de su patrimonio.

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