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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (36 page)

Había esperado demasiado.

Dispara, soldado. ¡Dispara!

La sombra de una pausa…

Luego Stephen apretó el gatillo como lo haría un muchacho en un campo de tiro para fusiles del 22 en un curso de verano.

Justo cuando Jodie saltó hacia atrás, empujando a los policías, que también cayeron.

¿Cómo mierda erraste ese disparo, soldado? ¡Repite el tiro!

Señor, sí, señor.

Hizo dos disparos más pero Jodie y todos los demás estaban a cubierto o arrastrándose a lo largo de la acera.

Entonces comenzó el tiroteo de respuesta. Primero descargaron una docena de armas, luego otra docena.

La mayoría eran pistolas, pero había también unos H&K, que disparaban con tanta rapidez que semejaban el sonido que hace el motor de un coche sin silenciador.

Las balas acribillaban la torre de agua que estaba detrás de Stephen; caía una lluvia de trozos de ladrillo, hormigón, plomo y casquillos de cobre de los proyectiles, que le hicieron cortes en los antebrazos y el dorso de las manos.

Stephen cayó hacia atrás y se cubrió la cara con las manos. Sintió los cortes y vio caer pequeñas gotas de sangre sobre el tejado cubierto de papel alquitranado.

¿Por qué esperé? ¿Por qué? Podría haber disparado y luego huir.

¿Por qué?

Escuchó el sonido de un helicóptero que se aproximaba al edificio. Más sirenas.

Evacúa, soldado. ¡Evacúa!

Bajó la mirada y vio a Jodie que se ponía a cubierto detrás de un coche. Stephen tiró el Model 40 dentro del estuche, se colgó la mochila por encima del hombro y se deslizó por la escalera de incendios hasta el callejón.

*****

La segunda tragedia.

Percey Clay se dirigió hacia el pasillo. Se había cambiado de ropa. Chocó contra Roland Bell, que la rodeó con sus fuertes brazos.

Dos de tres. Algo muy diferente a la despedida del mecánico o a enfrentarse a problemas con el charter. Se trataba de la muerte de su querido amigo.

Oh, Brit…

Lo vio en el momento de atacar al asesino con los ojos desorbitados y la boca abierta en un grito silencioso. Trató de detenerlo, horrorizado al ver que alguien realmente trataba de matarlo y de matar a Percey. Le pareció que estaba más indignado y que se sentía más traicionado que atemorizado. Tu vida era tan preciosa, le dijo con el pensamiento. Calculabas todos los riesgos. El vuelo invertido a ciento cincuenta metros, los tirabuzones, los picados. A los espectadores les parecía imposible, pero sabías lo que hacías y si alguna vez pensaste que podías morir joven, creíste que sería por un problema en la cola del avión, por haberse obstruido el conducto del combustible o porque un aprendiz de vuelo invadiera tu espacio aéreo.

El gran escritor Ernest K. Gann, especializado en temas de aeronáutica, escribió que el destino es un cazador. Percey siempre había creído que se refería a la naturaleza o a las circunstancias: los caprichosos elementos o los mecanismos defectuosos que conspiraban para hacer caer a tierra los aviones. Pero el destino era algo más complicado. El destino era tan complicado como la mente humana. Tan complicado como el mal.

Las tragedias llegan de tres en tres… ¿Y cuál sería la siguiente? ¿Su propia muerte? ¿La de la Compañía? ¿La de otra persona?

Mientras se acurrucaba contra Ronald Bell, tembló de cólera por las coincidencias. Evocó el momento en que ella, Ed y Hale, aturdidos por la falta de sueño, iluminados por las luces del hangar, estaban alrededor del Learjet
Charlie Juliet
, deseando con desesperación obtener el contrato de U.S. Medical; tiritaban en la húmeda noche mientras trataban de imaginar la mejor manera de equipar al avión para la tarea.

Era muy tarde y la noche, brumosa. El aeropuerto estaba desierto y oscuro. Como en la escena final de
Casablanca
.

Escucharon un ruido de frenos y miraron al exterior.

Había un hombre que arrastraba por la pista enormes bolsas de lona, después de sacarlas del coche. Las tiró al interior de un Beachcraft y puso en marcha el aparato. Oyeron el sonido particular del motor a pistones que arrancaba.

Recordó que Ed murmuró, incrédulo:

—¿Qué está haciendo? El aeropuerto está cerrado.

El destino.

Que estuvieran allí aquella noche.

Que Phillip Hansen hubiera elegido aquel preciso momento para liberarse de las pruebas que le inculpaban.

Que Hansen fuera un hombre capaz de matar para mantener en secreto su vuelo.

El destino…

Asustada, pegó un brinco: alguien golpeaba a la puerta de la casa de seguridad.

Dos hombres se encontraban en el umbral. Bell los reconoció. Eran policías de la División de Protección de Testigos.

—Estamos aquí para llevarla a las instalaciones de Shoreham, en Long Island, señora Clay.

—No, no —dijo Percey—. Debe haber un error. Tengo que ir al aeropuerto Mamaroneck.

—Percey… —empezó Roland Bell.

—Tengo que ir.

—No sé nada de eso, señora —dijo uno de los oficiales—. Tengo órdenes de llevarla a Shoreham y mantenerla en custodia protegida hasta su testimonio ante el gran jurado el lunes.

—No, no, no. Llamad a Lincoln Rhyme. Él está al tanto de todo.

—Bueno… —Uno de los oficiales miró al otro.

—Por favor —dijo Percey—. Llamadlo. Él os lo dirá.

—En realidad, señora Clay, fue Lincoln Rhyme quien ordenó su traslado. Venga con nosotros, por favor. No se preocupe. La cuidaremos bien, señora.

Capítulo 27: Hora 28 de 45

—No resulta muy agradable —le dijo Thom a Amelia Sachs.

Del otro lado de la puerta del dormitorio, se escuchó una voz que decía:

—Quiero esa botella y la quiero ahora.

—¿Qué pasa?

—Oh, ¡a veces puede resultar tan insoportable! —el apuesto joven hizo una mueca—. Hizo que uno de los patrulleros le sirviera un poco de whisky. Le dijo que era para el dolor, hasta mencionó que tenía una receta en la que se le indicaba tomar whisky de malta. ¿Puedes creerlo? Oh, es insufrible cuando bebe.

Del cuarto salió un rugido de rabia.

Sachs sabía que la única razón por la cual Rhyme no arrojaba objetos era porque no podía hacerlo.

Alargó la mano hacia el picaporte.

—Yo que tú esperaría un poco —le advirtió Thom.

—No podemos esperar.

—¡
Maldita sea
! —aulló Rhyme—. ¡Quiero esa jodida botella!

Sachs abrió la puerta.

—No me digas que no te lo advertí —murmuró Thom.

Una vez dentro, la chica se detuvo en el umbral. Rhyme parecía un espantajo. Su pelo estaba sin peinar, tenía saliva en el mentón y los ojos rojos. La botella de Macallan estaba sobre el suelo. Debía de habérsele caído cuando intentaba cogerla con los dientes.

—Levántala —fue todo lo que dijo cuando vio entrar a Amelia.

—Tenemos trabajo que hacer, Rhyme.

—Levanta. Esa. Botella.

Sachs obedeció y colocó la botella en la repisa.

—Sabes lo que quiero decir —le espetó Rhyme furioso—. Quiero un trago.

—Me parece que ya has bebido lo suficiente.

—Pon un poco de whisky en mi condenado vaso. ¡Thom! Ven aquí enseguida… Cobarde.

—Rhyme —empezó Sachs—, tenemos unas pruebas que examinar.

—A la mierda con las pruebas.

—¿Cuánto has bebido?

—El Bailarín logró entrar, ¿verdad? Como un zorro en el gallinero. Como un zorro en el gallinero.

—Tengo un filtro de aspiradora lleno de vestigios, tengo una bala, tengo muestras de su sangre…

—¿Sangre? Bueno, es justo. Él tiene bastante de la nuestra.

—Con todas las pruebas que traigo deberías estar como un niño el día de su cumpleaños —contestó Sachs enojada—. Deja de sentir lástima por ti mismo y empecemos a trabajar.

Rhyme no respondió. Cuando Sachs lo miró, vio que sus ojos cansados observaban la puerta que estaba a su espalda. Se dio la vuelta. Allí estaba Percey Clay. Inmediatamente, Rhyme bajó la vista y se quedó callado.

Claro, pensó Sachs. No quiere comportarse mal delante de su nuevo amor.

Percey entró en el cuarto y miró el desastre en que se había convertido Lincoln Rhyme.

—¿Lincoln, qué pasa? —Sellitto había acompañado a Percey, supuso Sachs. El detective entró en la habitación.

—Tres muertos, Lon. Consiguió otros tres. Como un zorro en el gallinero.

—Lincoln —insistió Sachs—. Termina de una vez con esto. Te estás haciendo daño.

No debería haberlo dicho. Rhyme la miró sorprendido.

—No me hago daño. No me siento avergonzado. ¿Parezco avergonzado? Os lo pregunto a todos: ¿parezco avergonzado? ¿
Parezco avergonzado
?

—Tenemos…

—¡No, no tenemos nada de nada! Terminado. Finito. Caso cerrado. A agacharse y cubrirse. Nos vamos a las colinas. Amelia, ¿te unes a nosotros? Te invito a que lo hagas. —Finalmente miró a Percey—. ¿Qué haces aquí? Se supone que tenías que estar en Long Island.

—Quiero hablar contigo.

—Al menos dame un trago —dijo Rhyme, tras un instante de silencio.

Percey miró a Sachs y se acercó a la repisa; cogió la botella y se sirvió un vaso para ella y otro para el criminalista.

—He aquí una dama con clase —dijo Rhyme—. Mató a su socio y sin embargo comparte una copa conmigo. Tú no lo has hecho, Sachs.

—Oh, Rhyme, deja ya de decir gilipolleces —le espetó la chica—. ¿Dónde está Mel?

—Lo mandé a su casa. No hay nada más que hacer… Vamos a despachar a Percey a Long Island, donde estará a salvo.

—¿Qué? —preguntó Sachs.

—Haremos lo que deberíamos haber hecho desde el principio. Sírveme otro trago.

Percey empezó a verter el licor.

—Ya ha bebido demasiado —le advirtió Sachs.

—No la escuches —exclamó Rhyme—. Está enfadada conmigo. No hago lo que ella quiere y se enfada.

Oh, gracias, Rhyme. Ventilemos nuestras diferencias en público, ¿por qué no? Lo miró con sus ojos hermosos y fríos. Rhyme ni se enteró, estaba observando a Percey Clay.

—Hiciste un trato conmigo —dijo la aviadora—. Y de repente me encuentro con dos agentes que están a punto de llevarme a Long Island. Creí que podía confiar en ti.

—Pero si confías en mí, pierdes la vida.

—Era un riesgo —dijo Percey—. Tú dijiste que había una posibilidad de que el Bailarín pudiera entrar en la casa de seguridad.

—Claro que sí, pero lo que no sabes es que ya lo había descubierto.

—¿Qué tú… qué?

Sachs frunció el entrecejo y escuchó con atención.

—Supuse que iba a irrumpir en la casa de seguridad. Imaginé que llevaría el uniforme de un bombero —siguió Rhyme—. ¡Joder! También adiviné que utilizaría un explosivo para abrir la puerta posterior. Apuesto a que el explosivo era un Accuracy Systems Cinco Veintiuno o Cinco Veintidós con un detonador Instadet. ¿Tengo razón?

—Pues…

—¿
Tengo razón
?

—Un Cinco Veintidós —dijo Sachs.

—¿Veis? Lo pude prever todo. Lo supe cinco minutos antes de que entrara el Bailarín. ¡Sólo que no pude llamar a nadie para decírselo! No pude… levantar… el jodido teléfono para decirle a alguien lo que estaba a punto de suceder. Y tu amigo murió. Por mi culpa.

Sachs sintió lástima por él y le dolió. Estaba conmovida por la pena de Rhyme, pero no tenía ni idea de lo que podía hacer o decir para mitigarla.

La saliva se le escurría por el mentón. Thom se le acercó con un pañuelo, pero Rhyme lo alejó con un furioso movimiento de su bien delineada barbilla. Señaló el ordenador con la cabeza.

—Oh, qué orgulloso estaba. Empecé a pensar que era una persona normal. Conducía la Storm Arrow como un piloto de carreras, encendía las luces y podía poner un CD… ¡Vaya mierda! —cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la almohada.

Sonó una aguda carcajada, sobresaltándolos a todos. Percey Clay se sirvió más whisky. También echó un poco más para Rhyme.

—Hay mucha mierda aquí, eso es seguro. Pero sólo en lo que estás diciendo.

Rhyme abrió los ojos y le lanzó una furiosa mirada.

Percey volvió a reír.

—No lo hagas —le advirtió Rhyme, ambiguamente.

—Oh, por favor —musitó Percey, sin darle demasiada importancia—. ¿Que no haga qué? —Sachs observó que los ojos de la aviadora se achicaban—. ¿Qué estás diciendo? —murmuró Percey—. ¿Que alguien ha muerto a causa de… un fallo técnico?

Sachs se dio cuenta que de Rhyme había esperado que dijera otra cosa. Le pilló con la guardia baja. Después de pensarlo un instante respondió:

—Sí. Eso es exactamente lo que estoy diciendo. Si hubiera sido capaz de levantar el teléfono…

—¿Y qué? —lo cortó Percey—. ¿Eso te da derecho a montar este maldito berrinche? ¿A renegar de tus promesas? —Agitó el licor y suspiró exasperada—. Oh, por amor de Dios… ¿Tienes idea de lo que hago para ganarme la vida?

Para sorpresa de Sachs, Rhyme se calmó de repente. Comenzó a hablar, pero Percey volvió a interrumpirlo:

—Piensa en esto: Me siento en un pequeño tubo de aluminio que vuela a cuatrocientos nudos por hora, a diez mil metros de altura. Afuera hay sesenta grados bajo cero y los vientos soplan a ciento sesenta kilómetros por hora. Ni siquiera te hablo de los relámpagos, ni de las turbulencias o el hielo. Dios del cielo, estoy viva sólo gracias a las máquinas —otra carcajada—. ¿En qué me diferencio de ti?

—No lo comprendes —protestó Rhyme, cortante.

—No has contestado a mi pregunta. ¿En qué? —insistió, inflexible—. ¿En qué somos diferentes?

—Tú puedes andar, levantar el teléfono…

—¿Puedo caminar? Estoy a mil quinientos metros de altura. Si abro la puerta, mi sangre hierve en segundos.

Por primera vez desde que lo conociera, pensó Sachs, Rhyme había encontrado la horma de su zapato. Se quedó sin habla.

—Lo lamento, detective —continuó Percey—, pero no veo ni una pizca de diferencia entre nosotros. Somos productos de la ciencia del siglo XX. Maldita sea, si tuviera alas, podría volar por mí misma. Pero no las tengo y nunca las tendré. Para hacer lo que tenemos que hacer, tú y yo…
confiamos
.

—Está bien —Rhyme sonrió, divertido.

Vamos, Rhyme, pensó Sachs. ¡Dale su merecido! Deseaba ansiosamente que Rhyme ganara la discusión, que mandara a aquella mujer a Long Island y acabaran con ella para siempre.

—Pero si yo me equivoco —adujo Rhyme—, la gente muere.

—¿Oh? ¿Y qué sucede si mi anticongelante falla? ¿Qué sucede si mi amortiguador de desviación no funciona? ¿Qué pasa si un pájaro se introduce en mi tubo Pitot en un aterrizaje ILS
[47]
? Estoy… muerta. Los extintores que no funcionan, los fallos hidráulicos, los mecánicos que se olvidan de reemplazar ciertos circuitos… Los sistemas auxiliares fallan. En tu caso, los heridos pueden tener la oportunidad de recuperarse de los disparos. Pero si mi avión cae a tierra a quinientos kilómetros por hora no queda nada.

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