—Sí. Ahora. Díselo.
—¿Quieres que lo haga entrar?
—No, no quiero que me vea. Sólo ve a hablarle.
—Bueno…vale —Jodie entreabrió la puerta—. ¿Y qué pasa si me acuchilla?
—Míralo. Está casi muerto. Podrías darle una paliza con una sola mano.
—Parece que tiene SIDA.
—Ve.
—¿Y si me toca?…
—¡Ve!
Jodie respiró hondo y luego salió.
—Eh, tranquilízate —le dijo al hombre—. ¿Qué diablos quieres?
Stephen observó cómo el negro miraba a Jodie con ojos enloquecidos.
—Me dijeron que vendes mierda, tío. Tengo dinero. Tengo sesenta pavos. Necesito pildoras. Mira, estoy enfermo.
—¿Cuáles quieres?
—¿Cuáles tienes, tío?
—Rojas, «bennies», «dexies», cápsulas amarillas, «demmies».
—Sí, las «demmies» son buena mierda, tío. Te pagaré. Joder. Tengo dinero. Me duele dentro. Me zurraron. ¿Dónde está mi dinero?
Se palmeó los bolsillos varias veces antes de darse cuenta de que tenía los preciosos billetes de veinte dólares en la mano izquierda.
—Pero —dijo Jodie— primero debes hacer algo por mí.
—Sí, ¿qué es lo que tengo que hacer? ¿Quieres una mamada?
—No —exclamó Jodie, horrorizado—. Quiero que me ayudes a examinar unos cubos de basura.
—¿Por qué tengo que hacer esa porquería?
—Tenemos que encontrar unos botes.
—¿Botes? —rugió el hombre, rascándose la nariz compulsivamente—. ¿Para qué mierda necesitas unos botes? Acabo de dar unos cientos de ellos para saber dónde está tu culo. Jodidos botes. Te daré dinero, tío.
—Yo te doy las «demmies» gratis, sólo tienes que ayudarme con unas botellas.
—¿Gratis? —el hombre parecía no comprender—. ¿Quieres decir gratis, que no tendré que pagarte?
—Sí.
El negro miró a su alrededor como si tratara de encontrar a alguien que se lo explicase.
—Espera aquí —dijo Jodie.
—¿Dónde tengo que buscar las botellas?
—Espera un poco…
—¿Dónde? —preguntó otra vez.
Jodie entró y le dijo a Stephen:
—Va a hacerlo.
—Buen trabajo —sonrió Stephen.
Jodie le devolvió la sonrisa. Comenzó a dirigirse hacia la puerta pero Stephen lo llamó. El hombrecillo se detuvo.
—Me alegro de haberte conocido —dijo Stephen impulsivamente.
—Yo también. —Jodie dudó un momento—. Socio —le ofreció su mano.
—Socio —repitió Stephen, como un eco. Tenía una urgente necesidad de quitarse el guante para sentir la piel de Jodie en la suya. Pero no lo hizo.
Lo más importante era rematar bien la tarea.
Estaban en medio de una acalorada discusión.
—Creo que te equivocas, Lincoln —dijo Lon Sellitto—. Tenemos que trasladarlos. El Bailarín volverá a atacar la casa de seguridad si los dejamos allí.
No eran ellos los únicos que se planteaban aquel dilema. El fiscal Reg Eliopolos no se había presentado todavía, pero Thomas Perkins, el agente especial del FBI a cargo de la oficina de Manhattan, había ido en persona, en representación de la jurisdicción federal para mediar en el debate. Rhyme deseó que Dellray estuviera también, lo mismo que Sachs, que se hallaba con la Fuerza Táctica Conjunta, compuesta por policías urbanos y federales, registrando las instalaciones abandonadas del metro. Hasta aquel momento no habían encontrado ningún rastro del Bailarín o de su acompañante.
—Tras haber evaluado la situación, opino que lo mejor es que hagamos algo —dijo Perkins con ansiedad—. Tenemos otras instalaciones.
Le horrorizaba que el Bailarín hubiera tardado sólo ocho horas en encontrar el lugar donde escondían a los testigos y acercarse a cinco metros de la puerta de incendios falsa de la casa de seguridad.
—Otras instalaciones
mejores
—añadió rápidamente—. Creo que tendríamos que acelerar un traslado inmediato. He recibido una advertencia de los altos mandos. Del propio Washington. Quieren protección total para los testigos.
Lo que quería decir, supuso Rhyme, que había que trasladarlos y hacerlo ya.
—No —dijo el criminalista, inflexible—. Tenemos que dejarlos donde están.
—Teniendo en cuenta que es una cuestión de prioridades —dijo Perkins—, creo que la opción que tenemos está muy clara. Trasladarlos.
—El Bailarín los buscará donde sea —insistió Rhyme—, una nueva casa de seguridad o en la que ya conoce. Aquí conocemos la zona, sabemos algo de su forma de aproximarse, nos podemos proteger bien de las emboscadas.
—Esa es una buena razón —concedió Sellitto.
—También le hará perder los papeles.
—¿Qué quieres decir?
—En este momento, el Bailarín también está sopesando sus posibilidades, ya lo sabéis.
—¿Sí?
—Oh, puedes apostar por ello —dijo Rhyme—. Trata de imaginar lo que
nosotros
haremos. Si decidimos mantenerlos donde están, hará una cosa. Si los trasladamos, y creo que supone que haremos eso, intentará un golpe durante el transporte. Y aunque haya muy buena seguridad en la ruta, siempre será peor que en una ubicación fija. No, debemos mantenerlos en el mismo lugar y prepararnos para el nuevo intento. Anticiparnos y estar listos para intervenir. La última vez…
—La última vez mató a un agente.
—Si Innelman hubiese contado con apoyo —le reprochó Rhyme al agente de cargo—, las cosas hubieran salido de otra manera.
Perkins, embutido en su impecable traje, era un burócrata que se protegía a sí mismo, pero también era razonable. Asintió con la cabeza.
Pero ¿tengo razón?, se preguntó Rhyme.
¿Qué piensa el Bailarín? ¿Lo sé realmente?
Oh, puedo observar un dormitorio silencioso o un callejón mugriento y leer perfectamente la historia que los convirtió en escenas de crímenes. Puedo ver, en el charco de sangre, como un test de Rorschach dibujado en la alfombra y las baldosas, las pocas posibilidades de escapar que tuvo la víctima y la clase de muerte que sufrió. Puedo examinar el polvo que el asesino deja a su paso y saber inmediatamente de dónde vino.
Puedo responder quién, puedo responder por qué.
Pero ¿qué va a hacer el Bailarín?
Eso lo puedo adivinar, pero no lo puedo decir con seguridad.
Una figura apareció en el umbral, era uno de los oficiales que estaba en la puerta principal. Le entregó a Thom un sobre y volvió a su puesto de guardia.
—¿Qué es eso? —Rhyme lo examinó con cuidado. No esperaba ningún informe de laboratorio y tenía muy presente la predilección del Bailarín por las bombas. El paquete no era más grueso que una hoja de papel y provenía del FBI.
Thom lo abrió y leyó.
—Viene de PERT
[46]
. Encontraron un experto en arena.
—No es para este caso —le explicó Rhyme a Perkins—. Es acerca del agente que desapareció la otra noche.
—¿Tony? —preguntó el agente de cargo—. Hasta ahora no tenemos ninguna pista.
Rhyme examinó el informe.
La sustancia sometida a análisis técnicamente no era arena. Consistía en fragmentos de coral provenientes de arrecifes y contenía espículas, secciones transversales de tubos de gusanos marinos, conchas de gasterópodos y foraminíferos. Su origen más probable era el norte del Caribe: Cuba y las Bahamas.
El Caribe… Interesante. Bueno, tendría que dejar las pruebas en espera por el momento. Después de que atraparan al Bailarín y lo encerraran, él y Sachs volverían…
Su aparato transmisor sonó.
—Rhyme, ¿estás allí? —se oyó la voz de Sachs.
—¡Sí! ¿Dónde estás, Sachs? ¿Qué tienes?
—Estamos en el exterior de una vieja estación cerca del Ayuntamiento. Toda cerrada con planchas de madera. Los de S&S dicen que hay alguien dentro. Al menos uno, quizá dos.
—Vale, Sachs —contestó, mientras su corazón palpitaba ante la idea de que podían estar más cerca del Bailarín—. Mantennos informados. —Luego miró a Sellitto y Perkins—. Parece que, después de todo, no tendremos que decidir si los trasladamos de la casa de seguridad.
—¿Lo han encontrado? —preguntó el detective.
Pero el criminalista, antes que nada un científico, rehusó compartir su esperanza. Tenía miedo de que eso diera mala suerte a la operación, o mejor dicho, darle mala suerte a Sachs, pensó.
—Crucemos los dedos —murmuró.
*****
Silenciosamente, las tropas ESU rodearon la estación de metro.
Aquel era probablemente el lugar donde vivía el nuevo socio del Bailarín, dedujo Amelia Sachs. Los de S&S habían encontrado algunos residentes que les informaron sobre un drogadicto que vendía pildoras por los alrededores. Era un hombre no muy alto, lo que coincidía con el número ocho de los zapatos.
La estación era, en la práctica, un agujero en el muro; había sido remplazada años atrás por la parada más moderna de City Hall, a unas calles de distancia.
El grupo 32E se puso en posición, mientras los de S&S comenzaban a instalar micrófonos y cámaras de infrarrojos, y otros oficiales despejaban la calle de tráfico y de vagabundos que se sentaban en las esquinas o las entradas de los edificios.
El comandante alejó a Sachs de la puerta principal y la situó fuera de la línea de fuego. Le dieron la degradante tarea de custodiar la salida del metro que había permanecido cerrada durante años con planchas de madera y un candado. Se preguntó si Rhyme había hecho un trato con Haumann para mantenerla apartada. Su cólera por lo sucedido la noche pasada, que había olvidado por la búsqueda del Bailarín, reapareció con fuerza.
Sachs señaló con la cabeza el candado oxidado.
—Hum. Probablemente no saldrá por aquí —comentó entusiasmada.
—Tenemos que vigilar todas las entradas —musitó el encapuchado oficial de ESU, que sin captar o ignorando deliberadamente su sarcasmo, volvió junto a sus compañeros.
La lluvia caía a su alrededor. Era una lluvia helada que se descolgaba del cielo gris y sucio, y golpeaba con fuerza sobre los residuos depositados frente a las rejas de hierro.
¿Estaría dentro el Bailarín? Si era así, con toda seguridad habría un tiroteo. Sachs no podía imaginar que el asesino se entregara sin una violenta pelea.
Y le irritaba no poder participar en ella.
Eres un tipo hábil cuando tienes tu fusil y quinientos metros para protegerte, le dijo mentalmente. Pero dime, gilipollas, ¿cómo eres con una pistola y a corta distancia? ¿Cómo te gustaría enfrentarte conmigo? Sobre la repisa de su chimenea tenía una docena de trofeos dorados que representaban a un tirador apuntando con su pistola. (Las figuras doradas eran todas de hombres, lo que divertía muchísimo a Sachs).
Bajó unos escalones más, hacia las rejas, y se aplastó contra el muro.
Sachs, la criminalista, examinó con cuidado el miserable lugar, que olía a basura, a podredumbre, a orina y que tenía el olor salado del metro. Revisó las rejas, la cadena y el candado. Escudriñó el oscuro túnel y no pudo ver ni oír nada.
¿Dónde está?
¿Qué hacen los policías y los agentes? ¿Por qué tardan tanto?
Escuchó la respuesta instantes después por los auriculares: esperaban tropas de apoyo. Haumann había decidido convocar a otros veinte oficiales de ESU y el segundo equipo 32E.
No, no, no, pensó. ¡Están totalmente equivocados! Todo lo que el Bailarín tenía que hacer era echar un vistazo hacia el exterior y ver que no pasaba ni un coche, taxi o peatón para saber al instante que se estaba realizando una operación táctica. Habría un baño de sangre… ¿No se daban cuenta?
Sachs dejó el equipo de análisis de la escena del crimen en la base de la escalera. Subió nuevamente al nivel de la calle. Unos metros más allá se encontraba una farmacia. Entró y compró dos botes grandes de butano y pidió prestada la barra para subir el toldo, una pieza de acero de metro y medio de largo.
Al volver, en la salida enrejada del metro, Sachs deslizó la barra del toldo por uno de los eslabones de la cadena, que ya estaba medio desvencijado, y la giró hasta que la cadena se puso tensa. Se puso un guante Nomex y vació el contenido de los botes de butano sobre el metal, que enseguida se escarchó por el efecto del gas congelante. (Amelia no había hecho en vano la ronda en Times Square y la calle Cuarenta y dos; sabía lo suficiente sobre las formas de asaltar una vivienda como para tener una segunda profesión).
Cuando el segundo bote estuvo vacío, cogió la barra con ambas manos y comenzó a darle vueltas. El gas congelante había debilitado mucho el metal. Con un suave chasquido el eslabón se partió en dos. Sachs cogió la cadena antes de que cayera al suelo y la colocó con cuidado sobre un montón de hojas.
Las bisagras estaban mojadas por la lluvia, pero escupió sobre ellas para evitar que crujieran. Se introdujo en la estación y sacó el Glock de la funda. Pensó: fallé a trescientos metros, pero no fallaré a treinta.
Rhyme no lo hubiera aprobado, por supuesto, de momento no lo sabía. Sachs pensó por un instante en él, en la noche pasada, cuando subió a su cama. Pero la imagen de su rostro se desvaneció enseguida. Como le pasaba cuando conducía a doscientos cuarenta kilómetros por hora, su misión no le dejaba tiempo para lamentarse por el desastre que era su vida privada.
Desapareció por el tenebroso pasillo, saltó por encima del viejo torniquete de madera y caminó a lo largo de la plataforma hacia la estación.
Escuchó las voces antes de haber recorrido seis metros.
—Tengo que irme… ¿comprende… lo que digo? Vete ya.
Blanco, varón.
¿Era el Bailarín?
El corazón le saltaba en el pecho.
Respira lentamente, se dijo. Disparar es respirar.
(Pero no había respirado lentamente en el aeropuerto, había jadeado de miedo).
—¿Tu, qué dices? —era otra voz. Varón negro. Algo en ella la asustaba. Algo peligroso—. Puedo traer el dinero, puedo. Puedo conseguir un jodido montón de dinero. Tengo sesenta, ¿te lo dije? Pero puedo conseguir más. Puedo conseguir todo el que quieras. Tengo un buen trabajo. Los cabrones me lo quitaron. Sabía demasiado.
El arma es sólo la extensión de tu brazo. Apunta con todo tu ser y no con el arma solamente.
(Pero no había apuntado en absoluto cuando estuvo en el aeropuerto. Se agachó boca abajo como un conejo asustado y tiró al voleo, la cosa más insensata y más peligrosa que se puede hacer con un arma de fuego).
—¿Me comprendes? Cambié de opinión, ¿vale? Déjame… y vete ya. Te daré… «demmies».