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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, #Policíaco

El bailarín de la muerte (28 page)

Había una puerta que daba a la calle, cerrada desde dentro por tablones de madera que dejaban pasar por las rendijas una luz polvorienta. Stephen miró hacia fuera, hacia el sombrío panorama del exterior. Estaban en una zona pobre de la ciudad. En las esquinas se veían indigentes sentados, en las aceras había botellas tiradas de Thunderbird y Colt 44 y por todas partes se observaban los tapones de los frasquitos de crack. Una enorme rata masticaba algo gris en el callejón.

Stephen oyó un estruendo a sus espaldas y se volvió para ver que Jodie dejaba caer en botes de café un puñado de pastillas robadas. Estaba inclinado sobre ellos y los ordenaba cuidadosamente. Stephen buscó en la bolsa de libros su teléfono móvil. Hizo una llamada al departamento de Sheila. Esperaba oír su contestador, pero una grabación le advirtió que la línea estaba fuera de servicio.

Oh, no.

Se quedó estupefacto.

Eso significaba que había estallado la bomba en el departamento de Sheila. Lo que quería decir que habían descubierto que estuvo allí. ¿Cómo diablos lo habían conseguido?

—¿Estás bien? —preguntó Jodie.

¿Cómo?

Lincoln, Rey de los Gusanos. ¡Él lo hizo!

Lincoln, la cara blanca y llena de gusanos que lo miraba por la ventana…

Le empezaron a sudar las palmas de las manos.

—¿Oye?

Stephen levantó la vista.

—Pareces…

—Estoy bien —respondió el muchacho bruscamente.

Deja de preocuparte, se dijo. Si estalló, la bomba era lo suficientemente potente como para volar el piso y destruir todo vestigio. Está bien. Estás seguro. Nunca te encontrarán, nunca te atraparán. Los gusanos no te tendrán.

Jodie le sonreía, curioso. El miedo desapareció.

—Nada —dijo—. Sólo un cambio de planes.

Cerró el teléfono.

Abrió nuevamente la bolsa y contó 5000 dólares.

—Aquí está el dinero.

Jodie se quedó de piedra. Sus ojos iban de la cara de Stephen a los billetes. Alargó la delgada mano, que temblaba, y tomó con cuidado los cinco mil dólares, como si fueran a desaparecer si los apretaba mucho.

Cuando agarró los billetes, la mano de Jodie tocó la de Stephen. Aun a través del guante, el asesino sintió una enorme sacudida, como cuando le hundieron una navaja en el vientre que lo aturdió pero no le provocó dolor. Stephen soltó el dinero y mirando para otro lado dijo:

—Si me ayudas otra vez te pagaré otros diez.

El hombrecillo esbozó una cauta sonrisa en su rostro rojo e hinchado. Tomó aliento y hurgó en uno de sus botes de café.

—Me pongo, no sé, como nervioso. —Encontró una pastilla y la tragó—. Es un «diablo azul». Te hace sentir bien. Te hace sentir súper a gusto. ¿Quieres uno?

—Hum…

Soldado, ¿los hombres beben en ocasiones?

Señor, no lo sé, señor.

Bueno, lo hacen. Sírvete.

—No creo que yo…

Bebe un trago, soldado. Es una orden.

Bueno, señor.

No eres una niñita, ¿verdad, soldado? ¿Tienes tetitas?

Señor, no tengo, señor.

Entonces, bebe, soldado.

Señor, sí, señor.

—¿Quieres uno? —repitió Jodie.

—No —murmuró Stephen.

Jodie cerró los ojos y se reclinó.

—Diez mil. —Después de un momento, preguntó—: ¿Lo mataste, verdad?

—¿A quién? —preguntó Stephen.

—Allá arriba, a ese policía. Oye, ¿quieres un poco de zumo de naranja?

—¿A ese agente en el sótano? Quizá lo maté. No lo sé. No era lo importante.

—¿Te resultó difícil hacerlo? No es por nada, pero siento curiosidad. ¿Zumo de naranja? Yo bebo mucho zumo. Las píldoras te dan sed. Resecan la boca.

—No. —El bote parecía sucio. Quizá lo habían tocado los gusanos. Quizá estaban dentro. Puedes beber un gusano y no enterarte nunca. Se estremeció.

—¿Tienes agua de grifo?

—No. Pero tengo algunas botellas de agua mineral. Robé una caja en A&P.

Sintió escalofríos.

—Necesito lavarme las manos.

—¿Para qué?

—Para quitarme la sangre. Pasó a través de los guantes.

—Oh, está allí. ¿Por qué llevas guantes todo el tiempo? ¿Por las huellas?

—Así es.

—¿Estabas en el ejército, verdad? Lo supe enseguida.

Stephen estaba a punto de mentir, pero cambió de idea en un instante.

—No. Casi estuve en el ejército —dijo—. Bueno, con los marines. Estaba a punto de ingresar. Mi padrastro era un marine y yo también quería serlo.

—Semper Fi
[44]

—Eso es.

Se hizo un silencio; Jodie lo miraba expectante.

—¿Qué sucedió?

—Traté de alistarme pero no me dejaron entrar.

—Qué idiotas. ¿No te dejaron a ti? Si serías un gran soldado. —Jodie observaba al muchacho de arriba abajo, moviendo la cabeza—. Eres fuerte. Tienes buenos músculos. Yo —rió— apenas si hago ejercicio, excepto correr, cuando huyo de los negros o los chicos que quieren atracarme. Y de todos modos siempre me alcanzan. Eres guapo también. Como deben ser los soldados. Como los soldados de las pelis.

Stephen sintió que desaparecía la fea sensación relacionada con los gusanos y, por Dios, empezó a ruborizarse. Fijó los ojos en el suelo.

—Bueno, no sé…

—Vamos. Apuesto a que tu novia te encuentra guapo.

Volvió el temor. Los gusanos empezaron a removerse.

—Bueno, yo…

—¿No tienes novia?

—¿Dónde está el agua? —preguntó Stephen.

Jodie señaló la caja. Stephen abrió dos botellas y comenzó a lavarse las manos. Normalmente odiaba que la gente le viera hacerlo. Cuando le observaban cuando se lavaba continuaba sintiéndose atemorizado y los gusanos no se iban. Pero por alguna razón no le importó que Jodie le viera.

—¿No tienes novia, eh?

—No de momento —explicó con cuidado Stephen—. No se trata de que sea marica o algo así, si es lo que quieres saber.

—No, para nada.

—No lo digo por nada. No pienso que mi padrastro tuviera razón cuando decía que el SIDA es la forma en que Dios se libra de los homosexuales. Porque si eso es lo que Dios quería hacer, podría haberse limitado a eliminar de los maricas, quiero decir. No hacer que existiera el riesgo de que se enfermara la gente normal.

—Tienes razón —dijo Jodie, algo colocado—. Yo tampoco tengo novia. —Se rió con amargura—. Bueno, ¿cómo podría tenerla? ¿No es cierto? ¿Qué tengo? No soy guapo como tú, no tengo dinero. Sólo soy un jodido yonqui, eso es todo.

Stephen sintió que su cara ardía y se lavó con afán.

Frota esa piel, sí, sí, sí.

Gusanos, gusanos, desapareced.

Mientras se miraba las manos, Stephen continuó:

—El hecho es que últimamente me he encontrado en una situación en la que no he podido… en que no he estado tan interesado en las mujeres como la mayoría de los hombres. Pero se trata de un estado temporal.

—Temporal —repitió Jodie.

Stephen miraba la pastilla de jabón, como un prisionero que trata de escapar.

—Temporal. Es porque debo estar alerta. Para mi trabajo, quiero decir.

—Claro. Alerta.

Frota, frota y el jabón hacía espuma que aumentaba como nubes de tormenta.

—¿Alguna vez has matado a un marica? —preguntó Jodie, curioso.

—No lo sé. Lo que te puedo decir es que nunca maté a nadie porque fuera homosexual. No tendría sentido.

A Stephen le escocían las manos. Se frotó más fuerte, sin mirar a Jodie. De repente se sintió henchido de una extraña sensación, la de hablar con alguien que podría comprenderlo.

—Mira, no mato a la gente sólo por matarla.

—Está bien —dijo Jodie—. ¿Pero qué pasaría si un borracho se te acercara en la calle y te insultara? ¿Te dice, por ejemplo, «vete a joder a tu madre, marica»? ¿Lo matarías, verdad? Di que podrías hacerlo.

—Pero, bueno, un marica no querría tener relaciones con su madre, ¿verdad?

Jodie parpadeó y luego soltó una carcajada.

—Eso ha estado muy bien.

—¿Acabo de hacer un chiste? —se preguntó Stephen. Sonrió, complacido por haber impresionado a Jodie.

—Bueno —siguió el hombrecillo—, digamos que te acaba de llamar hijo de puta.

—Por supuesto que no lo mataría. Y tampoco si fuera negro o judío. No mataría a un negro a menos que alguien me hubiera contratado para matar a alguien que resultara ser negro. Probablemente haya razones por las cuales los negros no deban vivir, o al menos no en este país. Mi padrastro tenía una docena de motivos para fundamentarlo. Estoy bastante de acuerdo con él. Él sentía lo mismo por los judíos, pero en eso no coincidíamos. Los judíos son unos soldados muy buenos. Los respeto.

Siguió hablando:

—Mira, matar es un negocio, y nada más. Acuérdate de Kent State. Yo era un chaval entonces, pero mi padrastro me lo contó. ¿Sabes lo de Kent State? ¿Lo de esos chicos que mató la Guardia Nacional?

—Claro que lo sé.

—Bueno, vamos, a nadie le importó que esos estudiantes murieran, ¿verdad? Pero para mí fue algo estúpido que les dispararan. ¿Qué sentido tuvo? Ninguno. Si querían detener el movimiento, o lo que fuera, bastaba con identificar a los dirigentes y aislarlos. Hubiera sido tan fácil. Infiltrar, evaluar, delegar, aislar, eliminar.

—¿Así es como matas a la gente?

—Te infiltras en la zona. Evalúas la dificultad del asesinato y las defensas. Delegas la tarea de distraer la atención de la víctima, simulas que la vas a atacar por un lado, pero resulta que se trata de un mensajero o un limpiabotas, o algo así, mientras tú te acercas por detrás. Luego la aislas y la eliminas.

Jodie dio unos tragos de zumo de naranja. Había docenas de botes de zumo de naranja vacíos apilados en un rincón. Parecía que era su único alimento.

—Sabes —dijo y se limpió la boca con la manga—. Se piensa que los asesinos profesionales están locos. Pero tú lo pareces.

—Yo no creo ser un loco —dijo Stephen, resuelto.

—Las personas que matas, ¿son malas? ¿Como maleantes o gente de la Mafia o algo así?

—Bueno, han hecho algo malo a la gente que me paga para que los mate.

—¿Lo que significa que son malos?

—Por supuesto.

Jodie se rió, atontado, con los párpados semicerrados.

—Bueno, puede que no todo el mundo esté de acuerdo contigo, ¿no?

—Vale, ¿qué es bueno y qué es malo? —respondió Stephen—. No hago nada distinto a lo que hace Dios. Buenos y malos mueren en un accidente de tren y nadie se enfada con Dios por eso. Algunos asesinos profesionales llaman a sus víctimas «objetivos» o «sujetos». Un tipo del que oí hablar los llama «cadáveres». Incluso antes de matarlos. Por ejemplo: «el cadáver abandona el coche. Lo tengo en la mira». Es más fácil para él pensar en sus víctimas de esa manera, supongo. A mí no me importa. Los llamo por lo que son. Ahora estoy detrás de la Mujer y el Amigo. Ya maté al Marido. Así es como pienso en ellos. Son personas que debo matar, eso es todo. No es nada del otro mundo.

Jodie reflexionó sobre lo que había oído y dijo:

—¿Sabes algo? No creo que seas un malvado. ¿Sabes por qué?

—¿Por qué?

—Porque malvado es alguien que parece inocente pero resulta ser malo. Lo que pasa contigo es que eres exactamente cómo eres. Pienso que es una cualidad.

Stephen chasqueó sus uñas, tan limpias. Sintió que se ruborizaba nuevamente. Hacía años que no le pasaba.

—¿Te doy miedo, verdad? —preguntó por fin.

—No —dijo Jodie—. No me gustaría tenerte de enemigo. No, señor, no me gustaría. Pero siento que somos amigos. No creo que me hagas daño.

—No —dijo Stephen—. Somos socios.

—Hablaste de tu padrastro. ¿Todavía vive?

—No, murió.

—Lo siento. Cuando tú lo mencionaste estaba pensando en mi padre, también está muerto. Decía que lo que respetaba más en el mundo era la destreza. Le gustaba observar a un hombre de talento hacer lo que se le daba mejor. Sería alguien como tú.

—Destreza —repitió Stephen, sintiéndose henchido de sentimientos inexplicables. Miró cómo Jodie escondía el dinero en una abertura del mugriento colchón—. ¿Qué harás con el dinero?

Jodie se enderezó y miró a Stephen con ojos atontados pero ansiosos.

—¿Puedo mostrarte algo? —Las drogas le hacían pronunciar mal las palabras.

—¡Ya lo creo!

Sacó un libro del bolsillo. Se titulaba
Nunca Más Dependiente
.

—Lo robé de una librería de Saint Marks Place. Es para gente que no quiere seguir siendo alcohólica o drogadicta. Es muy bueno. Menciona esas clínicas donde te puedes tratar. Encontré un lugar en Nueva Jersey. Vas y pasas un mes, un mes entero, pero cuando sales estás curado. Dicen que es realmente efectivo.

—Has hecho bien —dijo Stephen—. Lo apruebo.

—Sí, bueno —Jodie hizo una mueca—. Cuesta catorce mil pavos.

—No me jodas.

—Por un mes. ¿Puedes creerlo?

—Alguien está sacándose una pasta. —Stephen ganaba 150.000 dólares por golpe, pero no quería compartir aquel dato con Jodie, su reciente amigo y socio.

Jodie suspiró y se restregó los ojos. Parecía que las drogas le habían puesto sentimental. Como el padrastro de Stephen cuando bebía.

—Toda mi vida ha sido un desastre —dijo—. Fui a la escuela. Oh, sí. Y me fue bastante bien. Enseñé durante un tiempo. Trabajé en una empresa. Luego perdí el trabajo. Todo salió mal. Perdí mi piso. Siempre tuve problemas con las píldoras. Comencé a robar. Oh, diablos.

—Tendrás tu dinero e irás a la clínica. —Stephen se sentó a su lado—. Tu vida dará un giro total.

Jodie le sonrió, lloroso.

—Mi padre solía decirme lo que te conté, ¿recuerdas? Cuando algo que tenía que hacer era difícil. Él me decía que no pensara en la parte difícil como un problema, sino como un factor. Como algo a considerar. Me miraba a los ojos y decía: «No es un problema, sólo se trata de un factor». Sigo tratando de recordarlo.

—No es un problema, sólo un factor —repitió Stephen—. Me gusta.

Stephen puso su mano sobre la pierna de Jodie para demostrarle que realmente le gustaba.

Soldado, ¿qué mierda estás haciendo?

Señor, estoy ocupado en este momento, señor. Le informaré después.

Soldado…

¡Después,
señor
!

—A tu salud —dijo Jodie.

—No, a la tuya —dijo Stephen.

Y brindaron, con agua mineral y zumo de naranja, por su extraña alianza.

Capítulo 22: Hora 24 de 45

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