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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (68 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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No se molestó en completar la frase. Con un papirotazo desdeñoso, cruzó el pecho de Xavier con el paralizador, de tal modo que los electrodos le rozaron el pecho y lanzaron varias chispas. Xavier emitió un chillido y sufrió una convulsión. Luego se quedó muy quieto, con los ojos y la boca abiertos.

—Xavier... —jadeó Antoinette.

—Lo ha matado —dijo Reloj. Comenzó a desabrocharse las cintas de sujeción—. Tenemos que hacer algo. Antoinette se soltó sin más.

—¿Y a ti qué cojones te importa? Has sido tú el que ha provocado esto.

—Por difícil que le resulte creerlo, sí que me importa. —Y se levantó del asiento buscando con las manos el punto más cercano de anclaje. La máquina se giró para mirarlo. Reloj se mantuvo firme, el único que no se había estremecido al llegar el proxy—. Déjeme pasar. Quiero examinarlo.

La máquina se lanzó hacia Reloj. Quizá esperaba que fintara y se apartara de su camino en el último momento, o que se acurrucara para protegerse. Pero Reloj no hizo ningún movimiento. Ni siquiera parpadeó. El proxy se detuvo, emitiendo furiosos zumbidos y chasquidos. Era evidente que no sabía muy bien qué pensar de él.

—Vuelva atrás —ordenó.

—Déjeme pasar o habrá cometido un asesinato. Sé que lo dirige un cerebro humano y que entiende el concepto de ejecución tan bien como yo.

La máquina volvió a levantar el paralizador. —No servirá de nada —dijo Reloj.

La máquina apretó el paralizador contra él, justo por debajo de la clavícula. La barra de chispas de corriente bailó entre los polos como una anguila atrapada y se introdujo en la tela de la ropa. Pero Reloj siguió sin sufrir ninguna parálisis. No había rastro de dolor en su rostro.

—No va a funcionar conmigo —dijo—. Soy un combinado. Mi sistema nervioso no es del todo humano.

El paralizador estaba empezando a comerle la piel. Antoinette olió lo que supo, sin haberlo olido jamás, que era carne quemada.

Reloj temblaba, con la piel incluso más pálida y cerosa de lo que lo había estado jamás.

—No va a... —La voz le sonaba forzada. La máquina apartó el paralizador y reveló una franja carbonizada de doce milímetros de profundidad. Reloj seguía intentando completar la frase que había comenzado.

La máquina lo tiró de lado con la boca roma y circular de su pistola de repetición. Un hueso crujió; Reloj se estrelló contra la pared y se quedó quieto de inmediato. Parecía muerto, claro que nunca había habido parecido demasiado vivo. El hedor a piel quemada seguía llenando la cabina. No era algo que Antoinette fuera a olvidar muy pronto.

Volvió a mirar a Xavier. Reloj se dirigía a hacer algo por él. Llevaba «muerto» quizá ya medio minuto. Al contrario que Reloj, al contrario que cualquier araña, Xavier no tenía un conjunto de lujosas máquinas en su cabeza que detuviera los procesos de daño cerebral que acompañaban a la pérdida de circulación. No tenía mucho más de un minuto...

—Señor Rosa... —le rogó.

El cerdo dijo:

—Lo siento, pero no es mi problema. De todas formas, yo ya estoy muerto.

Todavía le dolía la cabeza. Tenía los huesos magullados, estaba segura. El proxy casi le había hecho estallar la cabeza. Bueno, de todos modos estaban muertos. El señor Rosa tenía razón. Así que, ¿qué importaba si la herían un poco más? No podía dejar que Xavier se quedase así, tenía que hacer algo.

Se salió de su asiento.

—Deténgase —dijo el proxy—. Está interfiriendo con la escena de un delito. Interferir con una escena criminal designada es un delito...

Antoinette siguió moviéndose de todos modos, saltando de sujeción a sujeción hasta que se encontró al lado de Xavier. La máquina avanzó hacia ella, la joven oyó que se intensificaba el crujido del paralizador. Xavier llevaba un minuto muerto. No respiraba. Le cogió la muñeca e intentó buscarle el pulso. ¿Era así como se hacía?, se preguntó frenética. ¿O era en un lado del cuello?

El proxy la levantó y la dejó a un lado con tanta facilidad como si fuese un fardo de leña. Ella se fue de nuevo a por él, más enfadada de lo que lo había estado jamás en su vida, enfadada y aterrada al mismo tiempo. Xavier iba a morir, de hecho ya estaba muerto. Y ella, al parecer, lo iba a seguir muy pronto. Mierda... Media hora antes, lo único que le había preocupado había sido la bancarrota.

—¡Bestia! —exclamó—. Bestia, si puedes hacer algo..., ahora quizá no fuera un mal momento.

—Debe disculparme, señorita, pero uno es incapaz de hacer nada que no la incomodara más a usted de lo que incomodaría al proxy. —Bestia hizo una pausa y añadió—. Lo siento mucho, de verdad.

Antoinette miró las paredes y un momento de quietud perfecta la envolvió, un ojo en la tormenta. Bestia jamás había sonado así. Era como si la subpersona hubiera cambiado automáticamente, con un chasquido, a un programa de identidad diferente. ¿Cuándo había utilizado jamás la primera persona?

—Bestia... —dijo con voz tranquila—. ¿Bestia...?

Pero ya tenía el proxy encima, la aleación de sus miembros, dura como el diamante y afilada como una cimitarra, cortaba el aire a su alrededor. Antoinette se sacudió y chilló cuando la máquina la apartó por la fuerza de Xavier. La joven no podía evitar cortarse con los miembros del proxy. Le manaba sangre de cada herida en largas procesiones de cuentas que trazaban arcos de color rojo rubí por el aire. Comenzó a sentirse débil, estaba perdiendo la conciencia.

El cerdo se movió. El señor Rosa estaba encima de la máquina. El cerdo era pequeño pero tenía una fuerza inmensa para su tamaño, y los servidores del proxy gimieron y zumbaron a modo de protesta cuando el cerdo luchó contra las hojas de los miembros. Los látigos y espirales de su propia sangre derramada se mezclaban con los de Antoinette. El aire se cubrió de una neblina escarlata cuando las cuentas se fueron dividiendo en gotitas cada vez más pequeñas. La joven vio cómo la máquina infligía brutales cuchilladas al señor Rosa. Este soltaba chorros de sangre que se rizaban al salir como una aurora. El señor Rosa rugía de dolor y rabia, y sin embargo seguía luchando. El paralizador se arqueó, dibujando una vacilante curva azul por el aire. La boca de la pistola de repetición comenzó a rotar más rápido incluso, como si el proxy se estuviera preparando para rociar la cabina.

Antoinette volvió reptando de nuevo al lugar en el que yacía Xavier. Tenía las palmas de las manos cubiertas de cortes. Tocó la frente de Xavier. Podría haberlo salvado hace unos minutos, pensó, pero era inútil intentarlo ahora. El señor Rosa estaba librando una valiente batalla, pero perdía; era inexorable. Ganaría la máquina y la apartaría de nuevo de Xavier; y luego, quizá, la matara a ella también.

Se había acabado. Y todo lo que debería haber hecho, pensó, era seguir el consejo de su padre. Le había dicho que jamás se involucrase con arañas, y aunque él nunca podría haber adivinado las circunstancias que la enredarían con ellos, el tiempo le había dado la razón.

Perdona, papa, pensó Antoinette. Tenías razón, y yo creí saber más que nadie. La próxima vez prometo ser una buena chica...

El proxy dejó de moverse, los motores servo se callaron al instante. La pistola de repetición se redujo a un profundo rumor y luego se detuvo. El paralizador siseó, soltó unas chispas y luego murió. Hasta el zumbido había terminado. La máquina se había limitado a quedarse congelada, inmóvil, una repugnante araña negra empapada con la sangre que cubría la cabina de una pared a otra.

Antoinette encontró alguna fuerza.

—Señor Rosa... ¿Qué ha hecho?

—Yo no he hecho nada —dijo el señor Rosa. Y luego el cerdo señaló a Xavier con un gesto—. Yo me concentraría en él si fuera usted.

—Ayúdeme, por favor. No soy lo bastante fuerte para hacer esto sola. —Ayúdese usted misma.

La joven vio que el señor Rosa también tenía heridas bastante graves. Pero aunque estaba perdiendo sangre, no parecía haber sufrido nada peor que unos cuantos cortes y cuchilladas; no parecía haber perdido ningún dígito ni que le hubieran roto ningún hueso.

—Se lo ruego. Ayúdeme a masajearle el pecho.

—Dije que jamás ayudaría a un ser humano, Antoinette.

De todas formas ella comenzó a trabajar sobre el pecho de Xavier, pero con cada presión perdía fuerzas, fuerzas que no le sobraban.

—Por favor, señor Rosa.

—Lo siento, Antoinette. No es nada personal, pero...

Ella dejó lo que estaba haciendo. Su ira era ahora suprema.

—¿Pero qué?

—Me temo que los humanos no son mi especie favorita, nada más.

—Bueno, señor Rosa, aquí tiene un mensaje de la especie humana: que lo folien a usted y su actitud.

La joven volvió con Xavier y reunió todas las fuerzas que pudo para un último intento.

23

Clavain y H volvieron a coger el veloz ascensor de hierro para dejar los niveles del sótano del
Cháteau
. Mientras subían, Clavain se dedicó a rumiar lo que su anfitrión le había mostrado y contado. En cualquier otra circunstancia, la historia sobre Sukhoi y Mercier habría puesto a prueba su credulidad. Pero la aparente sinceridad de H y el ambiente de pánico que se respiraba en la habitación vacía había puesto difícil desechar sin más todo aquel asunto. Era mucho más reconfortante pensar que H solo le había contado la historia para jugar con su mente y por esa razón Clavain decidió, de momento, optar por la posibilidad menos reconfortante, igual que había hecho H cuando había investigado las afirmaciones de Sukhoi.

Clavain sabía por experiencia que era la posibilidad menos reconfortante la que por lo general terminaba siendo la correcta. Así era como funcionaba el universo.

No hablaron mucho durante el ascenso. El seguía convencido de que tenía que huir de H y continuar con su deserción. Pero de igual forma, lo que H le había revelado hasta ahora le había obligado a aceptar que lo que comprendía de aquel tema estaba lejos de ser todo lo que había.

Skade no solo trabajaba con sus propios fines en mente, o incluso con los fines de una cábala de combinados anónimos: había muchas probabilidades de que estuviera trabajando para la Mademoiselle, que siempre había deseado influir en el Nido Madre. Y la misma Mademoiselle era una desconocida, una figura que se apartaba mucho de la experiencia de Clavain. Y sin embargo, al igual que H, era evidente que había sentido un profundo interés por la larva alienígena y su tecnología, suficiente como para traer la criatura al
Cháteau
y aprender a comunicarse con ella. La mujer estaba muerta, cierto, pero quizá Skade se había convertido en una agente tan voluntariosa que muy bien se podría pensar ahora en Skade y la Mademoiselle como entes inseparables.

Clavain no sabía a qué se había imaginado que se estaba enfrentando, pero era más grande, y se remontaba mucho más atrás, de lo que jamás se había imaginado.

Pero eso no cambia nada, pensó. Lo más importante seguía siendo la adquisición de las armas de clase infernal. Quienquiera que dirigiera a Skade, quería esas armas más que cualquier otra cosa.

Así que soy yo el que las tiene que conseguir.

El ascensor se detuvo con un traqueteo. H abrió la puerta enrejada y llevó a Clavain por otra serie de pasillos de mármol hasta que llegaron a lo que parecía una habitación de hotel absurdamente espaciosa. Un techo bajo, atestado de adornos de yeso, retrocedía en segundo plano, y se habían colocado varios muebles y ornamentos por uno u otro sitio, como objetos en una instalación artística: la cuña negra e inclinada de un piano de cola; un reloj de pie en el medio de la habitación, como si lo hubieran sorprendido en pleno paseo de pared a pared; varias columnas negras que sostenían unos bustos de alabastro oscuro, un par de sofás con patas talladas y tapizados de terciopelo de color escarlata oscuro, y tres sillones dorados tan grandes como tronos.

Dos de los tres sillones estaban ocupados. En uno se sentaba un cerdo vestido como H, con una sencilla túnica negra y pantalones. Clavain frunció el ceño al darse cuenta (aunque no podía estar del todo seguro) de que era Escorpio, el prisionero que había visto por última vez en el Nido Madre. En el otro se sentaba Xavier, el joven mecánico que Clavain había conocido en el Carrusel Nueva Copenhague. La extraña yuxtaposición le provocó a Clavain un dolor de cabeza cuando intentó construir algún escenario plausible para que los dos terminaran juntos, allí.

—¿Son necesarias las presentaciones? —preguntó H—. No creo, pero solo por si acaso, señor Clavain, quiero que conozca a Escorpio y a Xavier Liu. —Saludó primero a Xavier—. ¿Cómo se encuentra ahora?

—Estoy bien —dijo Xavier.

—El señor Liu sufrió un fallo cardíaco. Lo atacaron con un arma paralizadora a bordo de la nave espacial de Antoinette Bax, el Ave de Tormenta. El voltaje programado habría derribado a una hamadríade, por no hablar ya de un ser humano.

—¿Lo atacaron? —dijo Clavain, que tenía la sensación de que lo más cortés era decir algo.

—Un agente de la Convención de Ferrisville. Oh, no se preocupe, el individuo implicado no volverá a hacerlo. Ni eso ni mucho más, la verdad. —¿Lo ha matado? —preguntó Xavier.

—No como tal, no. —H se volvió hacia Clavain—. Xavier tiene suerte de estar vivo, pero se pondrá bien.

—¿Y Antoinette? —preguntó Clavain.

—Ella también se pondrá bien. Unos cuantos cortes y magulladuras, nada demasiado grave. Estará aquí dentro de un momento.

Clavain se sentó en el sillón amarillo vacío, enfrente de Escorpio.

—No pretendo entender por qué Xavier y Antoinette están aquí. Pero tú...

—Es una larga historia —dijo Escorpio.

—Yo no me voy a ninguna parte. ¿Por qué no comenzar desde el principio? ¿No deberías estar detenido? H dijo:

—Las cosas se han complicado, señor Clavain. Tengo entendido que los combinados han traído a Escorpio al sistema interno con la intención de entregárselo a las autoridades.

Xavier miró al cerdo sin dar crédito a lo que veía.

—Creí que H estaba de broma cuando antes te llamó Escorpio. Pero no era así, ¿verdad? Joder. Eres tú, al que llevan todo este tiempo intentando pillar. ¡La puta!

—Su reputación lo precede —le dijo H al cerdo.

—¿Qué cojones estabas haciendo en el Carrusel Nueva Copenhague? —preguntó Xavier mientras volvía a acomodarse en el sillón. Parecía inquietarle encontrarse en el mismo edificio que Escorpio, por no hablar ya de en la misma habitación.

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