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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (67 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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—Amañé un programa de emergencia —dijo Xavier—. Me imaginé que vendría bien si alguna vez nos metíamos en una situación así. —¿Una situación así? —Supongo que mereció la pena —dijo él. —¿Por eso no había ningún mono trabajando?

—¡Oye! —fingió sentirse insultado—. Admitirás que soy previsor, ¿no?

Estaban ingrávidos. El Ave de Tormenta se alejó del Carrusel Nueva Copenhague rodeado de una pequeña constelación de escombros. Fascinada a pesar de todo, Antoinette inspeccionó el daño que dejaban atrás. Habían abierto un agujero con forma de nave en la puerta.

—Mierda, Xave. ¿Tienes idea de lo que nos va a costar eso?

—Bueno, pues estaremos un poco más tiempo en números rojos. Supuse que sería una compensación aceptable.

—No les servirá de nada —dijo Reloj—. Seguimos aquí y no hay nada que nos puedan hacer que no les haga daño a ustedes al mismo tiempo. Así que olvídense de la despresurización o de ejecutar patrones de propulsión de muchas gravedades. No van a funcionar. El problema al que tenían que enfrentarse hace cinco minutos no ha desaparecido.

—La única diferencia —dijo el señor Rosa— es que acaban de quemar un montón de buena voluntad.

—Estaban a punto de desgarrarle la cabeza para llegar a sus recuerdos —dijo Xavier—. Si esa es su idea de buena voluntad, se la pueden meter por donde les quepa.

La draga medio montada del señor Rosa flotaba por la cabina. La había soltado durante la huida.

—Tampoco es que se hubieran enterado de nada —dijo Antoinette—, porque no sé lo que Clavain iba a hacer. Quizá no estoy utilizando términos lo bastante sencillos para que me entiendan.

—Coja la draga, señor Rosa —dijo Remontoire. El cerdo lo miró furioso, hasta que Reloj terminó por añadir con un nítido y excesivo énfasis—: Por favor, señor Rosa.

—Sí, señor Reloj —dijo el cerdo con el mismo matiz sarcástico.

El cerdo se manoseó las cinchas. Ya casi se las había quitado cuando la nave se lanzó hacia delante. La draga era lo único que no estaba atado. Se estrelló contra una de las paredes inflexibles del A ve de Tormenta y se rompió en media docena de piezas relucientes.

Xavier no pudo haber programado eso, ¿verdad i1, se preguntó Antoinette.

—Muy listo —dijo Reloj—. Pero no lo bastante. Ahora tendremos que sacárselo por otros medios, ¿no?

La nave estaba ahora bajo los efectos de una propulsión constante. Pero Antoinette seguía sin oír nada, y eso empezó a preocuparle. Los cohetes químicos eran ruidosos: transmitían su sonido por todo el armazón del casco aunque la nave estuviera en el vacío. La propulsión de iones era silenciosa, pero no podía sostener ese tipo de aceleración. Aunque el motor de fusión tokamak era totalmente silencioso, suspendido como estaba en un telar de campos magnéticos.

Así que la propulsión era por fusión.

Mierda...

Había una condena a muerte obligatoria por utilizar motores de fusión dentro del Cinturón Oxidado. Incluso la utilización de cohetes nucleares tan cerca de un carrusel habría provocado atroces castigos; casi seguro que jamás habría vuelto a atravesar el espacio. Pero la propulsión por fusión era un instrumento que podía ser letal. Una llama de fusión mal dirigida podía partir un carrusel en cuestión de segundos...

—Xavier, si puedes hacer algo, vuélvenos a poner en química de inmediato.

—Lo siento, Antoinette, supuse que esto sería lo mejor.

—¡No me digas!

—Sí, y ya cargo yo con la culpa si hace falta. Pero escucha, aquí estamos secuestrados. Eso cambia las reglas. Ahora mismo queremos que la policía nos haga una visita. Todo lo que estoy haciendo es agitar una bandera.

—Eso suena genial en teoría, Xave, pero...

—Nada de peros. Funcionará. Verán que he mantenido la llama lejos de zonas residenciales a propósito. De hecho, hay incluso una modulación SOS enterrada en el patrón de los impulsos, aunque es demasiado rápida para que nosotros la sintamos.

—¿Crees que la pasma va a notarlo?

—No, pero cono, lo podrán verificar después, que es lo que importa. Verán que esto es un intento claro de pedir ayuda.

—Admiro su optimismo-dijo Reloj—. Pero no llegará a ningún tribunal. Se limitarán a sacarles del cielo de un disparo por violar el protocolo. Jamás tendrá la oportunidad de explicarse.

—Tiene razón —dijo el señor Rosa—. Si quiere vivir, será mejor que le dé la vuelta a esta nave y vuelva a toda prisa al Carrusel Nueva Copenhague.

—¿Y empezar de cero? Tiene que estar de coña.

—Es eso o morir, señor Liu.

Xavier se desabrochó las correas de su asiento.

—Ustedes dos —dijo señalando a los dos visitantes—, será mejor que se queden quietecitos. Es por su propio bien. —¿Y yo qué? —dijo Antoinette.

—Quédate donde estás, es más seguro. Yo vuelvo en un minuto.

No tenía elección, tenía que confiar en él. Solo Xavier conocía los detalles del programa que le había cargado a la Bestia, y si ella empezaba también a moverse por ahí podría hacerse daño si la nave realizaba otro violento cambio de propulsión. Más tarde discutirían, lo sabía. No le hacía gracia que hubiera instalado todos esos trucos sin siquiera decírselo, pero por ahora tenía que admitir que era Xavier el que dominaba la situación. Incluso si todo lo que conseguían era ganar unos cuantos minutos.

Xavier se había ido rumbo a la cubierta de vuelo.

Antoinette miró furiosa a Reloj.

—Clavain me caía mucho mejor que usted, que lo sepa.

Xavier entró en la cubierta de vuelo del Ave de Tormenta y se aseguró de que la puerta quedaba sellada tras él, luego se acomodó en el asiento del piloto. Los dispositivos de la consola seguían en modo de diagnóstico profundo, no lo que se esperaría de una nave en pleno vuelo. Xavier se pasó los primeros treinta segundos restaurando las lecturas de aviónica normales, devolviendo la nave a algo parecido a un estado de vuelo rutinario. De inmediato, una voz sintética comenzó a chillarle que tenía que desconectar la propulsión de fusión porque, según al menos ocho balizas transmisoras locales, seguía dentro del Cinturón Oxidado y estaba por tanto obligado a no utilizar nada más energético que los cohetes químicos.

—¿Bestia? —susurró Xavier—. Será mejor que lo hagas. A estas alturas ya nos habrán visto, estoy bastante seguro. La Bestia no dijo nada.

—Todo va bien —dijo Xavier todavía en susurros—. Antoinette se ha quedado abajo con los dos gilipollas. De momento no se va a ninguna parte.

Cuando la nave le habló, su voz era mucho más baja y suave de lo que lo era jamás cuando se dirigía a Antoinette.

—Espero que hayamos hecho lo correcto, Xavier.

La nave comenzó a retumbar cuando la propulsión por fusión fue suplantada sin contratiempos por cohetes nucleares. Xavier estaba bastante seguro de que todavía estaban a menos de cincuenta kilómetros del Carrusel Nueva Copenhague, lo que significaba que incluso utilizar cohetes nucleares contravenía una lista de reglas tan larga como su brazo. Pero todavía quería llamar un poco la atención.

—Yo también, Bestia. Supongo que pronto lo sabremos.

—Puedo despresurizar, creo. ¿Puedes meter a Antoinette en un traje sin que los otros dos creen ningún problema?

—No va a ser fácil. Ya me preocupa dejarlos solos ahí abajo. No sé cuánto tiempo pasará antes de que decidan empezar a moverse. Supongo que si pudiera meterlos a ellos en un compartimento y a ella en otro...

—Yo quizá pudiera despresurizar de forma selectiva, sí. Pero jamás lo he intentado, así que no sé si funcionará la primera vez.

—Quizá no haya que llegar a eso, si los matones de la Convención llegan aquí antes.

—Pase lo que pase, va a haber lío.

Xavier sabía leer el tono de la Bestia bastante bien.

—¿Te refieres a Antoinette?

—Quizá tenga algunas preguntas difíciles para ti, Xavier.

Xavier asintió muy serio. Eso era lo último que le hacía falta que le recordaran en estos momentos, pero desde luego no se podía discutir.

—Clavain albergaba sus dudas sobre ti, pero tuvo el buen sentido de no preguntarle a Antoinette qué estaba pasando.

—Antes o después va a tener que saberlo. Jim nunca quiso que guardáramos el secreto toda su vida.

—Pero no hoy —dijo Xavier—. Aquí no, y no ahora. Ya tenemos bastante de momento.

Fue entonces cuando vio algo en la consola que le llamó la atención. Fue en el radar tridimensional: tres iconos que se lanzaban a por ellos procedentes del carrusel. Se movían con rapidez, en vectores que los harían rodear el Ave de Tormenta en un movimiento de tenaza.

—Bueno, querías una respuesta, Xavier —dijo la Bestia—. Al parecer la has conseguido.

En estos tiempos, los cúteres de la Convención jamás se alejaban mucho del Carrusel Nueva Copenhague. Si no estaban acosando a Antoinette, y solían estarlo, entonces era a otra persona. Era muy probable que hubieran alertado a las autoridades de que algo extraño estaba pasando en cuanto el Ave de Tormenta dejó el taller de reparaciones. Xavier solo esperaba que no fuera ese oficial concreto de la Convención al que tanto parecían interesarle los asuntos de Antoinette.

—¿Crees que es verdad, que nos matarían sin preguntarnos siquiera por qué estábamos en propulsión de fusión?

—No lo sé, Xavier. En ese momento no es que me sobraran las opciones.

—No... Lo hiciste muy bien. Es lo que yo habría hecho. Lo que Antoinette hubiera hecho, con toda probabilidad. Y desde luego, lo que Jim Bax hubiera hecho.

—Las naves estarán dentro del radio de abordaje en tres minutos. —Pónselo fácil. Voy a volver a ver cómo les va a los otros. —Buena suerte, Xavier.

Regresó a donde lo esperaba Antoinette. Vio aliviado que Reloj y el cerdo seguían en sus asientos. Sintió cómo disminuía su peso cuando la Bestia recortó la potencia a los cohetes nucleares.

—¿Y bien? —preguntó Antoinette.

—Vamos bien —dijo Xavier con más confianza de la que en realidad sentía—. La policía estará aquí en cualquier momento.

Estaba en su asiento para cuando perdieron gravedad. Unos cuantos segundos más tarde sintió una serie de golpes secos cuando la nave de la policía se agarró al casco. Hasta ahora, bien, pensó. Por lo menos los iban a abordar. Mejor eso a que te sacaran del cielo de un disparo. Podría defender su caso, e incluso si los muy hijos de puta insistían en que alguien tenía que morir, creía poder mantener a Antoinette fuera de casi todo el follón.

Sintió una brisa. Le estallaron los oídos. Parecía una descompresión, pero se acabó antes de que hubiera empezado a sentir miedo de verdad. El aire se quedó quieto de nuevo. A lo lejos, oyó sonidos metálicos sordos y chillidos del metal al combarse y partirse.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó el señor Rosa.

—La policía debe de haber cortado nuestra cámara estanca para abrirse paso —dijo Xavier—. Una ligera diferencia de presión entre su aire y el nuestro. No había nada que les impidiese entrar con normalidad, pero supongo que no estaban dispuestos a esperar a que la cámara cumpliera el ciclo.

Ahora oyeron unos sonidos metálicos que se acercaban.

—Han enviado un proxy —dijo Antoinette—. Odio a los proxys.

Llegó menos de un minuto después. Antoinette se estremeció cuando la máquina se desdobló en la habitación, extendiéndose como un repugnante origami negro. Barrió la habitación dibujando arcos letales con sus miembros como estoques. Xavier se removió cuando la hoja de un brazo le pasó a milímetros de los ojos, partiendo el aire con un diminuto latigazo. Hasta el cerdo daba la sensación de preferir estar en algún otro sitio.

—Eso no ha sido muy inteligente —dijo el señor Rosa.

—No íbamos a hacerles daño —añadió Reloj—. Solo queríamos información. Ahora están metidos en un lío todavía mayor.

—Tenían una draga —dijo Xavier.

—No era una draga —dijo el señor Rosa—. Solo era un mecanismo de reproducción eidética. No les habría hecho ningún daño. El proxy dijo:

—La propietaria legal de esta nave es Antoinette Bax. —La máquina se movió y se agachó delante de ella, lo bastante cerca para que la joven escuchara el zumbido bajo y constante que emitía, y oliera el matiz a ozono de las chispas del paralizador—. Ha contravenido las regulaciones de la Convención de Ferrisville sobre al uso de propulsión de fusión dentro del Cinturón Oxidado, antes conocido con el nombre de Banda Resplandeciente. Este es un delito civil de categoría tres que conlleva una pena de muerte neuronal irreversible. Por favor, preséntese para una identificación genética.

—¿Qué? —dijo Antoinette.

—Abra la boca, señorita Bax. No se mueva. —Eres tú, ¿verdad?

—¿Yo, señorita Bax? —La máquina sacó de golpe un par de manipuladores con las puntas de goma y le sujetó la cabeza. A la joven le dolió y le siguió doliendo cada vez más, como si poco a poco le comprimieran el cráneo en un torno. Otro manipulador sacó con gesto eficiente una parte de la máquina antes oculta. Terminaba en una hoja curvada y diminuta, como una guadaña.

—Abra la boca.

—No... —Sentía que se le llenaban los ojos de lágrimas. —Abra la boca.

Aquella maligna y diminuta hoja (que de todos modos era lo bastante grande como para cortarle un dedo) flotó a unos milímetros de su nariz. Antoinette sintió que la presión aumentaba. El zumbido de la máquina se intensificó y se convirtió en una profunda pulsión orgásmica.

—Abra la boca. Es la última advertencia.

La mujer abrió la boca, pero tanto para gruñir de dolor como para darle al proxy lo que quería. El metal se desdibujó, demasiado rápido para que ella lo viera. Sintió un momento de frialdad en la boca y la sensación de que algo metálico le rozaba la lengua durante un instante.

Luego la máquina retiró la hoja. El miembro articulado se plegó y metió la hoja en una abertura separada del compacto chasis central del proxy. Algo zumbó y chasqueó en el interior: un secuenciador rápido, sin duda, que comparaba su ADN con los archivos de la Convención. Oyó el quejido creciente de una centrifugadora. El proxy todavía le tenía la cabeza agarrada como si fuera un torno.

—Suéltala —dijo Xavier—. Ya tienes lo que quieres. Ahora suéltala.

El proxy liberó a Antoinette, que jadeó, cogió aire y se limpió las lágrimas. Luego la máquina se volvió hacia Xavier.

—Interferir en las actividades de un agente o de un mecanismo oficialmente designado de la Convención de Ferrisville es un delito de categoría uno que...

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