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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (14 page)

BOOK: El Arca de la Redención
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[¿En una nave espacial?].

Sí, en una nave espacial muy grande.

[¿Puedo verla?], pidió la niña.

Espero que algún día sí. Pero no hoy. Notó la inquietud de los tutores, aunque ninguno había situado un pensamiento concreto en su mente. Me parece que tenéis otras cosas de las que ocuparos.

[¿Qué has hecho en la nave espacial, Clavain?].

Clavain se rascó la barba. No le gustaba engañar a los niños, y nunca se le habían dado bien las mentiras piadosas. Parecía que lo más adecuado era una síntesis suavizada de la verdad.

Ayudé a alguien.

[¿A quién ayudaste?].

A una dama... Una mujer.

[¿Y por qué necesitaba tu ayuda?].

Su nave... su nave espacial tenía problemas. Necesitaba que le echaran un cable y dio la casualidad de que yo pasaba por ahí. [¿Cómo se llamaba esa dama?].

Bax. Antoinette Bax. Le di un empujón con un cohete, para impedir que siguiera cayendo en un gigante gaseoso. [¿Y por qué salía del gigante gaseoso?]. Pues para ser sincero, lo cierto es que no lo sé. [¿Por qué tenía dos nombres, Clavain?].

Porque... Comprendió que la cosa se iba a liar. Mirad, err, no debería interrumpiros, de verdad que no. Notó una relajación palpable en el aura emocional de los tutores. Así que... ¿quién va a mostrarme lo buen volador que es?

Ese era todo el acicate que necesitaban los niños. Un galimatías de voces asaltó su cráneo, tratando de ganar su atención. [¡Yo, Clavain, yo!] Los observó saltar al vacío, apenas capaces de contenerse.

En un instante dado estaba contemplando todavía la infinitud vegetal y, de repente, la gabarra atravesó un resplandor de hojas y asomó a un claro. Había navegado por el bosque durante tres o cuatro minutos más, tras dejar a los niños, y sabía exactamente dónde encontrar a Felka.

El claro era un espacio esférico rodeado por todas partes de densa vegetación. Uno de los palos estructurales atravesaba con limpieza la zona, abultado con espacios residenciales. La gabarra zumbó cada vez más cerca del palo y después permaneció inmóvil mientras Clavain desembarcaba. Las enredaderas y las hiedras proporcionaban asideros para pies y manos, lo que le permitió abrirse paso por el palo hasta hallar la entrada a su interior hueco. Tuvo una ligera sensación de vértigo, pero fue pasajera. Probablemente una parte de su cerebro siempre sentiría pavor ante la idea de trepar con temeridad por lo que parecían las altas copas de un bosque, pero los años habían reducido esa fastidiosa angustia propia de los primates, hasta el punto en que apenas era apreciable.

—Felka... —llamó desde lejos—. Soy Clavain.

No hubo respuesta inmediata. Se introdujo más hacia el fondo, descendiendo (¿o estaba ascendiendo?) de cabeza. —Felka...

—Hola, Clavain. —La voz retumbó a media distancia, reverberada y amplificada por la peculiar acústica del palo.

Clavain se guió por la voz, ya que no podía seguir sus pensamientos. Felka no solía participar en la mente de colmena de los combinados, aunque no siempre había sido ese el caso. Pero aunque lo hiciera, Clavain hubiese mantenido cierta distancia. Hacía mucho tiempo, y por consentimiento mutuo, habían decidido excluirse el uno al otro de sus mentes, salvo en lo tocante al nivel más superficial. Todo lo demás hubiese supuesto una intimidad indeseada.

La rama terminaba en un espacio interior similar a un útero. Allí era donde Felka pasaba la mayor parte de su tiempo en aquella época, en lo que era su laboratorio y estudio. Las paredes estaban cubiertas por un cautivador remolino de diagramas de madera. A ojos de Clavain, las elipses y nudos recordaban a los contornos geodésicos de un espacio-tiempo muy tensado. En los apliques brillaban las lámparas, que arrojaban su sombra sobre la madera, creando amenazadoras formas de ogro. Se ayudó a avanzar con las yemas de los dedos, al tiempo que rozaba los artilugios de madera que flotaban sueltos por el palo. Clavain reconoció sin problemas la mayoría de los objetos, pero uno o dos le parecían nuevos.

Agarró uno en el aire para examinarlo más de cerca. Vibró en su mano. Era una cabeza humana hecha a partir de una única hélice de madera, y a través de los huecos de la espiral pudo ver otra cabeza dentro, y otra más dentro de esa. Probablemente no fuera la última. Dejó marchar el artefacto y asió otro. Este era una esfera erizada de palos que sobresalían a diversa distancia desde la superficie. Clavain ajustó una de las varillas y notó algo parecido a un clic y un movimiento dentro de la esfera, como el giro de un cerrojo.

—Veo que has estado ocupada, Felka —dijo.

—Parece que no he sido la única —replicó ella—. He oído los informes, algo relativo a un prisionero.

Clavain apartó otro aluvión de objetos de madera y dobló una esquina de la rama. Tuvo que retorcerse para atravesar una apertura que conectaba con una pequeña cámara sin ventanas, iluminada solo por lámparas. La luz arrojaba sombras rosas y verdosas sobre los tonos ocres y marrones de las paredes. Un muro estaba ocupado en su totalidad por numerosos rostros de madera, grabados con rasgos ligeramente exagerados. Los de la periferia apenas tenían forma, como gárgolas corroídas por el ácido. El aire picaba con la resina de la madera trabajada.

—No creo que el prisionero tenga gran importancia —dijo Clavain—. Aún no está clara su identidad, pero parece tratarse de alguna clase de criminal hipercerdo. Lo hemos dragado y hemos recuperado patrones de recuerdos claros y recientes que lo muestran matando gente. Te evitaré los detalles, pero he de reconocer que al menos es creativo. No es cierto eso que dicen de que los cerdos carecen de imaginación.

—Nunca creí que lo fuera, Clavain. ¿Qué me dices del otro asunto, de la mujer que he oído que salvaste?

—Vaya, es curioso cómo corren las noticias. —Entonces recordó que había sido él mismo quien había hablado de Antoinette Bax con los niños.

—¿Se sorprendió?

—No lo sé. ¿Debería haberse sorprendido?

Felka resopló. Flotó en medio de la cámara como un planeta hinchado, seguido por una cohorte de delicadas lunas de madera. Vestía anchas ropas de trabajo marrones y al menos una decena de objetos a medio terminar estaban atados a su cintura mediante filamentos de nailon. Otros hilos conducían a sus herramientas para trabajar la madera, que iban desde brocas y limas hasta láseres y pequeños robots excavadores con cadenas.

—Me imagino que esperaba morir —dijo Clavain—. O cuando menos ser asimilada.

—Parece entristecerte comprobar que somos odiados y temidos. —Le da a uno que pensar.

Felka suspiró, como si ya hubiesen hablado de ello una docena de veces. —¿Cuánto hace que nos conocemos, Clavain? —Más que casi todo el mundo, supongo.

—Cierto. Y durante la mayor parte de ese tiempo has sido un soldado. No siempre en combate, eso es verdad, pero en tu corazón siempre eras un soldado. —Aún con un ojo sobre él, tiró de una de sus creaciones y miró a través de sus intersticios de madera reticulados—. Tengo la impresión de que es un poco tarde para empezar con los dilemas morales, ¿no crees?

—Probablemente tengas razón.

Felka se mordió el labio inferior y, mediante una cuerda más gruesa, se impulsó hacia una pared de la cámara. Cuando se movió, su séquito de creaciones de madera y herramientas entrechocaron. Se dispuso a preparar un té para Clavain.

—No te ha sido necesario tocar mi rostro cuando he llegado —recalcó Clavain—. ¿Debo interpretarlo como una buena señal?

—¿En qué sentido?

—Se me ocurre la posibilidad de que hayas mejorado a la hora de distinguir caras.

—No es así. ¿No te has fijado en el muro de rostros cuando has entrado? —Debes de haberlo hecho hace poco —dijo Clavain.

—Cuando entra alguien de quien no estoy segura, le toco la cara y recorro sus contornos con mis dedos. Luego comparo lo que he cartografiado con las caras que he grabado en la pared, hasta que encaja con una y leo su nombre. Por supuesto, tengo que añadir nuevos rostros de vez en cuando, y algunos necesitan más detalles que otros...

—¿Y yo?

—Tú tienes barba, Clavain, y muchas arrugas. Llevas el pelo cano y claro. Difícilmente podría equivocarme al reconocerte, ¿no crees? No te pareces a nadie más.

Le entregó su bulbo y él hizo pasar un chorro de té ardiendo por su garganta. —Supongo que no tendría sentido negarlo.

La miró con tanta indiferencia como pudo reunir, y comparó cómo era en aquel entonces con el recuerdo que tenía de ella antes de partir en la Sombra Nocturna. Solo habían transcurrido unas cuantas semanas, pero le pareció que Felka se había retirado más, que pertenecía menos al mundo que en cualquier otro momento de sus recuerdos recientes. Hablaba de visitas, pero Clavain tenía la firme sospecha de que no habían sido muchas. —¿Clavain?

—Prométeme algo, Felka. —Antes de proseguir, aguardó a que ella se volviera para mirarlo. Su pelo moreno, que llevaba tan largo como solía Galiana, estaba apagado y grasiento. En sus lagrimales había ganglios de polvos somníferos. Sus ojos eran de color verde claro, casi jade, y los iris desentonaban contra el pálido rosa sanguíneo de la córnea. La piel de la cara estaba hinchada y tenía un tono azulado, como si fuera un hematoma. Al igual que Clavain, Felka tenía una necesidad de dormir que resultaba inusual entre los combinados.

—¿Que te prometa el qué, Clavain?

—Si... cuando la cosa esté mal, me lo harás saber, ¿verdad? —¿Y de qué serviría?

—Sabes que siempre trataré de hacer todo lo que esté en mi mano por ti, ¿no? Sobre todo ahora, que no tenemos a Galiana a nuestro lado. Ella lo estudió con ojos irritados.

—Siempre has hecho todo lo que estaba en tu mano, Clavain. Pero no puedes impedir que sea lo que soy. No puedes hacer milagros.

El asintió con tristeza. Era cierto, pero reconocerlo no ayudaba gran cosa.

Felka no era como los demás combinados. Clavain la había conocido durante su segundo viaje al nido de Galiana en Marte. Era producto de un experimento abortado sobre la manipulación cerebral en los fetos; una niña pequeña y deteriorada, no solo incapaz de reconocer rostros sino también de interactuar con otras personas. Todo su mundo giraba alrededor de un juego inacabable y absorbente. El nido de Galiana estaba rodeado por una estructura gigantesca conocida como la Gran Muralla Marciana. El muro procedía de un fallido proceso de terraformación, y se había visto dañado durante una guerra previa. Pero nunca había terminado de derrumbarse, ya que el juego de Felka consistía en impulsar los mecanismos de autorreparación de la muralla para que actuasen, un proceso intrincado e interminable que consistía en identificar los defectos y localizar los valiosos recursos para la reparación. La muralla, de doscientos kilómetros de alto, tenía al menos tanta complejidad como un cuerpo humano, y era como si Felipa controlara hasta el último aspecto de sus mecanismos de curación, desde la célula más pequeña en adelante. Felka demostró ser muy superior a cualquier máquina en la tarea de mantener la muralla de una sola pieza. Aunque su mente estaba dañada hasta tal punto que no podía relacionarse con las demás personas, poseía una capacidad asombrosa para las tareas complejas.

Cuando la muralla se derrumbó durante el asalto final por parte de los antiguos camaradas de Clavain, la Coalición para la Pureza Neuronal, Galiana, Felka y él lograron escapar del nido por los pelos. Galiana había tratado de disuadir a Clavain de llevarse a Felka, advirtiéndole que, sin la muralla, la muchacha experimentaría un estado de privación mucho más cruel que la propia muerte. Pero aun así, Clavain se la había llevado, convencido de que había de existir alguna esperanza para la chica, que tenía que haber algo más a lo que su mente pudiera aferrarse como sustituto de la muralla.

El estaba en lo cierto, pero hasta que se demostró tuvo que pasar mucho tiempo.

Durante los siguientes años (cuatrocientos, aunque ninguno de los dos había experimentado más que un siglo de tiempo subjetivo), habían tenido que guiar y empujar a Felka hacia su actual estado mental, que no dejaba de ser frágil. Ciertas sutiles y delicadas manipulaciones neuronales le devolvieron parte de las funciones cerebrales que habían quedado destruidas durante la intervención fetal: el lenguaje y la creciente idea de que las demás personas no eran solo meros autómatas. Hubo reveses y fracasos (por ejemplo, nunca había aprendido a diferenciar los rostros), pero los éxitos los superaban con creces. Felka halló otras cosas que distrajeran su mente y, durante la larga expedición interestelar, fue más feliz que nunca. Cada nuevo mundo ofrecía la perspectiva de un puzle terriblemente difícil.

Sin embargo, al final había decidido regresar a casa. No existía rencor entre Galiana y ella, solo la sensación de que era momento de dedicarse a poner orden en los conocimientos que había logrado reunir hasta aquel momento, y que el mejor lugar para hacerlo era el Nido Madre, con sus enormes recursos analíticos.

Pero volvió y se encontró que el Nido Madre estaba envuelto en la guerra. Clavain pronto partió a luchar contra los demarquistas, y Felka descubrió que interpretar los datos de la expedición ya no se consideraba una tarea de alta prioridad.

Poco a poco, con tanta lentitud que apenas resultaba evidente de año en año, Clavain la había visto retirarse de nuevo a su mundo privado. Felka había empezado a jugar un papel cada vez menos activo en los asuntos del Nido Madre y, salvo en raras ocasiones, aislaba su mente de los demás combinados. Y las cosas no habían hecho sino empeorar cuando Galiana volvió, ni muerta ni viva, sino en una especie de terrible estado intermedio.

Los juguetes de madera de los que se rodeaba Felka eran síntomas de una necesidad desesperada de enfrentar su mente a un problema digno de sus capacidades cognitivas. Pero, a pesar de que lograban mantener su interés, a la larga estaban destinados a fracasar. Clavain ya lo había visto antes. Sabía que no estaba en su mano conseguir lo que Felka necesitaba.

—Tal vez cuando acabe la guerra... —dijo sin convicción—. Si el vuelo estelar vuelve a ser algo habitual y comenzamos a explorar de nuevo...

—No hagas promesas que no puedas cumplir, Clavain.

Felka recogió su bulbo con la bebida y se dejó llevar en mitad de la sala. De manera ausente, comenzó a cincelar una de sus composiciones sólidas. El objeto en el que estaba trabajando se parecía a un cubo hecho de otros más pequeños, con huecos cuadrados en algunas de las caras. Introdujo su formón por uno de esos huecos y raspó a uno y otro lado, sin apenas bajar la mirada.

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