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Authors: Alastair Reynolds

Tags: #Ciencia Ficción

El Arca de la Redención (9 page)

El ataúd estaba ya casi suelto, listo para ser arrojado por el borde. Su padre parecía un hombre que echara la siesta. Los embalsamadores habían realizado un trabajo estupendo, y el titubeante mecanismo de refrigeración de la arqueta había hecho el resto. Era imposible creer que su padre llevaba muerto un mes.

—Bueno, papá —dijo Antoinette—, supongo que esto ha sido todo. Lo hemos logrado. Me parece que no hace falta decir mucho más. La nave le hizo el honor de no comentar nada.

—Aún no sé si realmente estoy haciendo lo correcto —prosiguió Antoinette—. Es decir, sé que esto es lo que una vez dijiste que querías, pero... —Déjalo, dijo para sí. No vuelvas de nuevo sobre eso.

—¿Señorita?

—¿Sí?

—Uno aconsejaría con toda seriedad que no nos llevara mucho más tiempo.

Antoinette recordó la etiqueta de la botella de cerveza. No la llevaba consigo en ese momento, pero no había detalle en ella que no pudiera traer de inmediato a la mente. El brillo de las tintas doradas y plateadas se había desvanecido un poco desde el día en que ella misma la había soltado amorosamente de la botella, pero en su imaginación aún brillaban con un lustre fabuloso y misterioso. Era un objeto barato y fabricado a millones, pero en sus manos y en su corazón la etiqueta había adquirido la importancia de un icono religioso. Cuando arrancó la etiqueta era mucho más joven, solo tenía doce o trece años y su padre, con la euforia de un transporte lucrativo, la había llevado a uno de esos antros de alcohol que a veces frecuentaban los mercaderes. Aunque la experiencia de Antoinette en tales temas era limitada, le había parecido una buena noche, con muchas carcajadas y muchas historias que se contaban los unos a los otros. Entonces, en algún momento cerca del final de la velada, la conversación había girado en torno a los diversos modos de encargarse de los restos mortales de los viajeros espaciales, ya fuera por tradición o por preferencias personales. Su padre había guardado silencio durante la mayor parte de la discusión, y sonreía para sus adentros mientras la charla vagaba de lo serio a lo profano y vuelta a empezar, riéndose de los chistes y los insultos. Entonces, para gran sorpresa de Antoinette, había declarado su propia elección, que consistía en ser enterrado en la atmósfera de un planeta gigante gaseoso. En cualquier otro momento, Antoinette hubiese supuesto que se burlaba de las propuestas de sus camaradas, pero había algo en su tono que le indicó que hablaba totalmente en serio y que, aunque nunca antes había mencionado el tema, no era algo que acabara de sacarse de la manga. Y por ese motivo, ella había hecho en su interior un pequeño voto privado. Había sacado la etiqueta de una botella como recordatorio, jurando que si su padre moría algún día y ella estaba en posición de hacer algo al respecto, no olvidaría su deseo.

Y durante todos los años posteriores había sido fácil imaginar que mantendría su voto. Tan fácil, de hecho, que apenas había vuelto a pensar en ello. Pero ahora su padre estaba muerto y ella había tenido que afrontar lo que se había prometido a sí misma, sin importar que ahora se le antojase bastante ridículo e infantil. Lo que contaba era la convicción absoluta que ella creía haber leído en su voz aquella noche. Aunque solo tenía doce o trece, y podía habérselo imaginado o verse engañada por su seria cara de póquer, había hecho un voto y, por muy embarazoso o incómodo que fuera, tendría que plegarse a él aunque eso supusiera poner el peligro su propia vida.

Soltó las últimas correas y después empujó hacia delante el ataúd, hasta que una tercera parte de su longitud asomaba ya por encima del borde. Un buen impulso y su padre recibiría el entierro que había querido.

Era una locura. En todos los años transcurridos desde aquella conversación de borrachos en el bar de los espaciales, su padre no había vuelto a mencionar la idea de ser inhumado en un joviano. ¿Pero significaba eso necesariamente que no se trataba de su auténtica última voluntad? Al fin y al cabo, nunca supo cuándo iba a morir. No había tenido tiempo de poner en orden sus asuntos antes del accidente, ni tenía razón alguna para explicarle con paciencia a Antoinette lo que quería que hiciera con sus restos mortales.

Una locura, si..., pero sentida.

Antoinette empujó el ataúd por el borde.

Durante un instante, la arqueta pareció colgar en el aire por detrás de la nave, como si no deseara comenzar su largo descenso al olvido. Entonces, poco a poco, empezó a caer. Antoinette la vio dar vueltas y hundirse tras la nave cuando el viento la frenó. Rápidamente se redujo de tamaño: ahora era como su pulgar extendido, ahora un pequeño guión que giraba en el límite de la vista, ahora un punto que solo reflejaba de forma intermitente la débil luz que llegaba de la estrella, brillando y desvaneciéndose como si atravesara hinchadas capas de nubes de color pastel.

Lo vio una vez más, y después desapareció.

Antoinette volvió a apoyarse sobre el aparejo. No se lo esperaba, pero ahora que la hazaña se había completado, ahora que había enterrado a su padre, el agotamiento la tumbó. Sintió de pronto todo el peso que la aplastaba desde lo alto como si fuera plomo. No sentía verdadera pena, ni le quedaban lágrimas; ya había llorado bastante. Con el tiempo llegarían más, estaba segura de ello. Pero por ahora, todo lo que sentía era un absoluto agotamiento.

Antoinette cerró los ojos. Transcurrieron varios minutos.

Entonces le indicó a Bestia que cerrase la puerta de la bodega y emprendió el largo trayecto de vuelta a la cubierta de vuelo.

3

Desde su posición privilegiada en una cámara estanca, Nevil Clavain observó cómo se abría una parte circular del casco de la Sombra Nocturna. Los proxys acorazados que salieron por allí recordaban a piojos albinos, segmentados y con caparazón, y de ellos brotaban muchos miembros especializados, sensores y armas. Atravesaron velozmente el espacio abierto hasta la nave enemiga y se adhirieron a su casco en forma de garra con sus patas de extremidades adhesivas. Después corretearon sobre la dañada superficie en busca de esclusas de entrada y de los puntos débiles conocidos para ese modelo de nave.

Los proxys avanzaban con el movimiento tanteante y aleatorio típico de los insectos. Los escarabajos podrían haber barrido rápidamente la nave, pero con el riesgo de matar a cualquier posible superviviente que estuviera refugiado en las zonas presurizadas. Así que Clavain insistió en que las máquinas usaran las esclusas, aunque eso significase un retraso mientras cada robot entraba por ellas.

No tendrían por qué haberse molestado. En cuanto el primer escarabajo se abrió paso, quedó claro que no iba a encontrar resistencia ni supervivientes armados. La nave estaba oscura, fría y en silencio. Casi se podía oler la muerte a bordo. El proxy avanzó poco a poco por la embarcación enemiga y los rostros de los muertos se asomaban a la imagen al tiempo que pasaba junto a sus puestos de servicio. Llegaron informes similares de las máquinas que correteaban por el resto de la nave.

Clavain retiró casi todos los escarabajos y envió a continuación un pequeño destacamento de combinados a la nave, por la misma ruta que habían utilizado las máquinas. A través de los ojos de un escarabajo observó a su escuadrón emerger uno a uno de la esclusa: formas blancas y bulbosas como fantasmas de bordes nítidos.

El escuadrón recorrió la nave y atravesó las mismas zonas angostas que ya habían explorado los proxys, pero con la perspicacia añadida de los seres humanos. Asomaron las bocas de las pistolas a los posibles escondrijos y abrieron y comprobaron las escotillas en busca de supervivientes agazapados. No encontraron ninguno. Tantearon discretamente a los muertos, pero nadie dio la más mínima muestra de estar fingiendo. Sus cuerpos comenzaban a enfriarse y los patrones térmicos alrededor de sus rostros mostraban que la muerte ya era definitiva, aunque reciente. No había signos de heridas o de un final violento.

Clavain compuso un pensamiento y se lo transmitió a Skade y a Remontoire, que seguían en el puente.

Voy a ir dentro. No pongáis pegas ni reparos, será rápido y no asumiré ningún riesgo innecesario.

[No, Clavain].

Lo siento, Skade, pero no se puede estar en misa y repicando. No soy miembro de tu pequeño club privado, lo que implica que puedo ir a donde me salga de los cojones. Si no te gusta te aguantas, es parte del trato.

[Sigues siendo un recurso valioso, Clavain].

Tendré cuidado, te lo prometo.

Notó que la irritación de Skade impregnaba su propio estado emocional. Remontoire tampoco estaba demasiado entusiasmado. Como miembros del Consejo Cerrado, para ellos hubiese sido impensable embarcarse en algo tan peligroso como subir a bordo de una nave enemiga capturada. Ya se arriesgaban mucho al abandonar el Nido Madre. La mayoría de los combinados, Skade incluida, querían que Clavain se uniera al Consejo Cerrado, donde podrían aprovechar su sabiduría con mayor eficacia y mantenerlo a salvo de todo daño. Gracias a su autoridad en el Consejo, Skade podía hacerle difícil la vida si insistía en permanecer fuera, relegándolo a deberes nominales o incluso a alguna clase de miserable jubilación forzosa. También existían otras vías de castigo, y Clavain no se tomaba ninguna de ellas a la ligera. Incluso había comenzado a plantearse la posibilidad de que, al fin y al cabo, quizá debiera unirse al Consejo Cerrado. Al menos, así obtendría algunas respuestas y tal vez hasta pudiera ejercer alguna influencia sobre los miembros más agresivos.

Pero hasta que tuviera que tragar, seguía siendo un soldado. Ninguna restricción se aplicaba a él, y antes muerto que actuar como ellos.

Prosiguió con la tarea de preparar su traje. Durante una época, al menos dos o tres siglos, aquel proceso había resultado mucho más fácil y rápido. Te ponías la máscara y algo de equipo de comunicación, y entonces atravesabas una membrana de material inteligente extendida sobre un hueco que, por el otro lado, se abría al vacío. Al cruzar, una capa de esa membrana se deslizaba a tu alrededor y formaba al instante un traje ajustado sobre la piel. A la hora de regresar, pasabas por la misma membrana y el traje retornaba a ella, fluyendo como légamo mágico. Convertía el acto de salir de una nave en algo tan complejo como ponerse unas gafas de sol. Pero claro, esa clase de tecnología nunca había sido muy apropiada en tiempos de guerra (demasiado vulnerable a un ataque), y en la era posterior a la plaga tenía aún menos sentido, ya que solo las formas más resistentes de nanotecnología podían utilizarse para aplicaciones críticas.

Clavain imaginó que debería sentirse molesto por el esfuerzo adicional que se requería ahora. Pero en muchos sentidos, encontraba que la acción de ponerse el traje (ataviarse marcialmente con las placas de la armadura, comprobar de forma rigurosa los subsistemas críticos, abrocharse las armas y los sensores) resultaba extrañamente tranquilizadora. Tal vez se debiera a que la naturaleza ritual del ejercicio se manifestaba como una serie de gestos supersticiosos contra la mala suerte. O quizá porque le recordaba a cómo eran las cosas durante su juventud.

Salió de la cámara estanca y se impulsó con las piernas hacia la nave enemiga. La embarcación, con forma de garra o de zarpa, brillaba sobre el oscuro limbo del gigante gaseoso. Estaba dañada, desde luego, pero no brotaban gases que sugirieran una pérdida de integridad del casco. Cabía la posibilidad de que todavía sobreviviera alguien. Aunque los escáneres de infrarrojos no habían sido concluyentes, los dispositivos de láser habían detectado ligeros movimientos de la nave a un lado y a otro. Podía existir toda clase de explicaciones para un meneo como ese, pero la más evidente era la presencia de al menos una persona que todavía se movía por el interior y tocaba el casco de vez en cuando. Sin embargo, los escarabajos no habían encontrado ningún superviviente, y tampoco su equipo de barrido.

Algo atrapó su mirada: un filamento de color verde claro, un relámpago contorsionado en el oscuro creciente del gigante gaseoso. Apenas había pensado en el carguero desde la reaparición de la nave demarquista, pero lo cierto era que la embarcación de Antoinette Bax no había vuelto a emerger de la atmósfera. Con toda seguridad estaba muerta, de cualquiera de los varios miles de maneras en las que era posible morir en una atmósfera. Clavain no tenía ni idea de lo que había estado haciendo allí, y dudaba que fuese algo que él hubiera aprobado. Pero estaba sola, ¿verdad?, y ese no era modo de morir en el espacio. Clavain recordó cómo había ignorado la advertencia de la capitana, y cayó en la cuenta de que la admiraba por ello. Fuese lo que fuese, no se podía negar que se había comportado con valentía.

Con un ruido sordo, entró en contacto con la nave enemiga. Absorbió el impacto flexionando las rodillas, se puso en pie y sus suelas se adhirieron al casco. Mientras alzaba una mano frente a su visera para reducir el brillo del sol, se giró para contemplar la Sombra Nocturna y disfrutar de la poco frecuente oportunidad de observar su nave desde fuera. La Sombra Nocturna era tan oscura que al principio tuvo problemas para discernirla. Entonces sus implantes lo rodearon de un recuadro verde parpadeante y anotaron la escala y la distancia con dígitos y gradientes de gris. La nave era una abrazadora lumínica con capacidad interestelar. Su esbelto casco se estrechaba hasta formar una proa afilada como una aguja, una forma pensada para mejorar al máximo la eficacia del viaje en las cercanías de la velocidad de la luz. Adosados cerca del punto de máximo grosor del casco, justo antes de que este volviera a reducirse a una cola roma, había un par de motores que surgían del casco mediante delicadas barras. Eran lo que las demás facciones humanas llamaban motores combinados, por el simple motivo de que los combinados poseían el monopolio sobre su construcción y distribución. Durante siglos, los combinados habían permitido que los demarquistas, los ultras y otras facciones de viajeros interestelares usaran esa tecnología, aunque jamás les habían dado pistas sobre los misteriosos procesos físicos que permitían que esos motores, no manipulables, funcionaran.

Pero todo eso había cambiado un siglo atrás. Prácticamente de la noche a la mañana, los combinados habían detenido la producción de sus motores. No se dio ninguna explicación ni hubo promesa alguna de retomar algún día la producción. A partir de ese momento, los motores combinados ya existentes habían adquirido un asombroso valor y se habían cometido terribles actos de piratería para hacerse con ellos. Ciertamente, aquello había sido una de las causas de la actual guerra.

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