—A verla —dijo Amanda.
Shackie desenrolló la tela: hojas secas picadas.
Conocía la opinión de Amanda respecto a las drogas: perdías el control de la mente, y eso era arriesgado porque daba ventaja a los demás. También te podías pasar, como le había ocurrido a Philo
el Niebla, y
entonces no te quedaba ni mente de la que perder el control. Y sólo podías fumar con gente de confianza. ¿Ella confiaba en Shackie y Croze?
—¿Tú la has probado? —le susurré a Amanda.
—Todavía no —me respondió Amanda en otro susurro.
¿Por qué estábamos susurrando? Los cuatro estábamos tan cerca que Shackie y Croze podían oírlo todo.
—Entonces, no quiero —dije.
—Pero he pasado —dijo Amanda. Sonó feroz—. ¡He pasado un montón!
—Yo he probado esta mierda —dijo Shackie. Usó su voz más dura para decir «mierda»—. ¡Es alucinante!
—Yo también. Es como si volaras —dijo Croze—. Como un puto pájaro.
Shackie ya estaba enrollando las hojas picadas, ya lo estaba encendiendo, ya estaba dando una calada.
Noté en mi trasero la mano de alguien, no supe de quién. Estaba subiendo, tratando de encontrar una vía de entrada bajo mi vestido de Jardinera de una pieza. Quería decir basta, pero no lo hice.
—Tú pruébalo —dijo Shackie.
Me agarró por la barbilla, metió su boca en la mía y me sopló una bocanada de humo. Yo tosí, y él lo hizo otra vez y me sentí muy mareada. Entonces vi una clara imagen fluorescente, cegadora y brillante del conejo que nos habíamos comido esa semana. Me estaba mirando con sus ojos sin vida, pero los ojos eran de color naranja.
—Te has pasado —dijo Amanda—. ¡No está acostumbrada!
Enseguida me mareé, y vomité. Creo que los manché a todos. Oh, no, pensé, qué idiota. No sé cuánto duró todo eso, porque el tiempo era como de goma, se extendía como una larga soga elástica o un enorme trozo de chicle. Luego todo se cerró en un cuadradito negro y me desmayé.
Cuando me levanté estaba sentada, apoyada en la fuente rota del centro comercial. Todavía estaba mareada, aunque ya no tenía ganas de vomitar: era más como flotar. Todo parecía lejano y traslúcido. «A lo mejor puedo atravesar el cemento con la mano —pensé—. Quizá todo está hecho de encaje: de motas, con Dios en medio, como dice Adán Uno. Quizá soy humo.»
El escaparate de la tienda del centro comercial que teníamos delante era como una caja llena de luciérnagas, como lentejuelas vivas. Estaban dando una fiesta, oía la música. Tintineante y extraña. Una fiesta de mariposas: debían de estar danzando sobre sus largas y flacas patas de mariposa. Si consigo levantarme, pensé, también podré bailar.
Amanda tenía su brazo a mi alrededor.
—No pasa nada —dijo—. Estás bien.
Shackie y Croze aún estaban allí, y sonaban cabreados. O al menos Croze, más que Shackie, porque Shackie estaba casi tan machacado como yo.
—Bueno, ¿cuándo pagarás? —dijo Croze.
—No ha funcionado —dijo Amanda—, así que nunca.
—Ese no era el trato —dijo Croze—. El trato era que nosotros traíamos el material. Nosotros lo hemos traído, así que nos lo debes.
—El trato era que Ren se ponía contenta —dijo Amanda—. No se ha puesto contenta. Fin del trato.
—Ni hablar —dijo Croze—. Nos lo debes. Paga.
—Que os den —dijo Amanda.
Su voz tenía ese filo peligroso, el que usaba en las plebillas cuando se le acercaban.
—Bueno —dijo Shackie—. Cuando quieras. —No parecía demasiado preocupado.
—Nos debes dos polvos —dijo Croze—. Uno a cada uno. Hemos corrido un gran riesgo, nos podían haber matado.
—No la jodas —dijo Shackie—. Sólo quiero tocarte el pelo —le dijo a Amanda—. Hueles a tofe. —Aún estaba volando.
—¡Largaos! —dijo Amanda.
Y supongo que lo hicieron, porque la siguiente vez que los busqué ya no estaban.
Para entonces ya me sentía más normal.
—Amanda —dije—. No puedo creer que comerciaras con ellos. —Quise decir, por mí, pero tenía miedo de echarme a llorar.
—Siento que no haya funcionado —dijo—. Sólo quería que te sintieras mejor.
—Me siento mejor —dije—. Más ligera.
Eso era verdad, en parte porque había vomitado mucho peso en forma de líquido, pero en parte por Amanda. Sabía que había hecho ese tipo de comercio, a cambio de comida, cuando pasó hambre después del huracán de Tejas, pero me había dicho que nunca le había gustado y que era estrictamente un negocio, así que no había vuelto a hacerlo porque no había tenido necesidad. Y tampoco la tenía esta vez, pero lo había hecho de todos modos. No sabía que me apreciaba tanto.
—Ahora están furiosos contigo —dije—. Buscarán revancha.
De todos modos no me importaba demasiado, porque yo todavía estaba volando como una abeja.
—No me preocupa —dijo Amanda—. Puedo ocuparme de ellos.
De la vida subterránea
Narrado por Adán Uno
Queridos amigos, queridos compañeros mamíferos, queridos compañeros animales:
No señalo con el dedo, porque no sé adónde señalar; pero como acabamos de ver, los rumores maliciosos extienden la confusión. Un comentario despreocupado puede ser como la colilla de un cigarrillo lanzada en el vertedero, humeante hasta que estalla en llamas y envuelve un barrio entero. Vigilad vuestras palabras en el futuro.
Es inevitable que ciertas amistades susciten comentarios indebidos. Pero no somos chimpancés: nuestras hembras no muerden a sus hembras rivales; nuestros machos no saltan sobre nuestras hembras ni las golpean con ramas. Al menos, por regla general. Todas las relaciones de pareja están sometidas a estrés y tentación: pero no contribuyamos a esa tensión ni malinterpretemos esa tentación.
Echamos de menos la presencia de nuestro antiguo Adán Trece, Burt, la de su esposa, Veena, y la de la pequeña Bernice. Perdonemos lo que hay que perdonar, y pongamos luz en torno a ellos en nuestros corazones.
Avancemos. Hemos identificado un taller de reparación de automóviles abandonado que puede convertirse en hogares acogedores, una vez que llevemos a cabo un realojo de las ratas. Estoy seguro de que las ratas del taller estarán muy felices en el Buenavista en cuanto vean las oportunidades de comida que éste les ofrece.
Os complacerá saber que aunque se han perdido nuestros lechos de cultivo de setas del Buenavista, Pilar ha guardado micelios de cada una de nuestras atesoradas especies, y prepararemos lechos de hongos en una sala de bodega en de Estética hasta que se encuentre una ubicación más húmeda.
Hoy celebramos el Día de los Topos, nuestra festividad de la vida subterránea. El Día de los Topos es una fiesta infantil, y nuestros niños han estado muy ocupados decorando el Jardín del Edén en el Tejado. Los topos, con sus pequeñas garras hechas con trozos de peines, los nematodos creados con bolsas de plástico transparente, las lombrices hechas con medias rellenas y cuerda, los escarabajos peloteros: qué gran testimonio de los poderes de creatividad que Dios nos ha concedido, por medio de los cuales incluso lo inútil y descartado puede redimirse del sinsentido.
Tendemos a pasar por alto las criaturas más pequeñas que moran entre nosotros; sin embargo, sin ellas nosotros mismos no podríamos existir; porque cada uno de nosotros es un jardín de formas de vida microscópica. ¿Dónde estaríamos sin la flora que puebla el tracto intestinal o sin las bacterias que nos defienden de invasores hostiles? Convivimos con multitudes, amigos míos, con una miríada de formas de vida que reptan bajo nuestros pies y, podría añadir, bajo nuestras uñas.
Cierto es que en ocasiones estamos infestados con nanobioformas con las que preferiríamos no convivir, como el acaro de las cejas, el ancilostoma, la ladilla, la lombriz intestinal y la garrapata, por no hablar de las bacterias y los virus hostiles. Pero pensemos en ellos como los ángeles más diminutos de Dios, que cumplen con su trabajo insondable a su propia manera, porque también estas criaturas residen en la mente eterna y brillan en la luz eterna, y forman parte de la sinfonía polifónica de
¡Consideremos también a Sus trabajadores en la tierra! Sin los gusanos, los nematodos y las hormigas, sin su incesante labrado del suelo, éste se transformaría en una masa compacta y se extinguiría la vida. Pensemos en las propiedades antibióticas de los gusanos y de los diversos hongos, y en la miel que fabrican nuestras abejas, y también en la tela de araña, tan útil para detener la hemorragia de una herida. Para cada mal, Dios ha proporcionado un remedio en su gran botiquín de medicina natural.
Mediante el trabajo de los escarabajos carroñeros y las bacterias putrescentes, nuestra morada de carne se destruye y regresa a los elementos para enriquecer las vidas de otras criaturas. Qué equivocados estaban nuestros antepasados al preservar los cadáveres: sus embalsamamientos, sus adornos, sus féretros en mausoleos... ¡Qué horror convertir la cáscara del alma en un fetiche impuro! Y, al final, ¡qué egoísta! ¿No deberíamos devolver el don de la vida regalándonos a la vida cuando llegue el momento?
La próxima vez que tengáis en las manos un puñado de compost húmedo, rezad una silenciosa oración de agradecimiento a todas las anteriores criaturas de la tierra. Imaginaos dando a todas y cada una de ellas un achuchón cariñoso. Porque sin duda están aquí con nosotros, siempre presentes en esa matriz nutritiva.
Ahora unámonos a nuestro Coro de Capullos y Flores para cantar nuestro himno tradicional del Día de los Topos.
31Alabamos los topos perfectos
Alabamos los topos perfectos,
jardineros del subsuelo;
la hormiga, el gusano y el nematodo,
dondequiera que se encuentren.
En la oscuridad viven su vida,
al ojo humano invisibles;
la tierra es aire para ellos
y su día es nuestra noche.
Revuelven el suelo y lo labran,
las plantas hacen crecer;
nuestra Tierra sería un desierto
si ellos no estuvieran vivos.
Los escarabajos carroñeros,
que en sitios extraños buscan,
nos devuelven a los elementos
y los lugares ordenan.
Por las diminutas criaturas
bajo los campos y bosques,
demos gracias hoy con alegría
porque Dios vio que eran buenas.
Del Libro Oral de Himnos
de los Jardineros de Dios
Año 25
Cuando el Diluvio desate su cólera tenéis que contar los días, decía Adán Uno. Tenéis que observar las salidas del sol y los cambios de la luna, porque hay una estación para cada cosa. En las meditaciones, no os alejéis en exceso en vuestros viajes interiores, no sea que entréis en lo eterno antes de tiempo. En vuestros estados de barbecho, no descendáis a un nivel demasiado profundo para volver a salir, o llegará la noche en que todas las horas serán iguales para vosotros, y entonces ya no habrá esperanza.
Toby ha estado contando los días en una libreta vieja del AnooYoo Spa-in-the-Park. Cada página rosa tiene en la parte superior dos ojos de largas pestañas —uno de ellos guiñado— y un beso de pintalabios. A ella le gustan esos ojos y esas bocas sonrientes: le hacen compañía. Encima de cada página nueva apunta la festividad de los Jardineros o el santo del día. Aún puede recitar la lista completa de memoria: san E. F. Schumacher, santa Jane Jacobs, santa Sigurdsdottir de Gullfoss, san Wayne Grady de los Buitres; san James Lovelock, el bendito Gauthama Buda, santa Bridget Stutchbury del Café Arábigo, san Lineo de , de los Cocodrilos, san Stephen Jay Gould del Esquisto Jurásico, san Gilberto Silva de los Murciélagos. Y el resto.
Bajo el nombre de cada santo, Toby escribe sus notas de agricultura: lo que se ha plantado, lo que se ha cosechado, la fase lunar, los insectos huéspedes.
«Día de los Topos —escribe hoy—. Año 25. Hacer la colada. Luna creciente.» El Día de los Topos formaba parte de de San Euell. No era un buen aniversario.
En el lado positivo, ya debería haber algunas polibayas maduras. La fuerza del gen híbrido de las polibayas es que da fruto en todas las estaciones. Quizás a última hora de la tarde irá a recogerlas.
Dos días antes —en San Orlando Garrido de los Lagartos— hizo una anotación que no estaba relacionada con la agricultura. «¿Alucinación?», había escrito. Ahora cavila sobre esa anotación. En ese momento pareció una alucinación.
Fue después de la tormenta del día. Toby se hallaba en el tejado, comprobando las conexiones entre los cubos: del único grifo que había dejado abierto abajo no salía agua. Encontró el problema —un ratón ahogado que atascaba la toma— y se estaba volviendo hacia la escalera cuando oyó un extraño sonido. Era como un canto, pero no un canto que hubiera oído antes.
Examinó con los prismáticos. Al principio no vio nada, pero luego en el extremo del campo, apareció una extraña procesión. Parecía formada únicamente por gente desnuda, aunque un hombre que iba delante llevaba ropa, y una especie de sombrero rojo y, ¿podía ser?, gafas de sol. Detrás de él había hombres, mujeres y niños, de todos los colores de piel conocida; al concentrarse, vio que varias de las personas desnudas tenían abdómenes azules.
Por eso había decidido que tenía que ser una alucinación: por el azul. Y por el canto cristalino sobrenatural. Había visto las figuras sólo un momento. Estaban allí, luego se desvanecieron como humo. Debían de haberse internado entre los árboles para seguir aquel sendero.
Había dado saltos de alegría: no pudo evitarlo. Había tenido ganas de bajar corriendo por la escalera, de salir corriendo del edificio, de ir tras ellos. Pero era una esperanza demasiado grande, esperar que vivieran otras personas, tantas otras personas. Otras personas que parecían muy sanas. No podía ser real. Si se dejaba cautivar por esos espejismos, si permitía que esos cantos de sirena la atrajeran al bosque de los cerdos, podría ser la primera persona en la historia en ser destruida por las proyecciones excesivamente optimistas de su propia mente.
Al enfrentarse a un vacío excesivo, decía Adán Uno, el cerebro inventa. La soledad crea compañía igual que la sed crea agua. ¿Cuántos marineros habían naufragado en busca de islas que no eran más que un resplandor?