—Todo está bien —dijo Pilar—. En la imagen global. Amanda, Ren, ¿me traeríais un vaso de agua?
—Lo iré a buscar —dije.
—Id las dos —dijo Pilar—. Por favor.
No nos quería allí. Dejamos del Barbecho lo más lentamente que pudimos. Ojalá hubiera podido oír lo que estaban diciendo: no era sobre la miel. El aspecto de Pilar me estaba asustando.
—No es de una plebilla —susurró Amanda—. Es de un complejo.
Yo pensaba lo mismo, pero dije:
—¿Cómo lo sabes?
En los complejos vivía la gente de las corporaciones: todos esos científicos y gente de negocios que Adán Uno decía que estaban destruyendo las viejas especies y creando nuevas y arruinando al mundo, aunque yo no podía creer que mi verdadero padre estuviera haciendo eso en HelthWyzer; en cualquier caso, ¿por qué Pilar saludaba siquiera a alguien de allí?
—Sólo es una sensación —dijo Amanda.
Cuando regresamos con el vaso de agua, Pilar volvía a tener los ojos cerrados. El chico estaba sentado a su lado; había movido unas pocas piezas de ajedrez. La reina blanca estaba encerrada: un movimiento más y estaría muerta.
—Gracias —dijo Pilar, cogiendo el vaso de agua de Amanda—. Y gracias por venir, querido Glenn —le dijo al chico.
El joven se levantó.
—Bueno, adiós —dijo con torpeza.
Y Pilar le sonrió. Su sonrisa era brillante aunque débil. Tuve ganas de abrazarla, se la veía muy pequeña y frágil.
Volviendo al Árbol de , Glenn caminó junto a nosotras.
—Está muy mal, ¿verdad? —dijo Amanda.
—La enfermedad es un defecto de diseño —dijo el chico—. Podría corregirse.
Sí, decididamente era de un complejo. Sólo los cerebritos de los complejos hablaban así: sin responder a tu pregunta, sino diciendo algo general, como si lo supieran todo a ciencia cierta. ¿Era así como hablaba mi verdadero padre? Quizás.
—Entonces, si estuvieras haciendo el mundo, ¿lo harías mejor? —dije.
Mejor que Dios, era lo que quería decir. De repente, me sentía piadosa, como Bernice. Como un Jardinero.
—Sí —dijo—. La verdad es que sí.
Al día siguiente, pasamos a recoger a Bernice por el Buenavista Condos, como de costumbre. Creo que las dos nos sentíamos avergonzadas por lo que habíamos hecho el día anterior: al menos, yo lo estaba, pero cuando llamamos a la puerta y dijimos «pom, pom» Bernice no dijo «¿quién es?». No dijo nada.
—Peli —dijo Amanda en voz alta—. Peligroso.
Todavía nada. Casi podía sentir su silencio.
—Vamos, Bernice —dije—. Abre la puerta. Somos nosotras.
Abrieron la puerta, pero no fue Bernice quien lo hizo, sino Veena.
Estaba mirándonos a los ojos, y no parecía en barbecho para nada.
—Largaos —dijo, y cerró la puerta.
Nos miramos la una a la otra. Tenía una sensación muy mala. ¿Y si habíamos causado algún trauma permanente a Bernice, con nuestra historia sobre Burt y Nuala? ¿Y si ni siquiera era cierto? Al principio, sólo había sido una broma. Pero ya no lo parecía.
Cualquier otra Semana de San Euell habríamos ido al Heritage Park a buscar setas con Pilar y Toby. Era emocionante, porque nunca sabías con qué te ibas a encontrar. Había familias de las plebillas cocinando al aire libre y peleándose, y nos tapábamos la nariz para evitar el hedor de la carne chisporroteante; había parejas revolcándose en los arbustos, o gente sin hogar bebiendo o roncando bajo los árboles, o locos de pelo alborotado hablando entre ellos o gritando, o drogados disparando. Si llegábamos hasta la playa, podía haber chicas tomando el sol en biquini, y Shackie y Croze les decían «cáncer de piel» para recabar su atención.
O podía haber varios tipos de Corpsegur en patrulla de servicio público para decir a la gente que echara la basura en los contenedores, aunque en realidad —decía Amanda— estaban buscando pequeños camellos que hacían negocio sin dar la parte correspondiente a sus amigos de la mafia. En esos casos oías el chisporroteo de un pulverizador y algunos gritos. Ha ofrecido resistencia, decían a los que pasaban al llevarse al tipo a rastras.
Sin embargo, nuestra excursión a Heritage Park se canceló ese día por la enfermedad de Pilar. Así que en lugar de eso tuvimos Botánica Silvestre con Burt
el Pelón,
en el solar de detrás del Scales and Tails.
Llevábamos pizarras y tiza porque siempre dibujábamos las hierbas silvestres para memorizarlas mejor. Luego borrábamos nuestros dibujos, y la planta seguía en nuestras cabezas. No hay nada como dibujar una cosa para verla de verdad, decía Burt.
Burt dio vueltas por el solar, recogió algo, lo levantó para que lo viésemos.
—
Portulaca oleracea
—dijo—. Nombre común: verdolaga. Se encuentra cultivada y silvestre. Prefiere la tierra revuelta. Fijaos en el tallo rojo, las hojas alternas. Es una buena fuente de omega-3. —Hizo una pausa y torció el gesto—. La mitad no estáis mirando y la otra mitad no estáis dibujando —dijo—. ¡Esto podría salvaros la vida! Aquí estamos hablando de sustento. Sustento. ¿Qué es el sustento?
Miradas en blanco, silencio.
—Sustento —dijo el Pelón— es lo que sostiene el cuerpo de una persona. Es comida. ¡Comida! ¿De dónde sale la comida? ¿Clase?
Recitamos juntos:
—Toda la comida sale de la tierra.
—Exacto —dijo Burt—. ¡De la tierra! Y luego la mayoría de la gente la compra en el supermercado. ¿Qué ocurriría si de repente no hubiera más supermercados? ¿Shackleton?
—Cultivaríamos en el tejado —dijo Shackie.
—Supongamos que no hay tejados —dijo el Pelón, empezando a sonrosarse—. ¿De dónde la sacaríais entonces?
Otra vez miradas inexpresivas.
—Iríais a recolectar —dijo el Pelón—. ¿Qué quiere decir recolectar, Crozier?
—Encontrar cosas —dijo Croze—. Cosas que no has de pagar. Como robar.
Reímos.
El Pelón no hizo caso.
—¿Y dónde buscaríais esas cosas? ¿Quill?
—¿En el centro comercial? —dijo Quill—. Por detrás. Donde tiran cosas como botellas viejas y...
Quill era un poco corto, pero también se lo hacía.
Los chicos se hacían el tonto para que el Pelón perdiera los nervios.
—¡No, no! —gritó el Pelón—. ¡No habrá nadie que tire nada! ¿Nunca habéis salido de esta plebilla? ¡Nunca habéis visto un desierto, nunca habéis sufrido una hambruna! Cuando llegue el Diluvio Seco, aunque lo sobreviváis, moriréis de hambre. ¿Por qué? ¡Porque no estáis prestando atención! ¿Por qué pierdo mi tiempo con vosotros?
Cada vez que el Pelón daba una clase, tropezaba con algún obstáculo invisible y empezaba a gritar.
—Bueno, pues —dijo, calmándose—. ¿Qué es esta planta? Verdolaga. ¿Qué podéis hacer con ella? Comerla. Pues, venga, seguid dibujando. ¡Verdolaga! ¡Fijaos en las formas ovaladas de las hojas! ¡Fijaos en su brillo! ¡Fijaos en el tallo! ¡Memorizadlo!
Yo estaba pensando que no podía ser verdad. No imaginaba que nadie —ni siquiera Nuala, — pudiera tener relaciones sexuales con Burt
el Pelón.
Era muy calvo y sudaba un montón.
—Cretinos —murmuraba para sus adentros—. ¿Para qué me preocupo?
Entonces se quedó muy quieto. Estaba mirando algo que había detrás de nosotros. Nos volvimos: Veena estaba allí de pie, al lado del hueco en la valla. Debía de haberse colado. Todavía iba en zapatillas; y se cubría la cabeza con la mantita amarilla, como si fuera un chal. Bernice estaba a su lado.
Se limitaron a quedarse allí. No se movieron. Enseguida dos hombres de Corpsegur también cruzaron la valla. Eran Combat; sus trajes grises brillaban y les hacían parecer un espejismo. Habían sacado los pulverizadores. Noté que me ponía pálida; pensaba que iba a vomitar.
—¿Qué pasa? —gritó Burt.
—¡Quieto! —dijo uno de los hombres de Corpsegur—. Su voz sonó muy alta por el micrófono que llevaba en el casco. Avanzaron.
—Atrás —nos dijo Burt. Tenía aspecto de que le hubieran disparado con una pistola aturdidora.
—Acompáñenos, señor —dijo el primer hombre de Corpsegur cuando nos alcanzaron.
—¿Qué? —dijo Burt—. ¡Yo no he hecho nada!
—Cultivo ilegal de marihuana para su venta en el mercado negro, señor —dijo el segundo—. Será mejor que no se resista a la detención.
Condujeron a Burt hacia el hueco en la valla. Todos fuimos en silencio detrás de él: no entendíamos lo que estaba ocurriendo.
Cuando llegaron a Veena y Bernice, Burt separó los brazos.
—¡Veena! ¿Cómo ha ocurrido esto?
—¡Eres un hijo de puta degenerado! —le soltó—. ¡Hipócrita! ¡Fornicador! ¿Te crees que soy idiota?
—¿De qué estás hablando? —dijo Burt en tono de súplica.
—Supongo que pensabas que estaba tan colocada con esa hierba venenosa tuya que no podía ver —dijo Veena—. Pero lo descubrí. ¡Qué estás haciendo con esa vaca de Nuala! Aunque ella no es la más culpable. Capullo retorcido.
—No —dijo Burt—. ¡Lo juro! Nunca he... Sólo...
Yo estaba mirando a Bernice y no tenía ni idea de lo que estaba sintiendo. Ni siquiera estaba colorada. Estaba pálida como la tiza. Blanco nieve.
Adán Uno se coló por un hueco en la valla. Daba la sensación de que siempre sabía cuándo ocurría algo inusual. Amanda decía que era como si tuviera un teléfono. Puso la mano sobre la mantita amarilla de Veena.
—Veena, querida, has salido del barbecho —dijo—. Qué maravilloso. Hemos estado rezando por eso. Pero dime, ¿qué está pasando?
—Apártese, por favor, señor —dijo el primer hombre de Corpsegur.
—¿Por qué me has hecho esto? —le gritó Burt a Veena cuando se lo llevaban.
Adán Uno respiró hondo.
—Esto es lamentable —dijo—. Tal vez sería sensato reflexionar sobre las fragilidades humanas que compartimos...
—Eres idiota —le soltó Veena—. Burt tiene un enorme cultivo en el Buenavista, justo debajo de vuestras sagradas narices de Jardineros. También ha estado traficando en vuestras narices, en ese estúpido mercado vuestro. Esas barritas de jabón envueltas en hojas: ¡no todo era jabón! Se ha estado forrando.
Adán Uno parecía apesadumbrado.
—El dinero es una tentación horrible —dijo—. Es una enfermedad.
—Estúpido —le dijo Veena—. Botánica orgánica, ¡vaya chiste!
—Te dije que había un cultivo en el Buenavista —me susurró Amanda—. El Cabolo está bien jodido.
Adán Uno dijo que todos deberíamos irnos a casa, y eso fue lo que hicimos. Me sentía francamente mal por Burt. Lo único que se me ocurría era que, después de que nos pasáramos tanto con ella ese día en el Árbol de , Bernice había vuelto y le había contado a Veena que Burt y Nuala tenían un lío, y también le había hablado de que sobaba axilas, y eso había puesto a Veena tan celosa y cabreada que había contactado con Corpsegur y lo había acusado. Los de Corpsegur te animaban a delatar a vecinos y familiares. Incluso podías ganar dinero así, decía Amanda.
Yo no quería causar ningún daño, o al menos no esa clase de daño, pero ahí estaban las consecuencias.
Pensaba que deberíamos acudir a Adán Uno y contarle lo que habíamos hecho, pero Amanda dijo que no sacaríamos nada bueno, que eso no arreglaría las cosas y nos causaría más problemas. Tenía razón. Pero eso no me hizo sentir mejor.
—Anímate —dijo Amanda—. Robaré algo para ti. ¿Qué quieres?
—Un teléfono —dije—. Morado. Como el tuyo.
—Vale —dijo Amanda—. Me encargaré de eso.
—¡Qué detalle! —exclamé. Traté de poner mucha energía en mi voz para que entendiera que se lo agradecía, pero ella se dio cuenta de que estaba fingiendo.
Al día siguiente, Amanda dijo que tenía una sorpresa que seguro que me animaría. La sorpresa me esperaba en el centro comercial del Sumidero. Y la verdad es que lo fue, porque cuando llegamos allí Shackie y Croze estaban haciendo tiempo cerca de la cabina rota del holocentrifugador. Sabía que los dos estaban colgaditos de Amanda —todos los chicos lo estaban—, aunque ella nunca iba con ellos, salvo en grupo.
—¿Lo tenéis? —les preguntó.
Le sonrieron con timidez. Shackie había crecido mucho últimamente: era alto y larguirucho, con las cejas oscuras. Croze había crecido también, pero tanto a lo ancho como a lo alto; tenía una barba incipiente de color pajizo. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en lo mucho que se parecían —no en detalle—, pero en ese momento caí en la cuenta de que los veía de un modo diferente.
—Vamos adentro —dijeron.
No parecían exactamente asustados, sino alerta. Comprobaron que nadie los estaba observando, y entonces todos nos apiñamos en la cabina donde la gente centrifugaba su imagen en el centro comercial. Estaba diseñada sólo para dos, así que estábamos apiñados.
Hacía calor allí. Notaba el calor de nuestros cuerpos, como si estuviéramos infectados y con fiebre, y percibía el sudor seco y el olor a algodón viejo, a mugre y a aceite del cuero cabelludo de Shackie y Croze —que era como olíamos todos— mezclado con su olor de chicos mayores, una mezcla de hongos y restos de vino; y el olor floral de Amanda, con un matiz de almizcle y un rastro de sangre.
No sé cómo les olía yo a ellos. Dicen que nunca puedes percibir bien tu propio olor, porque te acostumbras a él. Ojalá hubiera conocido la sorpresa por adelantado, porque podría haber usado uno de mis restos de jabón de rosa. Esperaba que no oliera a ropa interior sucia o a pies encerrados.
¿Por qué queremos gustar a otras personas, aunque estas personas no nos importen demasiado? No sé por qué, pero es así. Me di cuenta de que estaba allí de pie, oliendo todos esos olores y deseando que Shackie y Croze pensaran que era guapa.
—Aquí está —dijo Shackie. Sacó un trozo de tela con algo envuelto en él.
—¿Qué es? —pregunté. Oí mi propia voz: de niña y chillona.
—Es la sorpresa —dijo Amanda—. Tienen parte de esta superyerba para nosotras. De la que cultivaba Burt
el Pelón.
—¡Ni hablar! —exclamé—. ¿La has comprado? ¿De Corpsegur?
—La birlé —dijo Shackie—. Nos colamos en la parte de atrás del Buenavista, lo hemos hecho montones de veces. Los tipos de Corpsegur estaban entrando y saliendo por la puerta principal, no nos prestaron atención.
—Hay unos barrotes sueltos en una de las ventanas de la bodega: nos metíamos allí para hacer fiestas en la escalera —dijo Croze.
—Han puesto bolsas de hierba en la bodega —dijo Shackie—. Deben de haber recogido toda la cosecha. Te colocas sólo de respirar.