Read Dune. La casa Harkonnen Online
Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson
Tags: #Ciencia Ficción
Algunos trabajadores murmuraron con leve entusiasmo. Era mejor que nada. Al menos, había logrado alegrar a alguno. Con una vida tan miserable, cualquier toque de color era bienvenido.
Gurney tenía veintiún años, y la piel áspera y correosa debido a trabajar en los campos desde la edad de ocho años. Por la fuerza de la costumbre, sus brillantes ojos azules absorbían todos los detalles… aunque no había gran cosa que ver en el pueblo de Dmitri y los campos desolados. De mandíbula angulosa, nariz demasiado redonda y facciones aplastadas, ya tenía aspecto de granjero viejo, y sin duda se casaría con alguna de las chicas resignadas y de aspecto cansado del pueblo.
Gurney había pasado el día hundido en una zanja hasta los hombros, dedicado a extraer toneladas de tierra pedregosa con una pala. Después de muchos años de cultivar el mismo suelo, los aldeanos tenían que horadarlo más para encontrar nutrientes en la tierra. El barón no quería gastarse solaris en fertilizantes, sobre todo para esta gente.
Durante los cientos de años que llevaban administrando Giedi Prime, los Harkonnen habían convertido en costumbre extraer de la tierra todo cuanto contuviera algo de valor. Era su derecho y su deber explotar este planeta, para después trasladar los poblados a nuevas tierras y cosechas. Un día, cuando Giedi Prime fuera una cáscara vacía, el líder de la Casa Harkonnen exigiría sin duda un feudo diferente, una nueva recompensa por servir a los emperadores Padishah. Al fin y al cabo, había muchos planetas donde elegir en el Imperio.
Pero la política galáctica no interesaba a Gurney. Sus objetivos se limitaban a disfrutar de la velada inminente, a compartir un rato de diversión y relajación en el lugar de encuentro. Mañana sería otro día de trabajo extenuante.
En los campos sólo crecían tubérculos krall, duros y filamentosos. Si bien casi toda la cosecha se exportaba para alimento de animales, los tubérculos blandos eran lo bastante nutritivos para asegurar que la gente continuara trabajando. Gurney los comía cada día, al igual que todo el mundo.
Una tierra mala provoca mal gusto.
Sus padres y compañeros de trabajo sabían montones de proverbios, muchos procedentes de la Biblia Católica Naranja. Gurney los memorizaba y a menudo les ponía música. La música era el único tesoro que se le permitía poseer, y la compartía con liberalidad.
Los trabajadores se separaron en dirección a sus viviendas respectivas, aunque idénticas, unidades prefabricadas defectuosas que la Casa Harkonnen había comprado de rebajas y puesto allí. Gurney echó un vistazo a la casa donde vivía con sus padres y su hermana menor, Bheth.
Su casa tenía un toque más alegre que las demás. Ollas viejas y herrumbradas se habían llenado de tierra, y en ellas crecían flores de alegres colores: pensamientos marrones, azules y amarillos, un montón de margaritas, incluso lirios cala de aspecto sofisticado. La mayoría de las casas tenían huertos donde la gente cultivaba plantas, hierbas, hortalizas, aunque cualquier producto de aspecto apetitoso podía ser requisado y devorado por las patrullas Harkonnen.
El día era caluroso y el aire contaminado, pero las ventanas de su casa estaban abiertas. Gurney oyó la dulce voz de Bheth, entonando una trepidante melodía. La recreó en su mente, con su largo cabello rubio. Lo consideraba «pajizo», una palabra que había aprendido de los poemas de la Vieja Tierra, si bien nunca había visto lino tejido en casa. Bheth, de sólo diecisiete años, tenía hermosas facciones y una dulce personalidad que aún no había sido erosionada por toda una vida dedicada al trabajo.
Gurney utilizó el grifo del exterior para eliminar la tierra gris pegoteada a su cara, brazos y manos. Sostuvo la cabeza bajo el agua fría, empapó su rubio cabello enmarañado, y después utilizó los dedos gruesos para dotarlo de una apariencia de orden. Agitó la cabeza y entró en casa, besó a Bheth en la mejilla y le tiró agua fría. La muchacha lanzó un chillido y retrocedió, y luego volvió a sus labores culinarias.
Su padre ya se había derrumbado en una silla. Su madre estaba inclinada sobre enormes recipientes de madera, en el umbral de la puerta trasera, preparando kralls para el mercado. Cuando se dio cuenta de que Gurney había llegado a casa, se secó las manos y entró para ayudar a Bheth a servir. Su madre, de pie ante la mesa, leyó varios versículos de una sobada Biblia Católica Naranja con voz reverente (su objetivo era leer todo el mamotreto a sus hijos antes de morir), y después se sentaron a comer. Su hermana y él hablaron mientras bebían una sopa de fibrosas verduras, condimentada sólo con sal y unas ramitas de hierbas secas. Durante la comida, los padres de Gurney hablaron poco, por lo general con monosílabos.
Al terminar, llevó sus platos al fregadero, donde los lavó y dejó que se secaran para el día siguiente. Palmeó a su padre en el hombro con las manos mojadas.
—¿Vas a venir conmigo a la taberna? Es la noche de la camaradería.
Su padre meneó la cabeza.
—Prefiero dormir. A veces tus canciones consiguen que me sienta demasiado cansado.
Gurney se encogió de hombros.
—Ve a descansar, pues.
Abrió el destartalado ropero de su pequeña habitación y sacó su más preciada posesión: un antiguo baliset, diseñado como instrumento de nueve cuerdas, aunque Gurney había conseguido aprender a tocarlo con sólo siete, pues dos cuerdas se habían roto y no tenía repuestos.
Había encontrado el instrumento descartado, estropeado e inútil, pero después de trabajar con paciencia durante seis meses, lijando, aplicando una capa de barniz con laca, ajustando piezas, el baliset produjo la música más excelsa que había escuchado jamás, pese a carecer de todo el registro de tonos. Gurney pasaba horas por las noches tañendo las cuerdas, haciendo girar la rueda de contrapeso. Aprendía canciones que había oído, o componía nuevas.
Cuando la oscuridad cayó sobre el pueblo, su madre se derrumbó en una silla. Colocó la preciada Biblia en su regazo, confortada más por su peso que por sus palabras.
—No vuelvas tarde —dijo con voz seca e inexpresiva.
—No lo haré. —Gurney se preguntó si la mujer se daría cuenta si no volvía en toda la noche—. Necesito toda mi fuerza para atacar ésas zanjas mañana.
Levantó un brazo musculoso y fingió entusiasmo por las tareas que nunca terminarían, como bien sabían todos. Se encaminó por las calles de tierra apisonada hacia la taberna.
Años antes, tras una epidemia de fiebres mortíferas, cuatro de las estructuras prefabricadas habían sido abandonadas. Los aldeanos habían unido los edificios, derribado los muros de separación y habilitado una amplia casa comunitaria. Aunque no era un acto contrario a las numerosísimas restricciones de los Harkonnen, las autoridades habían contemplado con suspicacia tal despliegue de iniciativa. Pero la taberna seguía en su sitio.
Gurney se sumó a la pequeña multitud de hombres que se habían reunido en la taberna. Algunos habían venido con sus esposas. Un hombre ya estaba derrumbado sobre una mesa, más agotado que borracho, pues su botella de cerveza aguada sólo estaba consumida a medias. Gurney se colocó con sigilo a su espalda, extendió el baliset y pulsó un acorde que despertó por completo al hombre.
—Tengo una nueva canción, amigos. No se trata exactamente de un himno que vuestras madres recuerden, pero os la enseñaré. —Les dedicó una sonrisa irónica—. Después la cantaréis conmigo, y lo más probable es que estropeéis la melodía.
No había ningún buen cantante en el grupo, pero las canciones eran divertidas, y aportaban un poco de luz a sus vidas.
Con energía, acopló una letra sardónica a una melodía familiar:
¡Oh, Giedi Prime!
Tus tonos negros son incomparables,
desde llanuras de obsidiana hasta mares aceitosos,
hasta las noches más oscuras del Ojo del Emperador.
Venid de todos los rincones
para ver lo que ocultan nuestros corazones y mentes,
para compartir nuestro botín
y levantar un zapapico o dos…
hasta hacerlo más encantador que antes.
¡Oh, Giedi Prime!
Tus tonos negros son incomparables,
desde llanuras de obsidiana hasta mares aceitosos,
hasta las noches más oscuras del Ojo del Emperador.
Cuando Gurney terminó la canción, dibujó una sonrisa en su sencillo rostro y dedicó una reverencia a los aplausos imaginarios.
—¡Ve con cuidado, Gurney Halleck! —gritó uno de los hombres con voz ronca—. Si los Harkonnen oyen tu dulce voz, no dudes que te llevarán por la fuerza a Harko para que cantes ante el propio barón.
Gurney emitió un sonido despectivo.
—El barón no tiene oído para la música, sobre todo para canciones deliciosas como la mía.
Su réplica provocó carcajadas. Cogió una jarra de cerveza agria y la engulló.
La puerta se abrió con brusquedad y Bheth entró corriendo, con el cabello pajizo suelto y la cara enrojecida.
—¡Se acerca una patrulla! Hemos visto las luces de los suspensores. Traen un transporte de prisioneros y una docena de guardias.
Los hombres se pusieron en pie al instante. Dos corrieron hacia las puertas, pero los demás se quedaron como petrificados, con aspecto abatido y derrotado.
Gurney pulsó una nota tranquilizadora en su baliset.
—Conservad la calma, amigos míos. ¿Estamos haciendo algo ilegal? «Los culpables conocen y revelan sus crímenes». Estamos disfrutando de nuestra mutua compañía. Los Harkonnen no pueden detenernos por eso. De hecho, estamos demostrando lo mucho que nos gusta nuestra situación, lo felices que somos de trabajar para el barón y sus esbirros. ¿De acuerdo, compañeros?
Un sombrío gruñido fue toda la conformidad que obtuvo. Gurney dejó a un lado el baliset y se acercó a la ventana trapezoidal del edificio comunitario, justo cuando un transporte de prisioneros paraba en el centro del pueblo. Varias formas humanas se veían tras las ventanas de plaza del transporte, prueba de que los Harkonnen habían procedido a efectuar detenciones. Todo mujeres, al parecer. Aunque palmeó la mano de su hermana y conservó el buen humor de puertas afuera, Gurney sabía que los patrulleros necesitaban pocas excusas para tomar más cautivas.
Brillantes focos perforaban el pueblo. Fuerzas acorazadas corrían por las calles y llamaban a las casas. Entonces, la puerta de la sala comunitaria se abrió con violencia.
Entraron seis hombres. Gurney reconoció al capitán Kryubi, de la guardia del barón, el hombre encargado de la seguridad de la Casa Harkonnen.
—Todos quietos para ser inspeccionados —ordenó Kryubi. Un fino bigotillo adornaba su labio superior. Tenía la cara estrecha y sus mejillas parecían hundidas, como si apretara la mandíbula con excesiva frecuencia.
Gurney se quedó junto a la ventana.
—No estamos haciendo nada malo, capitán. Obedecemos las normas Harkonnen. Hacemos nuestro trabajo.
Kryubi le miró.
—¿Quién te ha nombrado líder de este pueblo?
Gurney no consiguió disimular su sarcasmo.
—¿Quién os ha dado órdenes de acosar a aldeanos inocentes? Conseguiréis que mañana seamos incapaces de trabajar.
Sus compañeros se quedaron horrorizados de su imprudencia. Bheth apretó la mano de Gurney, con la intención de que su hermano callara. Los guardias Harkonnen hicieron gestos amenazadores con sus armas.
Gurney alzó la barbilla para indicar el transporte de prisioneros que se veía al otro lado de la ventana.
—¿Qué ha hecho esa gente? ¿Por qué delitos se les detiene?
—Ningún delito es necesario —dijo Kryubi, indiferente a decir la verdad.
Gurney avanzó un paso, pero tres guardias lo derribaron al suelo. Sabía que el barón reclutaba con frecuencia guardias entre los pueblos agrícolas. Los nuevos matones (rescatados de vidas sin perspectiva alguna, provistos de uniformes nuevos, armas, alojamiento y mujeres) solían mirar con desdén sus vidas anteriores y demostraban mayor crueldad que los profesionales venidos de otros planetas. Gurney confiaba en reconocer a un hombre de un pueblo cercano, con tal de escupirle en la cara. Su cabeza golpeó el duro suelo, pero se puso en pie de un brinco.
Bheth acudió a su lado.
—No les provoques más.
Fue lo peor que pudo hacer. Kryubi la señaló.
—Llevaos a esa también.
La estrecha cara de Bheth palideció cuando dos de los tres guardias la sujetaron por sus delgados brazos. Forcejeó al ser llevada en volandas hacia la puerta, que seguía abierta. Gurney dejó el baliset a un lado y se abalanzó, pero el guardia restante sacó su arma y lo golpeó en la frente y nariz con la culata.
El joven se tambaleó pero volvió a cargar, al tiempo que agitaba unos puños como mazas.
—¡Soltadla!
Derribó a un guardia y liberó a su hermana del otro. La muchacha chilló cuando los tres guardias se arrojaron sobre Gurney, utilizando las armas con tal brutalidad que sus costillas crujieron. Ya sangraba por la nariz.
—¡Ayudadme! —gritó Gurney a los aldeanos, que tenían los ojos abiertos como platos—. Superamos en número a estos bastardos.
Nadie acudió en su ayuda.
Se debatió y repartió puñetazos, pero cayó bajo una lluvia de patadas y culatazos. Levantó la cabeza con un esfuerzo y vio que Kryubi miraba mientras sus hombres se llevaban a Bheth hacia la puerta. Gurney intentó quitarse de encima a sus enemigos.
Entre brazos provistos de guanteletes y piernas almohadilladas, vio a los aldeanos petrificados en sus asientos, como ovejas. Le contemplaban con expresión contrita, pero siguieron tan inmóviles como piedras de una fortaleza.
—¡Ayudadme, maldita sea!
Un guardia le golpeó en el plexo solar. Jadeó y sintió náuseas. Perdió la voz, se quedó sin aliento. Puntitos negros bailaron ante sus ojos. Por fin, los guardias se retiraron.
Se apoyó en un codo, justo a tiempo de ver el rostro desesperado de Bheth cuando los soldados Harkonnen la arrastraban hacia la noche.
Furioso y frustrado, se puso en pie, esforzándose por no perder el conocimiento. Oyó que el transporte de prisioneros se elevaba desde la plaza. Rodeado por un resplandor, como un halo, se alejó en dirección a otro pueblo para hacer más cautivos.
Gurney miró a los aldeanos con sus ojos hinchados.
Desconocidos.
Tosió y escupió sangre. Por fin, cuando pudo hablar, dijo:
—Os habéis quedado con las manos cruzadas, bastardos. No habéis alzado ni un dedo para ayudarme. —Fulminó con la mirada a los aldeanos—. ¿Cómo es posible que les hayáis permitido hacer esto? ¡Se han llevado a mi hermana!