Read Dune. La casa Harkonnen Online

Authors: Brian Herbert & Kevin J. Anderson

Tags: #Ciencia Ficción

Dune. La casa Harkonnen

 

Esta novela continúa la excepcional saga iniciada con
Dune. La Casa Atreides
.

Shaddam ostenta una precaria prosición como gobernador del Universo Conocido, la cual depende de que engendre un heredero varón. Su liderazgo es además amenazado por el ambicioso barón Harkonnen, cuya insaciable ambición de dominio le lleva a conspirar contra algunas de las más poderosas fuerzas del Imperio, con la esperanza de elevar su Casa a un nivel de poder sin precedentes. Sus objetivos principales son la Casa Atreides y la misteriosa hermandad Bene Gesserit. La Hermandad no sospecha esta amenaza, ocupada en culminar el trabajo de siglos y crear un niño-dios que barrerá emperadores, Casas y la propia historia en un terrorífico huevo orden de tiranía religiosa. El planeta Dune también padece la atroz esclavitud impuesta por los crueles nuevos dirigentes, decididos a explotar sus recursos y en especial la adictiva melange, la especia que sólo se encuentra en Dune. Héroes inesperados empiezan a surgir ansiopsos por vengarse de los Harkonnen…

Brian Herbert, Kevin J. Anderson

La Casa Harkonnen

Preludio a Dune 2

ePUB v1.2

Perseo
23.06.12

Título original:
Dune: House Harkonnen

Brian Herbert, Kevin J. Anderson, 2000

Traducción: Eduardo G. Murillo

Diseño/retoque portada: Lightniir

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)

Corrección de erratas: Luismi

ePub base v2.0

Para nuestro mutuo amigo Ed Kramer, sin el cual este proyecto jamás habría visto la luz. Él aportó la chispa que nos reunió

AGRADECIMIENTOS

Los autores quieren expresar su más sincera gratitud a:

Jan Herbert, por su inagotable devoción y apoyo creativo constante.

Penny Merritt, por su contribución a la administración del legado literario de su padre, Frank Herbert.

Rebecca Moesta Anderson, por su entusiasmo y apoyo incansable a este proyecto, ya que sus ideas, imaginación e intuición contribuyeron a perfeccionarlo.

Robert Gottlieb y Matt Bialer, de la William Morris Agency, Mary Alice Kier y Arma Cottle, de Cine/Lit Representation, cuya fe y dedicación nunca flaquearon, cuando comprendieron las posibilidades del proyecto.

Irwyn Applebaum y Nita Taublib, de Bantam Books, que prestaron su apoyo y atención a una tarea tan enorme.

El entusiasmo y dedicación de Pat LoBrutto a este proyecto, desde el principio, nos ayudaron a perseverar. Nos alentó a considerar posibilidades y giros argumentales que convirtieron
Dune: Casa Harkonnen
en un relato todavía más vigoroso y complejo.

Anne Lesley Groell y Mike Shohl, que tomaron las riendas editoriales, nos ofrecieron excelentes consejos y sugerencias, incluso a última hora.

Nuestra editora inglesa, Carolyn Caughey, por empeñarse en descubrir cosas que todo el mundo pasaba por alto, y por sus sugerencias sobre detalles, importantes o no.

Anne Gregory, por su trabajo editorial en una edición para la exportación de Dune: la Casa Atreides, que salió demasiado tarde para incluirla en la lista de agradecimientos.

Como siempre, Catherine Sidor, de WordFire Inc., trabajó sin descanso para transcribir docenas de microcasetes y mecanografiar cientos de páginas, con el fin de estar a la altura de nuestro maníaco ritmo de trabajo. Su colaboración en todas las fases de este proyecto nos ha ayudado a conservar la cordura, y hasta consigue convencer a otras personas de que somos organizados.

Diane E. Jones y Diane Davis Herdt trabajaron a destajo como lectores y conejillos de indias, nos transmitieron reacciones sinceras y sugirieron escenas adicionales que nos ayudaron a construir un libro mejor.

La Herbert Limited Partnership, que incluye a Ron Merritt, David Merritt, Byron Merritt, Julie Herbert, Robert Merritt, Kimberly Herbert, Margaux Herbert y Theresa Shackelford, todos los cuales nos han proporcionado su apoyo más entusiasta y confiado la continuación de la maravillosa visión de Frank Herbert.

Beverly Herbert, por casi cuatro décadas de apoyo y devoción a su marido, Frank Herbert.

Y, sobre todo, gracias a Frank Herbert, cuyo genio creó un universo prodigioso para que todos pudiéramos explorarlo.

1

Los descubrimientos son peligrosos… pero también lo es la vida. Un hombre que no desea correr riesgos está condenado a no aprender jamás, ni a madurar, ni a vivir.

Planetólogo P
ARDOT
K
YNES
,
Un primer libro de lecturas
, escrito para su hijo Liet

Cuando la tormenta de arena llegó desde el sur, Pardot Kynes estaba más interesado en tomar lecturas meteorológicas que en buscar refugio. Su hijo Liet (de sólo doce años, pero avezado en las duras costumbres del desierto) examinó con ojo crítico la antigua estación meteorológica que habían encontrado en el puesto de experimentos botánicos abandonado. No albergaba la menor confianza en que la máquina funcionara.

Entonces, Liet desvió la mirada hacia la tempestad que se aproximaba, al otro lado del mar de dunas.

—El viento del demonio en pleno desierto.
Hulasikali Wala
.

Casi por instinto, comprobó los cierres de su destiltraje.

—Tormenta de Coriolis —le corrigió Kynes, utilizando un término científico en lugar de la expresión fremen que su hijo había usado—. El movimiento de rotación del planeta aumenta la velocidad de los vientos que azotan las llanuras. Las ráfagas pueden alcanzar velocidades de setecientos kilómetros por hora.

Mientras su padre hablaba, el joven se ocupó de cerrar la estación meteorológica en forma de huevo, y comprobó los cierres de los respiraderos, la pesada compuerta, las provisiones de emergencia almacenadas. No hizo caso del generador de señales y el radiofaro de socorro. La estática de la tormenta de arena reduciría a añicos electromagnéticos cualquier transmisión.

En sociedades sofisticadas, Liet habría sido considerado un niño, pero la vida entre los fremen, siempre difícil y sometida a mil peligros, le había dotado de una madurez que pocos alcanzaban a una edad que doblaba la suya. Estaba más preparado para hacer frente a emergencias que su padre.

El planetólogo se rascó su barba rubia veteada de gris.

—Una buena tormenta como esta puede abarcar una extensión de cuatro grados de latitud. —Aumentó el brillo de las pantallas de los aparatos analíticos de la estación—. Eleva partículas a una altitud de dos mil metros, de forma que quedan suspendidas en la atmósfera, y mucho después de que la tormenta haya pasado, continúa cayendo polvo del cielo.

Liet dio un último tirón a la cerradura de la escotilla, satisfecho de que pudiera resistir a la tormenta.

—Los fremen la llaman El-Sayal, «la lluvia de arena».

—Un día, cuando tú también seas planetólogo, tendrás que utilizar un lenguaje más técnico —dijo Pardot Kynes en tono didáctico—. Todavía envío mensajes al emperador de vez en cuando, aunque no con tanta frecuencia como debería. Dudo que se tome la molestia de leerlos. —Dio unos golpecitos sobre uno de los instrumentos—. Ay, creo que el frente está casi encima de nosotros.

Liet levantó el protector de una portilla para ver la muralla de blanco, canela y estática que se avecinaba.

—Un planetólogo ha de utilizar los ojos, así como un lenguaje científico. Mira por la ventana, padre.

Kynes sonrió a su hijo.

—Ya ha llegado el momento de que la estación abandone el suelo.

Manipuló unos controles dormidos desde hacía mucho tiempo y consiguió poner en marcha la doble hilera de motores suspensores. La estación luchó con la gravedad y se elevó sobre el suelo.

La boca de la tormenta se abalanzó sobre ellos, y Liet cerró la placa del protector con la esperanza de que el anticuado aparato meteorológico aguantaría. Confiaba en la intuición de su padre hasta cierto punto, pero no en su sentido práctico de las cosas.

La estación en forma de huevo se alzó con suavidad gracias a los suspensores, azotada por las brisas precursoras de la tormenta.

—Ya viene —dijo Kynes—. Ahora empieza nuestro trabajo…

La tormenta les golpeó como un garrote romo, y les precipitó hacia el corazón del maelstrom.

Días antes, en el curso de un viaje a las profundidades del desierto, Pardot Kynes y su hijo habían descubierto las señales familiares de una estación de pruebas botánica, abandonada miles de años antes. Los fremen habían saqueado casi todos los puestos de investigación, y requisado objetos valiosos, pero esta estación aislada en un hueco rocoso había permanecido sin descubrir hasta que Kynes había localizado las señales.

Liet y él habían abierto la escotilla incrustada de polvo para escudriñar su interior, como espectros a punto de entrar en una cripta. Tuvieron que esperar bajo el ardiente sol a que el intercambio atmosférico eliminara el aire estancado. Pardot Kynes paseó de un lado a otro sobre la arena suelta, con el aliento contenido, escrutando de vez en cuando la oscuridad, a la espera de que pudieran entrar a investigar.

Aquellas estaciones de análisis botánicos habían sido construidas en la edad de oro del antiguo Imperio. Kynes sabía que en aquella época este planeta desierto no había sido considerado especial en ningún aspecto, sin recursos importantes, sin motivos para ser colonizado. Cuando los peregrinos Zensunni habían llegado tras generaciones de esclavitud, lo habían hecho con la esperanza de construir un mundo donde ser libres.

Pero eso había sido antes del descubrimiento de la especia melange, la preciosa sustancia que no se encontraba en ningún otro lugar del universo. Y después todo había cambiado.

Kynes ya no llamaba Arrakis a este mundo, el nombre que constaba en los registros imperiales, sino que utilizaba el nombre fremen: Dune. Si bien por naturaleza era un fremen, seguía siendo un servidor de los emperadores Padishah. Elrood IX le había ordenado que descubriera el misterio de la especia: de dónde procedía, cómo se formaba, dónde podía encontrarse. Kynes había vivido trece años con los moradores del desierto. Había tomado una esposa fremen y había criado a un hijo medio fremen para que siguiera sus pasos, para que se convirtiera en el siguiente planetólogo de Dune.

El entusiasmo de Kynes por el planeta no había disminuido un ápice. Le emocionaba la perspectiva de descubrir algo nuevo, aunque tuviera que aventurarse en medio de una tormenta…

Los antiguos suspensores de la estación zumbaban en su lucha contra el aullido de Coriolis, como un nido de avispas enfurecidas. La nave meteorológica rebotaba sobre las corrientes de aire remolineantes, como un globo de paredes de acero. El polvo que proyectaba el viento golpeaba el casco.

—Esto me recuerda las tormentas matinales que veía en Salusa Secundus —musitó Kynes—. Cosas asombrosas… Muy pintorescas y muy peligrosas. El viento puede levantarse por sorpresa y aplastarte. No debe sorprenderte a la intemperie.

—Tampoco quiero que este me sorprenda a la intemperie —dijo Liet.

Tensada hacia dentro, una de las planchas laterales se combó. El aire se coló por la brecha con un zumbido. Liet se precipitó hacia la brecha. Tenía a mano el maletín de reparaciones y un sellador de espuma, convencido de que la decrépita estación se agrietaría.

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