El príncipe Beriac pidió el favor de la reina, para desencanto de Belicia.
—Bueno, no es tan grave —le cuchicheó a Viana—. Mientras sea su madre y no una princesa cualquiera…
Las dos rieron discretamente.
Todos disfrutaron mucho de aquella jornada. Robian tuvo una actuación extraordinaria, e incluso llegó a golpear al príncipe en el último encuentro. Y, para finalizar, el mismo rey Radis se hizo armar para romper una lanza con su hijo. Fue uno de los duques del sur quien se alzó con la victoria en el torneo, pero los jóvenes lo habían hecho muy bien; el rostro de Viana resplandecía de orgullo al contemplar a Robian, y no dejaba de repetirse que era muy afortunada.
—Ah, sí, ha sido una buena justa —afirmó el duque Corven—. Pero los combates eran mucho más emocionantes en la época del conde Urtec.
—¿Quién es el conde Urtec? —preguntó Viana con curiosidad.
—Era el mejor guerrero que ha tenido nunca Nortia —respondió su padre, complacido por su interés—. Fue el maestro de arma del rey y se convirtió en su mano derecha en las guerras contra los bárbaros. De eso hace ya mucho tiempo, y en aquel entonces, nuestro soberano era muy joven. Quién sabe lo que habría pasado si no hubiese tenido a Urtec de Monteferro a su lado para guiarlo en aquella época oscura —añadió, bajando un poco la voz.
—Ah —respondió Viana impresionada—. ¿Y qué ha sido del conde Urtec?
El duque entornó los ojos.
—Murió —dijo simplemente; había tal poso de amargura en su voz que Viana no se atrevió a preguntar más.
La celebración continuó en el interior del castillo. El príncipe Beriac y los jóvenes nobles fueron armados caballeros al caer la tarde en una solemne ceremonia. Viana contempló a Robian mientras se ceñía una espada que había perteneciendo a su abuelo y se inclinaba ante el rey para recibir su bendición. Aquello era un paso más en el camino de su futura felicidad: oficialmente, Robian era ya un hombre y, como tal, podía tomar esposa.
Viana sabía que no tendría oportunidad de acercarse a su prometido hasta el momento de la danza. Pero eso sería después de la cena, en la cual las damas se sentarían en una parte de la estancia, y los caballeros, en otra.
Viana tomó asiento junto a Belicia y la madre de esta. Pronto, los criados empezaron a traer platos, mientras los invitados del rey comentaban con alegría los sucesos de la jornada y el vino corría generosamente. Se sirvieron pastelillos de piñones, crema de guisantes, perdices escabechadas, cochinillos asados, potaje, cordero a la miel… cuando sacaron el guiso de carne de buey, Viana estaba tan llena que dejó de prestar atención a la cena para charlar con Belicia; las dos contemplaban disimuladamente a los jóvenes caballeros aparentando disfrutar de la música que amenizaba la velada.
Robian y Viana intercambiaron miradas repletas de ternura, y tuvieron que soportar por ello las burlas cariñosas de sus compañeros, pero a ninguno de los dos le importó. Ambos ardían en deseos de que comenzara el baile para estar juntos otra vez.
En aquel momento, entró en la sala un personaje vestido con ropas ajadas y estrafalarias, cuyo llamativo sombrero de colores repiqueteaba con docenas de cascabeles a cada paso que daba. El hombrecillo se plantó ante el rey y le dedicó una ostentosa reverencia en la que la punta de su nariz casi rozó el suelo.
—Saludos, majestad, señor y monarca de las tierras del norte —dijo, con una voz serena y solemne que contrastaba con su disparatado atuendo.
Nadie se burló de él, sin embargo. Por el contrario, los nobles celebraron su llegada con vítores y aplausos. Viana también batió palmas, encantada.
Todos conocían a Oki, el juglar, y lo respetaban profundamente porque, pese a su aspecto chistoso y sus modales festivos, nadie sabía tantas historias y canciones como él, ni las interpretaba de igual modo. Oki no pertenecía a la corte del rey Radis; en realidad, Oki no pertenecía a ningún lugar. Distaba mucho de parecerse a los estúpidos bufones que entretenían a otros monarcas con payasadas. Oki era un espíritu libre que viajaba de un lado a para otro aprendiendo historias; tenía algo de pícaro, algo de comediante, algo de explorador, algo de brujo y algo de mercader. Había quien decía, incluso, que su baja estatura y sus ojillos vivaces sugerían que algunas gotas de sangre de duende corrían por sus venas, pero nadie habría podido decir con seguridad si era cierto o se trataba de un cuento más, inspirado en las leyendas que él mismo relataba.
Oki no rendía cuentas a nadie y, sin embargo, nunca se perdía las celebraciones del solsticio de invierno.
—¡Cuéntanos historias de la batalla de Piedrafría, Oki! —bramó uno de los guerreros.
—¡No! —lo contradijo otro—. ¡Mejor cántanos los himnos del héroe Lorgud y sus siete bravos compañeros!
—¡Este año toca una balada de amor, Oki! —intervino Belicia con picardía—. ¡Cuéntanos del valiente príncipe Eimon y de la dulce doncella Galdrid!
Un sonoro coro de carcajadas acogió su petición, mientras Viana sentía que se ruborizaba: todos sabían que la historia de Eimon y Galdrid era un relato muy picante.
Pero Oki alzó una mano con seriedad, y se hizo el silencio de inmediato.
—Mis señores —dijo—. Mis hermosas damas —añadió. Con galante inclinación hacia la reina y el resto de mujeres—. Hoy hay luna nueva. Es noche de brujas y espantos, de milagros y maravillas. No es, pues, una historia de amor o de batallas lo que he venido a relatar aquí.
Inspiró profundamente, volvió a colocarse el sombrero y alzó su viejo bastón con gesto teatral. Hasta el rey estaba pendiente de cada una de sus palabras.
—No —prosiguió Oki—. Hoy ha llegado el momento de hablar de los misterios del Gran Bosque.
Hubo un murmullo de temor entre los comensales. Viana reprimió un escalofrío.
El Gran bosque se extendía por toda la zona occidental de Nortia y delimitaba el reino, de la misma forma que el océano establecía la frontera oriental. En los mapas era una inmensa mancha oscura que se sabía dónde comenzaba, pero no dónde terminaba. Nadie que se hubiese atrevido a explorarlo había regresado para contarlo. Según las leyendas, todo tipo de monstruos y extrañas criaturas recorrían sus umbríos senderos. El Gran Bosque, se decía, era el refugio de trols y de trasgos, de brujos y hechiceras, de hadas y elfos, de espectros y fantasmas. Se cernían silenciosos, como una sombra amenazadora en el horizonte de Nortia, y era un territorio ignoto e incómodo al que los sucesivos monarcas del reino habían dado la espalda, fingiendo que no existían, como si de una infranqueable cadena de montañas se tratase. Nadie hablaba del Gran Bosque, como no fuera para asustar a los niños pequeños con historias de terror que se relataban a la luz de la lumbre. Todos los muchacho habían fanfarroneado alguna vez con la posibilidad de internarse en él y desvelar sus misterios, pero ninguno había osado pasar más allá de la tercera fila de árboles. Era, sencillamente, demasiado espeso e impenetrable.
—¿Qué vas a contarnos acerca del Gran Bosque? —preguntó el rey Radis, y su voz sonó un poco más áspero de lo normal.
Oki sonrió enigmáticamente, sin sentirse en absoluto cohibido por el tono amenazante del rey.
—Una historia, oh gran señor, que se gestó en el amanecer de los tiempos, cuando aún no había reyes ni reinas, cuando las más grandes ciudades no era más que humildes aldeas asentadas en el barro.
Radis pareció relajarse un tanto y se recostó en su sillón. Parecía pensar que nada tan antiguo podía llegar a afectarle a él o a su reinado.
—En aquel entonces —prosiguió Oki, y Viana tuvo la sensación de que habría continuado de todas formas, aun sin el permiso tácico del rey—, Nortia no existía como tal, pero el Gran Bosque ya era el Gran Bosque. Sin embargo, las personas no lo sabían, porque aún no habían llegado hasta él. Habitaban en tierras más meridionales, de clima benigno, de largo verano y suaves inviernos.
»Pero un día, a finales del otoño, un viajero cruzó por primera vez el turbulento río Piedrafría y se adentró en las anchas llanuras que hoy conforman vuestro reino. Se trataba del último vástago de un clan que había sido destruido por sus rivales. Mientras él siguiera con vida para reclamar su herencia, sus enemigos no dejarían de buscarlo, y por esta razón se había visto obligado a escapar a un lugar donde nadie pudiera encontrarlo, lejos de toda tierra conocida, más allá de los límites que señalaban los mapas. Tenía ante sí un futuro incierto, pero dejaba atrás una muerte segura, u por eso no vaciló en vadear el río y proseguir su camino hacia el mundo frío e inhóspito que lo aguardaba al otro lado.
»Ciertamente, era un hombre intrépido, pero no un loco; por eso se detuvo al borde del Gran Bosque y contempló con temor las altas copas de los árboles, las sombras imposibles que bailaban en la espesura, el laberinto de sinuosas sendas que se perdían en la oscuridad. No osó internarse en él, aunque sospechaba que sus enemigos jamás lo encontrarían allí. Resolvió, por el contrario, proseguir su camino hacia el norte rodeando el Gran Bosque —probablemente, fue él el primero que lo llamo de ese modo— y buscar fortuna en tierras más septentrionales.
»Acampó, pues, al borde de la espesura, decidido a no dejarse atemorizar por los extraños sonidos que surgían de ella. Tomó una cena frugal y curó sus pies llagados de tanto caminar, y cuando ya se disponía a echar una cabezada antes de continuar su huida… hete aquí que se acerca una figura encorvada desde la oscuridad.
Un murmullo de inquietud recorrió la sala. Oki dejó que su audiencia se hiciera preguntas sobre la identidad del misterioso visitante, pero solo durante un momento. Después prosiguió, imitando con gran acierto las voces de sus personajes:
—«¿Quién va?»… «Solo una pobre anciana que se ha perdido por esto parajes, mi señor»… «¿Y de dónde vienes, mujer?»… «Oh, no de muy lejos, señor, no de muy lejos… Pero tengo hambre y frío. ¿Me permitirías compartir vuestro fuego y vuestro pan por una noche?». El viajero dudó de las palabras de la mujer, porque sospechaba que no había ninguna aldea cerca. Sin embargo, movido a compasión, aceptó finalmente a la anciana junto al fuego y le tendió un mendrugo de pan y el poco queso que le quedaba. Después de tanto tiempo huyendo en solitario, agradecía un poco de compañía humana, aunque fuera la de una vieja repulsiva como aquella.
»Porque, en efecto, nobles amigos, la anciana era indescriptiblemente fea —subrayó Oki ante los gestos espantados de su auditorio—. Su rostro arrugado estaba lleno de verrugas, su nariz era peluda y ganchuda y estaba tuerta de un ojo. Apenas unos cuantos cabellos grises y desgreñados adornaban su cabeza, y su cuerpo, seco y raquítico como una pasa, se mostraba horriblemente torcido. La vieja sonrió, mostrando sus únicos cuatro dientes, al contemplar la expresión asqueada de su benefactor. «La vida no me ha tratado bien, mi señor», le dijo. «Y espero no estar abusando de vuestra generosidad si os pido que me permitáis tenderme a vuestro lado esta noche…».
—¡Entonces sí era una historia de amor! —exclamó de pronto Belicia, arrancando una carcajada de la concurrencia. Pero se calló enseguida, cuando Oki la fulminó con la mirada. Había olvidado algo muy importante acerca del gran juglar: detestaba que lo interrumpieran.
—«… si os pido que me permitáis tenderme a vuestro lado esta noche — continuó Oki cuando las risas se apagaron—, porque hace mucho frío y mis pobres huesos me duelen mucho». El viajero iba a negarse, pero de nuevo se sintió conmovido. «Haz lo que quieras, mujer», dijo: se envolvió en su capa y se echó junto al fuego. Pronto sintió que la vieja se acurrucaba a su espalda; oía su dificultosa respiración, sentía sus cabellos haciéndole cosquillas en la nuca y hasta podía oler su aliento putrefacto. Sin embargo, no dijo nada. Cerró los ojos con fuerza, se arrebujó todavía más en su manto y trató de dormir. Le resultó difícil, porque la mujer no dejó en toda la noche de roncar, toser y lanzar ventosidades. Pero nuestro fatigado caminante no tuvo valor para echarla de su lado, pues la noche era en verdad fría. Por fin, se durmió cuando faltaban ya pocas horas para el amanecer.
»Cuando se despertó, cansado y entumecido, no vio a la vieja por ningún sitio, desconcertado, recogió sus cosas y fue a asearse al arroyo. Y cuál no sería su sorpresa cuando, al asomarse al agua, vio en su reflejo el rostro de una joven extraordinariamente bella que le sonreía alentadoramente.
«¿Quién sois vos, hermosa doncella, y qué hacéis dentro del agua? ¿Sois acaso una visión o un delirio de mi extenuada mente?». «Soy», respondió ella, «la vieja a la que tan amablemente disteis cobijo anoche».
Los comensales no pudieron reprimir exclamaciones de sorpresa. Viana, en cambio, había anticipado aquel desenlace. Su madre le había relatado muchos cuentos populares cuando era niña, y en algunos de ellos los seres mágicos se presentaban ante el héroe bajo apariencia humilde para probar la bondad de su corazón. «Ahora le ofrecerá un premio por su compasión«, se dijo.
—El caminante no podía creer las palabras de aquella hermosa mujer — continuó Oki—. «Pero ¿cómo es posible que hayáis cambiado tanto de la noche a la mañana?», le preguntó. Ella rió, como ríe el arroyo cuando baja desde las altas montañas. «Porque las cosas no son nunca lo que parecen, mi buen amigo. Especialmente aquellas que surgen del corazón de este bosque. Y puesto que habéis probado ser bueno y fiel a vuestra palabra, os otorgaré un don que os ayudará a libraros de esos enemigos que os persiguen». El viajero pensó que, sin duda, una dama capaz de cambiar de aspecto de forma tan sorprendente debía de tener manera de saber aquello que él no le había contado. Tal vez fuera un hada o una hechicera. Tal posibilidad lo inquietó; pero se sentía tan cautivado por sus hermosos ojos verdes que no expresó ningún temor. «¿Cómo podrá ser eso, mi señora?», quiso saber. Los ojos de ella se oscurecieron un poco y su expresión se tornó grave, pues estaba a punto de desvelar uno de los secretos mejor guardados del Gran Bosque. «Debéis ser valiente», le dijo, «y viajar al corazón de este bosque, hasta el lugar donde los árboles cantan, donde ningún ser humano ha llegado jamás. Allí encontraréis el legendario manantial de la eterna juventud. Si bebéis de sus aguas, seréis invulnerable para siempre». El viajero se sentía maravillado, pero al mismo tiempo un tanto escéptico. «¿Cómo sé que es cierto lo que me contáis, mi dama? Vos misma habéis afirmando que se trata de una leyenda». Pero ella solo respondió: «Tened fe, mi buen amigo, y recordad que las cosas no son siempre lo que aparentan». Y, con estas palabras, desapareció.