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Authors: Laura Gallego García

Tags: #Narrativa, #Juvenil

Donde los árboles cantan (10 page)

—Así, como está.

Las cocineras lo consultaron entre ellas en voz baja, pero fue finalmente Alda quien se armó de coraje y tomó la fuente de la cena.

Transcurrieron unos angustiosos instantes, durante los cuales la cocina permaneció en silencio a excepción del crepitar del fuego y el ruido que hacían los niños al masticar.

Y entonces se oyó un rugido procedente del salón y algo que caía al suelo con un estrépito metálico y un grito. Viana temió que Holdar hubiese hecho daño a Alda, y empezaba a arrepentirse de su pequeño acto de rebeldía cuando su marido irrumpió en la estancia arrastrando a la cocinera del brazo. Estaba loco de ira; su rostro parecía tan rojo como su barba, y movía los ojos en todas direcciones en busca de un culpable. Vio entonces a la familia de campesinos, que se encogían de miedo en un rincón; el hueso del jamón era lo único que quedaba de su cena, pero para Holdar fue suficiente. Con un aullido de rabia, se abalanzó hacia ellos…

… Y se topó con Viana, que se erguía ante él, serena y desafiante.

—No, esposo —afirmó—. Yo les di la pata del cerdo para que cenaran.

Esperaba que él se enfureciera y le preguntara a voz de grito el motivo de semejante atrevimiento; pero Holdar era hombres de pocas palabras: cruzó la cara de su esposa con un sonoro bofetón que la arrojó contra la mesa, cuyo canto se le calvó profundamente en las costillas.

A Viana jamás le habían puesto la mano encima, y mucho menos con semejante brutalidad. Se quedó sin aliento y trató unos instantes en comprender lo que estaba pasando. Pero cuando resbaló hasta el suelo y un hilo de sangre empezó a brotar a su labio partido, todo el dolor estalló de pronto en su cuerpo con tanta fuerza que ni siquiera fue capaz de gritar. Jadeó y logro exhalar un gemido aterrorizado.

—¡Mi señora!

Las criadas se abalanzaron hacia ella, y fue la más joven quien se arrodilló primero a su lado. Antes de que Viana pudiera detenerla, la chica tentó su enorme barriga para asegurarse de que el bebé estaba bien. Una expresión de desconcierto asomó a su rostro cuando su mano se hundió en el blando relleno que simulaba el embarazo de su ama. Al ver la mirada horrorizada de Viana, trató de disimular su reacción, pero era demasiado tarde. Tal y como Dorea había dicho, y a pesar de que a menudo mostraba la bestialidad de un enorme oso de las cavernas, Holdar no era, ni mucho menos, estúpido. Entendió enseguida que pasaba algo raro entre las dos mujeres y, sin que Viana pudiese evitarlo, apartó a la sirvienta de un empujón, se inclinó junto a su esposa y palpó su vientre con su gran manaza. Viana ahogó un grito al sentir que la otra mano del bárbaro rebuscaba bajo sus faldas hasta extraer el relleno que había hecho parar por un falso bebé.

La joven comprendió que todo había terminado cuando un relámpago de ira cruzó el rostro de su marido.

Pero entonces se oyó una exclamación consternada: Dorea acababa de regresar del patio y, alarmada por lo sucedido, había dejado caer el balde con el agua, que rodó por el suelo, derramando su contenido.

Aprovechando aquella distracción, Viana agarró el atizador del fuego y asestó con él un formidable golpe a Holdar en la cabeza. No fue un gesto consciente, sino una reacción instintiva, algo que hizo sin pensar. Imprimió en aquella agresión toda la fuerza de su miedo y su desesperación, porque intuía que, si no reaccionaba, no vería un nuevo amanecer.

Naturalmente, aquello no bastó para que Holdar perdiera el sentido, pero aun así lo tomó por sorpresa y lo hizo retroceder. Sin embargo, quiso la mala suerte que el bárbaro tropezara con el cubo que Dorea había dejado caer: resbaló, cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra la repisa de piedra del horno.

Se oyó un desagradable crac… y el bárbaro se desplomó en el sueño. Bajo su nunca se formó rápidamente un charco de sangre. Viana se incorporó a duras penas, aterrorizada.

—¿Qué… qué está pasando? —logro balbucir, como si acabara de despertar de un sueño.

—Mi señora. ¡Habéis matado a vuestro esposo! —casi chilló Alda, pero Dorea le tapó rápidamente la boca con la mano.

—¡Silencio! Dejadme pensar.

Mientras Dorea se inclinaba junto al enorme bárbaro para asegurarse de que, en efecto, estaba muerto y bien muerto. Viana no podía apartar la mirada de su cuerpo inerte. No había tenido intención de matarlo… ¿o sí? Lo cierto era que en sus momentos más amargos había fantaseado con aquella posibilidad, pero siempre llegaba a la conclusión de que le resultaría imposible, por lo que nunca lo había considera en serio. Y ahora… Holdar estaba muerto.

—Niña, debéis marcharos sin demora —dijo entonces Dorea, incorporándose trabajosamente—. Id a las caballerizas, ensillad un caballo y escapad lejos del castillo.

A Viana le daba vueltas la cabeza.

—Pero ¿Cómo? ¡Me descubrirán los guardias! ¿Y a dónde iré? ¡No puedo dejarte aquí?

Su nodriza sacudió la cabeza.

—Está lloviendo a cántaros, mi señora. No hay ningún guardia en su puesto porque se han refugiado todos bajo el cobertizo, y además han dejado abierto el portón para que no se inunde el patio. Si huis ahora, no tendrán tiempo de reaccionar. Marchaos a cualquier parte, no importa a dónde. Los hombres de Holdar no tardarán en presentarse aquí y descubrirán lo que ha pasado. Y en cuanto a mi… no os preocupéis. Encontraré la manera de reunirme con vos.

—Pero…

—¡Marchaos! ¡Escapad! —la urgió Dorea, empujándola hacia la salida.

—Sí, señora, huid ahora que podéis —la sacudió Alda—. Según la ley de los bárbaros, el castigo para una mujer que acaba con la vida de su esposo no es otro que la muerte.

Viana dio par de pasos hacia la salida, pero antes de irse se volvió hacia la cocina una última vez. Su mirada se detuvo sobre la familia cuya presencia había desencadenado el fatal incidente. La madre había reunido a los niños a su alrededor; todos temblaban, asustados, salvo el mayor, un chico de unos once o doce años, que contemplaba a Viana con franca admiración.

—Dorea, cuida de ellos —suplicó ella—. No dejes que les hagan daño, no tienen la culpa de nada.

La nodriza asintió.

—Y ahora marchad, niña —insistió.

Viana salió al patio. Bajo una lluvia torrencial, se deshizo de los últimos restos del relleno, recuperando su figura original, más ágil y ligera, y corrió hacia las caballerizas. Temía por Dorea y los demás, pero también sabía que, si salía huyendo, lo primero que harían los hombres de Holdar sería ir tras ella, y eso les daría un margen de tiempo para escapar.

Una vez en los establos, no perdió tiempo en buscar en su palafrén en la oscuridad. Ensilló el primer caballo que vio, un alazán de aspecto nervioso, y montó en él tan rápido como pudo. El animal estuvo a punto de tirarla al suelo; pero Viana no podía permitir que un caballo obstinado desbaratase su huida, de forma que aferró bien las riendas y clavó los talones en sus flancos, pese a que era la primera vez en su vida que montaba a horcajadas, como los hombres. Logró mantenerse sobre su lomo de puro milagro, pero no pudo evitar que se encabritara y echara a correr fuera del establo.

La joven se aferró a las riendas y trató de guiarlo hacia las puertas del castillo. Ambos pasaron con rapidez ante los guardias, que, como había dicho Dorea, habían abandonado sus puestos para resguardarse de la lluvia. Viana, presa de la desesperación, aterrorizada y todavía dolorida, oyó las voces de los hombres tras ella y supo que no tardarían en salir en su persecución. Pero no podía dominar aquel caballo, así que se limitó a tratar de mantenerse sobre él y dejarse llevar a donde la condujese.

Tras una loca carrera bajo la lluvia que a Viana se le hizo eterna, el caballo se adentró en la espesura del bosque, pero la joven apenas fue consciente de ello, ni siquiera cuando empezó a verse azotada por ramas mojadas que arañaron su fina piel. Llegó un momento en que no pudo más y, aprovechando que el animal había aminorado la velocidad, se dejó resbalar de su lomo y cayó sobre los arbustos empapados. Trató de incorporarse, pero no fue capaz. Perdió el sentido y se hundió en la oscuridad.

Capítulo IV

En el que se cuenta lo que hizo Viana después de huir del castillo y el encuentro que tuvo en las lindes del Gran Bosque.

Viana nunca llegaría a saber cuánto tiempo estuvo tendida bajo la lluvia, inconsciente entre la maleza. Al cabo de un rato creyó escuchar un rumor entre los árboles y abrió los ojos, parpadeando. Solo vio la sombra de un hombre en la oscuridad, una risa seca y una voz que, por alguna razón, le resultó conocida:

—Vaya, vaya… ¿Qué tenemos aquí?

La joven intentó levantarse para salir huyendo, pero su cuerpo no la obedecía y le estaba costando mucho mantenerse consciente. Cuando el desconocido se inclinó sobre ella, Viana manoteó, desesperada, pero el esfuerzo le hizo perder el sentido de nuevo.

• • •

Despertó en varias ocasiones, aunque apenas guardaría recuerdo de todo ello. Solo luces cambiantes, el rumor de la lluvia, olor a bosque y a sopa caliente, el tacto áspero de la manta que la cubría y la sombra del hombre que la había rescatado recortándose contra una pared de troncos. Imágenes, retazos… que se conservarían para siempre en su memoria aunque no fuera capaz de unirlos para dibujar un lienzo completo.

Cuando por fin recuperó la conciencia, podrían haber pasado horas o podrían haber sido días; Viana no lo sabía. Descubrió que ya había amanecido, y también había cesado la lluvia, porque un rayo de sol se colaba por la ventana, jugueteando con sus cabellos de color miel. La muchacha parpadeó, confusa. Se llevó la mano al labio herido, con precaución, y notó que ya no sangraba, aunque todavía le dolía al tacto. La brutal huella que Holdar había dejado en ella tardaría un tiempo en sanar. De todas formas, se dio cuenta de que no tenía restos de sangre seca sobre su piel. Alguien la había limpiado y curado.

Miró a su alrededor. Se encontraba en el interior de una cabaña. En la pared del fondo, la chimenea conservaba los restos de un fuego que había servido para calentar el contenido de una pequeña olla. Ella estaba recostada sobre el único camastro de la única estancia que había, y se incorporó con aprensión; la ropa que colgaba de los ganchos de la pared (un grueso manto de pieles y un viejo jubón) era indudablemente masculina. ¿Quién la había acogido en su casa, y por qué razón lo había hecho? ¿Qué había sucedido mientras ella esta inconsciente… si es que había sucedido algo? Su temor creció al comprobar que solamente llevaba puesta su camisa interior. Buscó su vestido con la mirada y lo halló tendido cerca de la chimenea; probablemente su rescatador lo había puesto ahí para que se secara. Aun así, aquello no garantizaba…

Sus pensamientos fueron bruscamente interrumpidos por el chirrido de la puerta al abrirse. Viana se levantó de un salto —se sintió mareada, pero luchó por mantenerse en pie— y retrocedió hasta la pared, temblando.

El hombre que acababa de entrar era alto y nervudo. Portaba un arco y un carcaj a la espalda, y un par de conejos muerto pendían de su cinturón. Estaba a contraluz, de modo que Viana no podía ver sus rasgos con claridad; de todas formas, la capucha que le cubría la cabeza tampoco facilitaba las cosas.

—Así que ya estás despierta —dijo—. Ya era hora, marmota.

Viana no respondió. Estaba demasiado asustada como para sentirse ofendida, de modo que permaneció quieta, apoyada contra la pared, sin quitarle la vista de encima.

—Eres la hija del duque Corven, ¿verdad? —preguntó él—. La chica que se casó con el bárbaro Holdar.

Viana se irguió, molesta porque el desconocido no usaba con ella el trato que merecía su posición.

—¿Cómo lo sabéis? —farfulló como pudo, ya que el labio hinchado no le permitía vocalizar muy bien; trató, sin embargo, de imprimir un tono desafiante a su voz.

Él dio un par de paso hacia delante y la luz que entraba por la ventana iluminó su rostro. En ese momento, Viana lo reconoció y reprimió una exclamación de asombro: se trataba de Lobo, el hombre que había irrumpido en el castillo de Normont para anunciar que los bárbaros estaban en camino. Parecían haber pasado décadas desde entonces.

—Te vi en la celebración del solsticio —respondió él—, aunque entonces no sabía quién eras. Pero me llegaron rumores de tu boda con ese Holdar y no estábamos lejos de Torrespino, así que no he tenido más que atar cabos. Aunque también tenía entendido que estabas embarazada —añadió, echándole un vistazo crítico—. Sí que debe de ser escuálido ese pequeño bastardo.

Viana enrojeció y alzó la barbilla con dignidad, tratando de fingir que no le importaba que él la viera en ropa interior.

—No estoy en estado —anunció—. Solo lo simulé para que Holdar me dejara en paz.

Lobo pareció genuinamente sorprendido.

—Y ahora te has escapado, ¿verdad? —dio un paso hacia ella, pero Viana se puso tensa—. No temas —la tranquilizó—; aquí estarás a salvo de él.

A la joven le enfureció su tono condescendiente.

—No tengo miedo de Holdar porque está muerto —declaró—. Yo misma lo maté.

Lobo frunció el ceño, y Viana tuvo la satisfacción de comprobar que lo había impresionado. El hombre sacudió la cabeza y dijo:

—Todo eso me lo tienes que contar con calma y en detalle. Ven, siéntate aquí y…

—No tengo intención de sentarme en ningún sitio con vos, caballero —replicó ella con gélido orgullo—, al menos hasta que me habléis como corresponde a mi condición y, sobre todo, tengáis la decencia de devolverme… lo que me habéis arrebatado.

Lobo se quedó perplejo un momento, probablemente preguntándose a qué se refería Viana, hasta que cayó en la cuenta de que su vestido seguía tendido ante la chimenea. Dejó escapar una carcajada y se lo lanzó para que ella lo recogiera al vuelo.

—Como deseéis, mi señora —replicó, burlón—, pero deberíais ir haciéndoos a la idea de que «vuestra condición» ya no existe. Desapareció, igual que la mía, el día en que los bárbaros invadieron Nortia. Ahora, ellos son los reyes, los duques y los condes. Y nosotros solo tenemos dos posibilidades: someternos a ellos o luchar.

Viana había empezado a ponerse el vestido, roja de ira ante la actitud de Lobo, pero sus últimas palabras le dieron que pensar. Mientras se peleaba con los cordones de la prenda, que se ataban a la espalda —normalmente era Dorea quien se encargaba de vestirla todas las mañanas—, se preguntó en qué lado quería estar. Ya había probado la opción de someterse, porque era lo que se esperaba de una doncella como ella, y no le había gustado la experiencia. No quería regresar a Torrespino y arriesgarse a que la castigaran por haber matado a Holdar. Con la muerte, como había dicho Alda. Por otro lado, si Harak no la ejecutaba, seguramente la casaría con otro de los jefes bárbaros. Y la aterrorizaba la sola idea de pasarse el resto de su vida dando a luz hijos de los invasores.

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