Néstor Almendros, ha sido sin duda uno de los MAESTROS de la luz más importantes en el Arte de hacer Cine de nuestra época. Fue el artesano de Luz Natural, aprovechó de ella todos sus "momentos mágicos", él y por su formación humanista, sabia que la LUZ es y posee un lenguaje de sentimientos que conmueve la sensibilidad del espectador.
Tras más de cuarenta películas como director de fotografía, Néstor Almendros se sitúa en primera línea de los profesionales que más han influido en la renovación de la imagen cinematográfica. Más un ayudante de dirección que un iluminador —como él mismo se define—, Almendros maneja personalmente la cámara en casi todas las películas en que interviene, en contra de la costumbre tradicional, y aspira a un control total de todos los elementos de la imagen que aparecen en el encuadre. En este sentido, sus concepciones desbordan el concepto usualmente admitido del director de fotografía, y proponen un nuevo estilo, de acuerdo con las necesidades del cine moderno. Dicho en otras palabras, su actitud discurre paralelamente a las preocupaciones de diversos cineastas, en cuyo estilo visual la colaboración de Almendros se ha revelado instrumental.
En el presente libro, prologado por François Truffaut, Néstor Almendros detalla sus concepciones sobre los aspectos técnicos y artísticos del oficio, así como su experiencia en calidad de director de fotografía en películas de Eric Rohmer, François Truffaut, Barbet Schroeder, Monte Hellamn, Jean Eustache, Marguerite Duras, Terrence Malick, Robert Benton, Martin Scorsese, etc. Para una mayor claridad de exposición, sus conceptos son ilustrados con fotografías seleccionadas de sus películas, detallando las soluciones aplicadas a cada película concreta, de
Mi noche con Maud
a
El niño salvaje
, de
More
a
La Marquesa de O
, y
Días del cielo
o
Historias de Nueva York
.
Néstor Almendros
Días de una cámara
ePUB v1.0
minicaja07.09.12
Título original:
Un homme à la caméra
Néstor Almendros, 1980.
Traducción: Néstor Almendros
Traducción técnica: Jaume Peracaula
Diseño portada: minicaja
Editor original: minicaja (v1.0)
ePub base v2.0
Hace veinticinco años, la única manera de ver moverse a las imágenes en dos dimensiones era entrar en una sala de cine. Ciertos realizadores del cine se esforzaban en interpretar la realidad, estilizándola, mientras otros, menos ambiciosos, se limitaban pura y simplemente a registrarla. En ambos casos, Hollywood y los neorrealistas, el espectáculo era mágico a priori, y los films resultaban más o menos hermosos según los talentos desplegados, pero raramente eran feos, porque la fotografía en blanco y negro de una cosa fea aparece menos fea que la cosa misma en su estado natural. El blanco y negro era una transposición de la realidad, y por tanto constituía, de suyo, un efecto artístico.
La televisión, el cine de aficionados y el video han destruido definitivamente el misterio. La sala de cine no tiene ya el monopolio de las imágenes en movimiento. Los cineastas pueden todavía interesarnos, pero a condición de no copiar la vida, que es lo que desde hace mucho tiempo viene haciendo, hasta la saciedad, la televisión.
Néstor Almendros es uno de los mejores directores de fotografía del mundo, uno de aquellos que luchan para que la fotografía del cine de hoy no sea indigna de lo que fue en los tiempos de Wilhelm Gottlieb Biffer, el
cameraman
de D. W. Griffith. El libro de Almendros contesta preguntas que ningún cineasta de hoy puede evitar plantearse: ¿Cómo impedir que la fealdad llegue a la pantalla? ¿Cómo limpiar una imagen para aumentar su fuerza emocional? ¿Cómo lograr que resulten convincentes las historias que tienen lugar antes del siglo XX? ¿Cómo encajar entre sí los elementos naturales y los artificiales, los de fecha precisa y los intemporales, en el interior de un mismo fotograma? ¿Cómo dar homogeneidad a materiales dispares? ¿Cómo luchar contra el sol o dominarlo a voluntad? ¿Cómo interpretar los deseos de un realizador cinematográfico que sabe bien lo que no quiere, pero que no sabe explicar lo que quiere?
Esperaba encontrarme con un libro instructivo, pero no sabía que además iba a emocionarme. Es que no se trata solamente de la descripción de un trabajo, sino también de la historia de una vocación. Néstor Almendros es consciente de ejercer un arte al tiempo que practica un oficio. Fervientemente enamorado del cine, nos hace participar de su vocación y nos demuestra que se puede hablar de la luz con palabras.
François Truffaut
Marzo 1980
Con frecuencia, personas ajenas al cine me han preguntado: ¿Qué es un director de fotografía? ¿Para qué sirve?
Para casi todo y para casi nada. Sus funciones varían tanto de una película a otra, que no se pueden definir de una manera exacta. Mi trabajo puede limitarse sencillamente a apretar el botón de la cámara. Y a veces ni eso siquiera, pues alguien, un operador, se encarga de llevar la cámara, mientras yo estoy cerca, sentado en una silla plegable con mi nombre escrito detrás. Uno está allí para supervisar la imagen, dar algunos consejos y firmar el trabajo. En el caso límite de las grandes superproducciones, donde abundan los “efectos especiales”, no se sabe muy bien quién es el responsable de la fotografía, cuya paternidad escapa a todo y a todos. En el extremo opuesto, un director de fotografía que colabora en una película de pequeño presupuesto con un realizador inexperto o principiante, puede decidir no ya la elección de objetivos, sino la naturaleza misma del encuadre, los movimientos de cámara, la coreografía de los actores y, por supuesto, la iluminación, la atmósfera visual de cada escena. Llego incluso a inmiscuirme en la selección de los colores, los materiales y las formas de los decorados y el vestuario. Me gusta, siempre que puedo, llevar yo mismo la cámara.
En cualquier caso, el director de fotografía debe intervenir cuando los conocimientos técnicos del realizador no son suficientes para materializar en términos prácticos sus deseos artísticos. Debe recordarle algunas leyes ópticas, cuando no se tienen en cuenta. Pero, ante todo, no debe olvidar que está allí para ayudar al director. Aunque el director de fotografía se precie de tener un estilo, no debe tratar de imponerlo. Hay que procurar entender primero el estilo del director, ver la mayor cantidad posible de películas que haya hecho (si es que existen) e impregnarse de “su manera”. No hay que intentar hacer “nuestra” película, sino la suya.
Otras personas me han preguntado por qué abandoné tan pronto mis veleidades de realizador y me entregué por entero a la fotografía. El caso es que, al principio, quise aunar las dos carreras simultáneamente. De ellas, una subió en flecha inesperadamente; la otra, la de realizador, se quedó estacionaria. Digamos que la vida ha decidido por mí. Ahora bien, como estoy convencido de que tengo el mejor puesto del equipo, no abrigo la menor intención de cambiar. Soy el primero que “ve” la película en el visor de la cámara. Si la película resulta un fracaso, raras veces se culpa de ello al director de fotografía; si, por el contrario, es un éxito, esto redunda indefectiblemente en elogios a su trabajo. Añádase, entre otras ventajas, la oportunidad de viajar a menudo; el cambio de un equipo a otro, de un director a otro, ofrece una vida llena de variedad y aventura.
Aunque el director es quien, por lo general, propone cada plano, me gusta comentar siempre con él una primera idea y desarrollarla, aportando modificaciones a veces. Por ejemplo, la elección del objetivo, el acercamiento o alejamiento de la cámara con relación al personaje. Discutir la escena. Indicar, sugerir ideas de fotogenia, de decoración incluso. Todo ello depende del director, por supuesto. Los hay que no desean establecer ningún diálogo con sus colaboradores… A lo largo de mi carrera he observado que los más arrogantes no son necesariamente los mejores.
Cuando estudiaba en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma algunos de nosotros, muy jóvenes entonces, destruíamos con palabras casi todo lo hecho por las generaciones que nos precedían. No sólo despreciábamos la fotografía “glamourosa” del cine de Hollywood, sino que emplazábamos, casi en bloque, al neorrealismo, por aquella época en sus estertores (1956). No comprendíamos cómo un cambio que se pretendía radical en la temática, en las intenciones, en la dirección de actores,
no
fuese acompañado de una equivalente renovación fotográfica. En un cine que aspiraba a un “nuevo” realismo, nos irritaban, sobre todo, aquellas iluminaciones con juegos de sombras arbitrarios, estetizantes.
Entre los directores de fotografía del movimiento neorealista, uno solamente acaparó nuestra atención: G. R. Aldo. Si su estilo aparecía decididamente nuevo, si era diferente de los demás, se debía probablemente a que no había seguido el mismo camino que los otros. Aldo empezó haciendo foto-fija. Visconti le utilizó durante la puesta en escena de sus espectáculos teatrales. Y fue Visconti quien le impuso en
La terra trema
. El camino normal en aquel entonces —y aun ahora— para llegar a ser director de fotografía, consistía en empezar limpiando y cargando chasis de cámaras, para más adelante pasar a foquista y, después de varios años como operador de cámara, acceder por fin al trabajo de iluminación, considerado el más importante. Sin duda porque no se le impusieron ejemplos que imitar, al no ser ayudante de nadie y tener que inventar sus propios métodos, las iluminaciones de Aldo no eran nunca convencionales. Su trabajo significó para nosotros toda una fuente de inspiración. Otras películas neorrealistas italianas del mismo período, como
Roma, città aperta
o
Sciascia
, hechas por otros directores de fotografía, ofrecían también una textura cruda, real, pero no porque sus operadores lo quisieran así. Eran hombres acostumbrados a trabajar en estudio y, de pronto, Rossellini y De Sica, a causa de las escaseces de aquel momento de la posguerra, les obligaron a rodar en decorados naturales. Como no disponían de los mismos medios técnicos de antes, tenían que arreglárselas como podían. Estoy seguro de que si se les hubiera dado un presupuesto más alto, un soporte técnico, hubiesen hecho algo más “profesional”. En el caso de Aldo, sin embargo, su estilo realista partía de un concepto distinto. Tanto
La terra trema
, como
Umberto D
(De Sica),
Cielo sulla palude
(Genina) o
Senso
(Visconti) son películas de una fotografía absolutamente moderna.
Senso
, su última película (le sorprendió la muerte durante el rodaje), fue su primer trabajo en color. Todo el cine actual, en lo que respecta a la imagen, parte de esta obra.
Pero la influencia de Aldo no se dejó sentir inmediatamente. La mayoría de los directores de fotografía en boga, no sólo en Italia sino en todos los países, seguían apegados a una técnica convencional y académica. Al final de la década de los años cincuenta se había llegado a la saturación de un estilo. Nosotros los más jóvenes queríamos romper con todo y comenzar de nuevo.
Y así sucedió, o por lo menos así lo creímos, cuando llegó nuestra hora. La
nouvelle vague
marcó el momento de este cambio. En Francia, Raoul Coutard, particularmente, empezó a utilizar de manera sistemática los métodos de iluminación por reflexión. Antes se filmaba generalmente en decorados construidos en estudio y sin techo; desde unas pasarelas situadas a lo largo de los muros se proyectaban los haces luminosos de los focos sobre los intérpretes y los decorados. Al retomar la
nouvelle vague
el principio del neorrealismo italiano, del rodaje en decorados naturales, es decir, decorados con techo, se hacía preciso modificar las técnicas de iluminación. El hecho de trabajar en decorados naturales no era sólo por razones económicas —se trataba de películas de bajo presupuesto—, sino también por razones estéticas. Se invirtió entonces el orden de las cosas en la iluminación: en vez de dirigir el haz luminoso de los focos desde las pasarelas hacia abajo, hacia los intérpretes, se proyectaban las luces —dispuestas fuera del ángulo de visión de la cámara— en sentido inverso, es decir, hacia el techo. De ese modo la luz llegaba así a los actores de rebote, indirecta, por lo tanto difusa, sin sombras marcadas. Sin aquel aspecto como recortado de antes, la luz ló invadía todo casi uniformemente, como en un acuario.