Con los ojos cerrados, Misty pasa los dedos por los lomos de los libros del estante. Palpa las protuberancias del cuero, el papel y la tela. Saca un libro sin mirar y deja que se le abra en la mano.
Ahí tiene a Francisco de Goya, intoxicado por sus brillantes pinturas. Su forma de aplicar los colores con los dedos y los pulgares y sacarla también así de los envases fue lo que le provocó la encefalopatía del plomo, que le llevó a la sordera, la depresión y la locura. En la página hay una pintura del dios Saturno devorando a sus hijos: una mezcla sucia de negro alrededor de un gigante de ojos saltones que está arrancando a mordiscos los brazos de un cuerpo decapitado. En el margen blanco de la página, alguien ha escrito: «Si has encontrado esto, todavía te puedes salvar».
Firmado: «Constance Burton».
En el siguiente libro, el pintor francés Watteau se representa a sí mismo como un guitarrista pálido y larguirucho, muriendo de tuberculosis tal como estaba muriendo en la vida real. Al otro lado del cielo azul de la escena, hay escrito: «No les pintéis sus pinturas». Firmado: «Constance Burton».
Para probarse a sí misma, tu mujer atraviesa la biblioteca y pasa junto a la vieja bibliotecaria que está mirando con sus gafitas redondas de metal negro. Misty lleva en brazos los libros sobre Watteau, Goya y la cámara oscura, todos abiertos y colocados el uno encima del otro. Tabbi levanta la vista, sentada a una mesa cubierta de libros infantiles. En la sección de literatura, Misty vuelve a cerrar los ojos y a caminar pasando los dedos por los viejos lomos. Sin razón alguna, se para y saca uno.
Es un libro sobre Jonathan Swift, sobre cómo cogió el síndrome de Méniére y los mareos y la sordera le arruinaron la vida. La amargura le hizo escribir las lúgubres sátiras
Los viajes de Gullivery
,
Una humilde propuesta
, donde sugería que los británicos podían sobrevivir comiéndose las existencias crecientes de niños irlandeses. Su mejor obra.
El libro se abre espontáneamente por una página donde alguien ha escrito: «Te harán matar a todos los hijos de Dios para salvar a los de ellos». Firmado: «Maura Kincaid».
Tu mujer pone el nuevo libro abierto encima de los demás y vuelve a cerrar los ojos. Con el montón de libros a cuestas, extiende el brazo para coger otro. Misty recorre los lomos con las yemas de los dedos. Con los ojos cerrados, da un paso adelante y toca una superficie blanda que huele a polvo de talco. Cuando mira, ve pintura de labios roja en una cara blanca y empolvada. Una gorra verde que cruza una frente y encima de la misma una mata de pelo canoso y rizado. En la gorra hay impresa la inscripción: «Llame al 1-800-555-1785 si quiere la Felicidad Total».
Debajo, unas gafas con la montura metálica negra. Un traje de tweed.
—Perdone —dice una voz, la de la señora Terrymore, la bibliotecaria. Está ahí de pie, con los brazos cruzados.
Y Misty da un paso atrás.
La pintura de labios roja dice:
—Le agradecería que no estropeara los libros amontonándolos uno encima de otro de esa manera.
La pobre Misty le dice que lo siente. Siempre es ella la intrusa. Va a dejarlos en una mesa.
—Por favor, déjeme que los devuelva a las estanterías. Por favor.
Misty le dice que todavía no. Le dice que le gustaría consultarlos, y mientras las dos mujeres forcejean por el montón, un libro se resbala y cae abierto al suelo. Haciendo un ruido parecido a una bofetada en la cara. Cae abierto y deja al descubierto la inscripción: «No les pintéis sus pinturas».
Y la señora Terrymore dice:
—Me temo que son libros de referencia.
Y Misty dice que no, que no lo son. No todos. Y se pueden leer las palabras: «Si has encontrado esto, todavía te puedes salvar».
A través de sus gafas de metal negro, la bibliotecaria lo ve y dice:
—Siempre aumentan los daños. Cada año. —Mira un reloj de pie alto con la caja de nogal oscuro y dice—: Bueno, si no le importa, hoy hemos cerrado antes. —Coteja su reloj de muñeca con el reloj de pie y dice—: Hace diez minutos que hemos cerrado.
Tabbi ya ha consultado sus libros. Está esperando de pie junto a la puerta, y dice levantando la voz:
—Date prisa, mamá. Tienes que ir a trabajar.
Y con una mano, la bibliotecaria se rebusca en el bolsillo de la chaqueta de tweed y saca una goma enorme de color rosa.
La pequeña pobre e inculta Misty Marie Kleinmnan podía dibujar las vidrieras de la iglesia de la isla antes de saber leer o escribir. Antes de haber visto ninguna vidriera en su vida. Nunca había estado dentro de una iglesia. De ninguna iglesia. La pequeña atea de Misty Kleinnian podía dibujar las lápidas del cementerio del pueblo situado en el cabo de Waytansea, podía dibujar las fechas y los epitafios antes de saber que eran números y palabras.
Ahora, sentada ahí en pleno servicio religioso, le cuesta recordar qué es lo que imaginó antes de llegar y qué es lo que vio después. El altar de tela purpúrea. Las gruesas vigas de madera con el barniz ennegrecido.
Es todo lo que se imaginaba de niña. Pero eso es imposible.
Grace a su lado en el banco, rezando. Tabbi al otro lado de Grace, las dos arrodilladas. Con las manos unidas.
Con los ojos cerrados y los labios murmurando frente a las manos.
Grace dice:
—Por favor, haz que mi nuera vuelva al arte que tanto ama. Por favor, no la dejes echar a perder el talento glorioso que le ha dado Dios...
Todas las viejas familias de la isla están a su alrededor, rezando en murmullos.
Detrás de ellos, una voz susurra:
—Por favor, Señor, dale a la mujer de Peter lo que necesita para empezar su obra...
Otra voz, la de la vieja señora Petersen, reza:
—Que Misty nos salve antes de que empeore la situación con los forasteros...
Incluso Tabbi, tu hija, está susurrando:
—Dios, haz que mi madre haga las cosas como es debido y empieza a trabajar en su arte...
Todas las figuras de cera de la isla de Waytansea están arrodilladas alrededor de Misty. Los Tupper, los Burton y los Nieman, todos tienen los ojos cerrados, los dedos entrelazados y le están pidiendo a Dios que la haga pintar. Todos piensan que tiene un talento secreto que los va a salvar.
Y Misty, tu pobre mujer, la única persona cuerda de por aquí, solamente quiere... Bueno, solamente quiere una copa.
Un par de copas. Un par de aspirinas. Y repetir.
Tiene ganas de gritarle a todo el mundo que se calle y que deje de rezar de una puta vez.
Si has llegado a la mediana edad y te das cuenta de que nunca vas a ser la artista famosa que soñabas ser y que nunca vas a pintar nada que conmueva e inspire a la gente, que los emocione de verdad y les cambie la vida. Que simplemente no tienes talento. Que te falta inteligencia o inspiración. Que no tienes lo que hay que tener para crear una obra maestra. Si te das cuenta de que todo el portafolio de tu obra no contiene más que majestuosas casas de piedra y grandes y frondosos jardines florales —los sueños desnudos de una niña de Tecumseh Lake, Georgia—, si te das cuenta de que todo lo que puedas pintar simplemente va a añadir más mierda mediocre a un mundo ya abarrotado de mierda mediocre. Si te das cuenta de que tienes cuarenta y un años y has llegado al fin del potencial que te dio Dios, pues bueno, felicidades.
Arriba, abajo, al centro y para dentro. Un brindis.
Ya no vas a ser más lista de lo que eres.
Si te das cuenta de que de ninguna forma vas a darle a tu hija un nivel de vida más alto —mierda, ni siquiera puedes darle el nivel de vida que tu madre te dio en el poblado de caravanas—, y eso quiere decir que para ella no va a haber universidad, ni facultad de bellas artes, ni sueños, ni nada salvo ser camarera como su madre...
Pues bueno, salud y chinchín.
Así son todos los días en la vida de Misty Marie Wilmot, la reina de los esclavos.
¿Maura Kincaid?
¿Constance Burton?
La Escuela de Pintoras de Waytansea. Eran distintas, nacieron distintas. Eran de esa clase de artistas que hacen que todo parezca fácil. Lo importante es que hay gente que tiene talento pero que la mayoría de la gente no lo tiene. La mayoría de la gente tocamos nuestro techo sin gloria y sin beneficios extra. La gente como la pobre Misty Marie son tontos cortitos y medio retrasados, pero no lo bastante como para conseguir plaza en el aparcamiento de minusválidos. Ni para ganar nada en los Special Olympics. Pagan impuestos como la gente normal pero no consiguen el menú especial en la brasería. Nada de cubículo extragrande en los lavabos. Nada de asiento especial en la parte delantera del autobús. Nada de lobby político.
En la facultad de bellas artes, Misty conocía a una chica que encendió una licuadora de cocina llena de cemento húmedo hasta que el motor se quemó en medio de una nube de humo amargo. Aquella era su declaración acerca de la vida como ama de casa. Es probable que ahora mismo esa chica viva en un loft y esté comiendo yogur orgánico. Que sea rica y pueda cruzar las piernas a la altura de la rodilla.
Otra chica a la que Misty conoció en la facultad representaba una obra en tres actos con marionetas dentro de la boca. Se trataba de disfraces pequeñitos dentro de los cuales metía la lengua. Los disfraces extra se guardaban dentro del carrillo, como en los bastidores de un escenario. Para cambiar de escena, simplemente cerraba los labios como si fuera un telón. Los dientes eran los focos y el arco del proscenio. Y metía la lengua en el siguiente disfraz. Después de representar una obra de tres actos, la chica tenía estrías alrededor de la boca. Los músculos
orbicularis oris
le quedaban deformados.
Una noche en una galería, mientras llevaba a cabo una versión diminuta de
La historia más grande jamás contada
, a la chica se le escurrió por la garganta un camello diminuto y estuvo a punto de morir. Hoy día probablemente esté revolcándose en el dinero de las becas.
Peter se equivocaba el elogiar las bonitas casas de Misty. Se equivocaba al aconsejarle que se escondiera en la isla y pintara solamente lo que amaba. Vaya mierda de consejo.
Tus consejos y tus elogios fueron una mierda.
De acuerdo contigo, Maura Kincaid se pasó veinte años lavando pescado en una planta de enlatado. Enseñó a sus hijos a hacer pis y caca sin pañales, se dedicó a quitar las hierbas de su jardín y un buen día se sentó y pintó una obra maestra. Sin cursos de posgrado, sin pasar horas en el estudio, y ahora es famosa y lo será siempre. La aman millones de personas que nunca la conocerán.
Solamente para que conste en acta, el parte meteorológico de hoy anuncia amargura con arranques ocasionales de cólera celosa.
Solamente para que lo sepas, Peter, tu madre sigue siendo una puta. Trabaja a tiempo parcial en un servicio que localiza para sus cuentes piezas de porcelana con diseños que ya no se fabrican. Hace poco oyó que una veraneante rica, poco más que un esqueleto bronceado vestido con un vestido sin mangas de tejido de seda de color pastel, estaba sentada comiendo y decía:
—¿Qué sentido tiene ser rica aquí si no hay nada que comprar?
Desde que Grace oyó eso, ha estado acosando a tu mujer para que pinte. Para que le dé a la gente algo que pueda pedir a gritos. Como si de alguna forma Misty pudiera sacarse una obra maestra del culo y recuperar la fortuna familiar de los Wilmot.
Se acerca el cumpleaños de Tabbi, el decimotercero, y no hay dinero para comprarle un regalo. Misty está ahorrando las propinas para poder mudarse a Tecumseh Lake. No puede vivir para siempre en el hotel Waytansea. Los ricos están devorando la isla y ella no quiere que Tabbi crezca pobre y reciba la presión de los chicos ricos y sus drogas.
Misty cree que pueden marcharse a finales de verano. No sabe que va a hacer Grace. Tu madre debe de tener amigas con las que podría vivir. Siempre la puede ayudar la iglesia. La Ladies Altar Society.
Ahora en la iglesia tienen a su alrededor a todos los santos de las vidrieras, todos asaeteados, acuchillados o ardiendo en hogueras, y Misty se acuerda de ti. Piensa en tu teoría del sufrimiento como camino hacia la inspiración divina. Piensa en tus historias sobre Maura Kincaid.
Si la tristeza fuera inspiración, Misty debería estar en su apogeo.
Aquí, con la isla entera a su alrededor, todos arrodillados y rezando para que pinte. Para que sea su salvadora.
Con todos los santos a su alrededor, sonriendo y haciendo milagros en sus momentos de dolor, Misty extiende el brazo para coger un misal. Es solamente uno entre varias docenas de misales viejos y polvorientos, algunos sin tapas, algunos con cintas de satén deshilachadas colgando. Coge uno al azar y lo abre.
Lo hojea, pero no hay nada. Solamente oraciones y cánticos. No hay ningún mensaje secreto especial dentro.
Sin embargo, cuando se dispone a devolverlo a su sitio, allí grabado en la madera del banco, donde antes estaba el misal, hay un mensaje que dice: «Sal de esta isla mientras todavía puedes».
Firmado: «Constance Burton».
En su quinta cita real, Peter se dedicó a poner elpasse-partout a la pintura que había pintado Misty y a enmarcarla.
Tú, Peter, tú le estabas diciendo a Misty:
—Esto, este cuadro, estará colgado en un museo.
El cuadro era un paisaje que mostraba una casa rodeada de porches y a la sombra de los árboles. En las ventanas había cortinas de encaje. Las rosas florecían detrás de una cerca blanca. A través de los haces de luz del sol volaban azulejos. Un penacho fino de humo se elevaba desde una chimenea de piedra. Misty y Peter estaban en un taller de enmarcado cerca del campus y ella estaba de espaldas a la puerta del taller, intentando impedir que alguien viera el interior.
Misty y tú.
Intentando impedir que alguien viera su cuadro.
Su firma estaba en la parte de abajo, debajo de la cerca, «Misty Marie Kleinman». Lo único que faltaba era una carita sonriente. Un corazón en vez del punto de la i de Kleinman.
—Tal vez un museo del kitsch —dijo ella.
Su cuadro no era más que una versión mejorada de lo que llevaba pintando desde la infancia. El pueblo de sus fantasías. Y verlo era más desagradable que ver la peor fotografía de uno mismo desnudo en la que uno está más gordo. Ahí estaba, el corazoncito vulgar de Misty Marie Kleinman. Los sueños azucarados de la pobre niña solitaria de seis años que iba a ser durante el resto de su vida. Su bonita y patética alma de estrás.